31 de octubre de 2011

Los problemas de la infancia, hoy



LOS PROBLEMAS DE LA INFANCIA, HOY
José Antonio Luengo
Publicado en "Aula de Educación Infantil", nº 23. Enero de 2005


LOS PROBLEMAS DE LA INFANCIA, HOY
Para quien suscribe, hablar de la infancia es siempre especial. Porque la infancia es especial. Es especial su fuerza, la intensidad con que vive, absorbe y disfruta cada momento, cada instante. Especiales son sus ilusiones, sus ganas de estar en el mundo, sus ansias de conocer… ¡Vaya! Todo un ejemplo de cómo se  puede vivir. Los adultos deberíamos tomar buena nota de ello.
Siempre me he resistido a aceptar sin más ese viejo dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sobre todo si uno se cuestiona sobre los problemas de la infancia hoy, en comparación con los de antaño. En nuestro entorno geográfico, al que me referiré de ahora en adelante, no creo que haya existido un tiempo en que los niños, adolescentes y jóvenes se encuentren, en términos generales, tan bien tratados, atendidos, considerados y valorados como hoy en día. Realizar una afirmación tan contundente puede representar una osadía… Es el riesgo que se corre cuando se generaliza, como es el caso. Pero, en fin, entiendo que las cosas son así. Las condiciones que soportan y acompañan el crecimiento, desarrollo y evolución como seres humanos de nuestros niños y adolescentes no han gozado nunca de tantos recursos, medios y estructuras de observación como los que en la actualidad configuran el esqueleto organizativo de nuestras sociedades. No obstante lo dicho, afirmar lo afirmado sin más, sin detenerse a valorar los márgenes más sombríos del actual statu quo, ni reparar en las consecuencias más perversas de determinados desarrollos sociales, representaría un ejercicio de simplificación injustificable.

El interés superior del niño

Pero vayamos por partes. Han transcurrido ya casi 15 años desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas promulgaran uno de los textos jurídicos de mayor calado en el siempre complejo proceso de desarrollo social de la humanidad. Me refiero a la Convención de los Derechos del la Infancia, aprobada el 20 de noviembre de 1989 y ratificada por el Estado Español en diciembre de 1990. Han transcurrido ya casi 15 años desde que los Estados Partes en la citada Convención acordaran un código de conducta que, de manera explícita, reafirma la necesidad de proporcionar a los niños cuidado y asistencia especiales en razón de su vulnerabilidad y subraya la responsabilidad primordial de la familia por lo que respecta a la protección jurídica y no jurídica del niño antes y después del nacimiento, la importancia del respeto de los valores culturales de la comunidad y el papel crucial de la cooperación internacional para que los derechos del niño y de la niña se hagan realidad. Pero, tal vez, el argumento jurídico de mayor relevancia en el texto referido tiene que ver con lo establecido en su artículo tres: “En todas las medidas concernientes que tomen las instituciones públicas y privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño”. El interés superior del niño. ¡Casi nada! Todo un código para sentir y actuar concentrado en cinco palabras. Todo un marco en el que dibujar un mundo mejor para los que crecen en un mundo de adultos, pensado y hecho esencialmente por los adultos y para los adultos. Esta última consideración -quién y para quién se hace el mundo- sea tal vez la circunstancia más significativa a la hora de enjuiciar el balance de nuestra sociedad para equilibrar las necesidades de todos, no solo de los que deciden. A pesar de la voluntad firme de considerar al menor, al niño y al adolescente como sujeto sustantivo y ciudadano sin reservas ni subsidiariedades, seguimos pensando, decidiendo, juzgando y definiendo los mismos, a saber, los adultos en edad activa, y sobre todo algunos de ellos, vaya. Si bien es cierto que esto ha sido siempre así, las consecuencias de que ahora, en este momento, persiste esta vieja inercia, son mucho más llamativas y, si cabe, en algunos aspectos, escandalosas. Sin perjuicio de los avances producidos por el sistema para con la infancia en general y a pesar de las buenas intenciones plasmadas en el texto jurídico antes citado y en las correspondientes concreciones legislativas de cada estado y región[1], la inercia del devenir social sigue considerando a niños y adolescentes como ciudadano subsidiarios del colectivo adulto, limitados en sus decisiones, pero, lo que es más importante, sin la posibilidad de expresarse y definir sus necesidades y propuestas en los muy diferentes espacios de su desarrollo como seres humanos.

Sociedades distintas, problemas diferentes

Los problemas de la infancia hoy son diferentes a los problemas o dificultades de la infancia de antaño porque la sociedad actual y las pasadas son diferentes, sustancialmente diferentes. Sin embargo, las repercusiones de las condiciones y ritmos que imprime nuestra sociedad probablemente estén marcando la generación de impactos y consecuencias difícilmente esperables -algunas de ellas incipientes- en la vida de grupos o colectivos sin capacidad de influencia en las decisiones de nuestras comunidades como sin duda son, aún, los niños.

Es evidente, los efectos de las transformaciones sociales surgidas en los últimos años no se han hecho esperar. Y con ellos, la aparición de significativas modificaciones en las reglas del juego de nuestra organización social que afectan notablemente a nuestra infancia en general. Variables como la configuración y estructura de las ciudades, la movilidad poblacional y la irrupción y consolidación del fenómeno migratorio, la organización de la jornada laboral y las endebles condiciones de estabilidad del mercado, la quiebra del modelo tradicional de estructura familiar y la irrupción del esquema de hogar vacío -en el que la casa se convierte en un espacio casi de tránsito para las ocupaciones importantes-, la creciente influencia de los medios de comunicación y de las tecnologías de la información en los procesos de socialización y educación de las personas -no solo de los menores de edad-, los formatos de comunicación interpersonal y la difícilmente frenable invasión de los procesos de relación virtual entre personas… Las ciudades crecidas al son de ritmos frenéticos. Las familias desorientadas en sus cometidos, absortas en una compleja secuencia de responsabilidades difíciles de conciliar. La institución educativa sumergida en una importante crisis de identidad, envuelta -sin pretenderlo- en la sinrazón de un debate feroz sobre su papel ineludible como bisagra para la tan traída y llevada conciliación de la vida familiar y laboral. Tal como expresa el Defensor del Menor en la Comunidad de Madrid en un documento remitido a los Partidos Políticos con anterioridad a las últimas elecciones en la región[2], “la sociedad actual reclama un nuevo orden que ayude a diseñar un  marco integral y coherente en el que ensamblar atención, educación y protección a nuestros menores. Resurge la idea de la responsabilidad compartida, la acción combinada, la suma de fuerzas: escuela, familia, entes locales, agentes sociales unidos por y para definir las claves más relevantes a desarrollar”. Porque, sin obviar ni infravalorar los incuestionables logros conseguidos en los últimos años en lo relativo a la consideración del menor como ser con identidad propia y sustantiva, no pueden dejar de resaltarse las dificultades observadas para la realización efectiva, sólida y coherente de todas las buenas intenciones manifestadas -incluso legislativamente- por las instituciones para hacer visible y palpable la relevancia del menor en la sociedad, el respeto a sus derechos y el valor permanente de su mirada y presencia. La irrupción de nuevas realidades y necesidades, la existencia de proyectos inacabados o inadecuadamente dotados, la evidencia de sensibilidades ficticias… Todo un conjunto de circunstancias que afectan de manera sensible a la feliz ejecución de un proyecto social serio y ajustado a las necesidades de la infancia y la adolescencia.

Porque es verdad. Hay cosas que no van bien… Y podrían ir peor

El ya citado documento “Propuestas del Defensor del Menor a los partidos políticos para la mejora de las condiciones de la infancia en la Comunidad de Madrid. 78 medidas para su posible inclusión en los programas electorales”, detalla de manera completa las principales lacras que nuestra sociedad genera y recoge para con nuestros niños y niñas, señalando asimismo propuestas concretas de diverso grado para su eliminación o, cuando menos, su reducción. En un artículo de extensión como el presente resulta del todo imposible desgranar todos y cada uno de los problemas que, a entender de quien suscribe, alcanzan un grado suficiente como para ser denunciados sistemáticamente: los malos tratos -y especialmente, el escaso conocimiento que tenemos sobre los mismos[3]-; la mendicidad infantil, el consumo de drogas, la situación en los asentamientos chabolistas, el alarmante índice de fracaso escolar, el incremento de los problemas de convivencia en los centros educativos[4] y en sus márgenes, el renacimiento de nuevas formas de explotación laboral -entre otras situaciones destaca la proliferación del fenómeno de los “niños artistas”-; el inadecuado uso de internet[5]… En las siguientes líneas me detendré en aquellos aspectos de naturaleza más general, si bien de impacto transversal.

Que hay cosas que no funcionan y que afectan significativamente a nuestros niños y niñas da fe la propia realidad. Una mirada crítica a nuestra sociedad, sus modos de organización, sus rutinas y ritmos nos muestra con frecuencia, sin ambages, espacios grises, llamativas sombras en el tratamiento que los menores en general, y específicamente algunos grupos de ellos en particular, reciben. Ya se ha dicho. Vivimos en un mundo pensado y hecho para los adultos. Un mundo lastrado por la profunda influencia del mercado, convencido de que la velocidad y el vértigo que atesora nos hará felices y excelentes. Horarios, distancias, modos de vida en los que, de modo fundamental, prima la vida laboral y personal del adulto. Y la vida de los niños, no lo dudemos, se resiente. Y se resentirá. Parafraseando a Jordi Borjà, da la sensación de que, incluso, hacemos las ciudades contra los niños. Según sus propios argumentos[6], “la ciudad tiende a hacer desaparecer los espacios públicos como articuladores de sí misma y de su vida social, para hacer espacios especializados, y se convierte a los niños en una especie de animales domésticos…”

Resolvemos -es un decir, claro- el famoso conflicto creado por la difícil conciliación de la vida familiar y laboral a costa de los niños: ampliamos de forma desmedida sus horarios y actividades y solicitamos de manera frenética nuevos servicios para su atención y, consiguientemente, poder cumplir con nuestras “obligaciones” de adultos…Como siempre, corremos el riesgo de caer en nuestra propia trampa. Cualquier iniciativa que no insista en modificar sustancialmente la concepción del modelo de sociedad, de cultura y de vida y, el marco de relaciones laborales, significará, tal como expresa Salvador Cardús[7], “querer resolver el problema administrando la misma droga que ha causado la fiebre”. Droga que, además, inoculamos a los más débiles. Aunque parezca que les damos todo. En palabras de Xavier R. de Ventós, “todo, todo parece hoy formar parte de una auténtica OPA amigable lanzada sobre los niños y dirigida a: auscultar sus ensueños, secuestrar su imaginación y anticipar sus ilusiones; a escanear, simular y acabar inyectándoles sus propios deseos o ensueños; a preservar y alargar esa candidez que, según Hegel, permite que “ninguno de los intereses demasiado humanos haya marcado en el rostro del niño la estampa de la triste necesidad”.

La participación de la infancia en las decisiones sobre nuestra organización social, elemento imprescindible para dar concreción y realidad a gran parte de los principios establecidos en la ya citada Declaración de las Naciones Unidas. Las iniciativas desarrolladas al respecto por algunos ayuntamientos[8], excelentes sin duda, no dejan de representar aún sino un mero rascado en la dura superficie del sistema.

El interés superior del menor no representa, también hay que decirlo, una realidad suficientemente creída, ni, por supuesto, asentada en nuestra sociedad. Por no citar que también es cuestionable su estabilidad como idea o concepto. Un ejemplo significativo de esta afirmación lo encontramos en el desarrollo de los acontecimientos que vienen sucediendo en torno al sistema educativo y, especialmente, en dos variables ligadas esencialmente al mismo: (1) Por un lado, el espectáculo ofrecido en torno a las reformas y contrareformas del propio sistema. Tal como ha expresado recientemente el Defensor del Menor[9], “la educación, nadie lo duda ya, o no debería dudarlo, es cosa de todos, una tarea a desarrollar desde la implicación, el acuerdo y el consenso de todos, independientemente de filiaciones o escenarios sociales, políticos o laborales. Apelar a su condición de soporte o arquitectura de una sociedad mejor supone una verdad de perogrullo, no infrecuente en los discursos o conversaciones al uso; poco asentada, sin embargo, en el devenir cotidiano, en la esencia misma de la planificación de nuestras modelos y prácticas de organización social. Hablamos de una verdad, por el momento, demasiado ligada a la estética de los discursos, alejada desgraciadamente del imprescindible correlato de acciones, serias, rigurosas y estables, que deberían hacer de ella no solo un elemento básico de consenso y acuerdo de naturaleza transversal, sino, sobre todo, un hecho incontestable”. Los paganos en estas historias son los de siempre: los niños y las niñas. (2) Por otro lado, las condiciones en que viene desarrollándose la integración del alumnado inmigrante en nuestro entorno: dificultades importantes para el tratamiento educativo en centros con alta tasa de concentración, “huida” de la población autóctona, crecimiento de sentimiento xenófobos, agotamiento del profesorado, sensación de fracaso y colapso del sistema, son algunos de los síntomas más significativos de que hay cosas que no están funcionando, con la consiguiente repercusión de importantes colectivos de niños y niñas. Pero no nos quedemos exclusivamente con el tratamiento dado en esta materia desde el sistema y centros educativos. Atender el fenómeno de la inmigración es un problema de todos, que ha de afrontarse de manera singular con la infancia y adolescencia recién llegada. “La escuela no es “omnipotente” (ni “omnipresente”). Su papel y responsabilidad en el proceso adquirirá verdadero realce y efectividad en el contexto de desarrollo de un marco integral para la integración de la población inmigrante en la sociedad, un marco que acción global que incorpore la participación de todos los colectivos, instancias, agencias e instituciones implicadas para la constitución colegiada de un escenario de encuentro y acogida compartido. La búsqueda de estrategias e iniciativas para fomentar y desarrollar la participación de los colectivos y minorías de inmigrantes debe considerarse un objetivo nuclear desde el que asentar y diseñar cualquier proyecto de intervención “ad hoc”. Los senderos por los que discurre el actual debate social en torno al tema en cuestión evidencian la germinación de ideas y referentes de “riesgo” (confrontación y rechazo) en absoluto despreciables” (Luengo, J.A. 2002[10]).

Otro campo, paradigmático, que destila desinterés manifiesto por el menor y sus necesidades -y de gran relevancia e impacto a medio y largo plazo en la configuración de valores éticos sociales y culturales de nuestra sociedad-, es el relativo a los contenidos televisivos. Probablemente nunca nos hayamos enfrentado a una programación tan absolutamente irrespetuosa con los derechos de niños, niñas y adolescentes por crecer de manera saludable. Probablemente no encontremos en la historia un momento tan increíblemente doloroso para los intereses de nuestros menores. Si ya nos hemos dado por vencidos -no deberíamos hacerlo, que conste- con que nuestros hijos ven la televisión más horas que las que pasan por las aulas de los centros escolares, lo trágico del asunto se complica especialmente con la irreverente vulneración de principios éticos y normativos -esto no es baladí- en la citada materia para con los derechos de los menores. La oferta televisiva para niños y adolescentes no es que sea mala. Es que no existe. Y, claro, como la oferta para los adultos es la que es, el resultado es el acceso desmedido a contenidos no solo inadecuados sino, en ocasiones, altamente perversos para seres que están forjando su visión del mundo, su manera de relacionarse con su entorno, su propia personalidad, vaya. Todo un discurso de sinrazones de efectos indeseables, algunos de ellos aún desconocidos.

Los problemas de la infancia, en fin, no debemos ubicarlos exclusivamente en los márgenes, en las cunetas de nuestra sociedad. Están ahí mismo. A nuestro lado. En ocasiones, de efectos tan invisibles que es fácil pensar que no existen. Pero no es así. Retomando una de las ideas iniciales de este conjunto de reflexiones, “no creo que haya existido un tiempo en que los niños, adolescentes y jóvenes se encuentren, en términos generales, tan bien tratados, atendidos, considerados y valorados como hoy en día”. Sigo manteniendo esta tesis. Pero no podemos pararnos. Nadie debe pararse. Nadie debe cejar en el complejo empeño de que las cosas, todas, se hagan bien.






[1] Pueden destacarse la Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor, la Ley 6/1995 de Garantía de los derechos de la infancia y la adolescencia en la Comunidad de Madrid o la Ley 5/1996 del Defensor del Menor en la Comunidad de Madrid.
[2] “Propuestas del Defensor del Menor a los partidos políticos para la mejora de las condiciones de la infancia en la Comunidad de Madrid. 78 medidas para su posible inclusión en los programas electorales”, diciembre 2002 (www.dmenor-mad.es/Noticias y actividades)
[3] Se estima que solo conocemos entre un 15 y un 20% de los casos que realmente se producen.
[4] Un documento interesante sobre el tema puede consultarse en www.dmenor-mad.es/documentos de interés.
[5] Resulta especialmente interesante consultar el estudio “Seguridad infantil y costumbres de los menores en internet”, publicado en Estudios e Investigaciones 2002. Defensor del Menor en la Comunidad de Madrid, Madrid, 2002 (puede consultarse en www.dmenor-mad.es/publicaciones)
[6] III Encuentro “La ciudad de los niños”. Acción Educativa. Madrid, 2004.
[7] La Vanguardia digital. Miércoles, 14 de noviembre de 2001.
[8] Fundamentalmente por aquellos que cuentan en su estructura organizativa con Concejalías específicas para la infancia: es notable la constitución de foros de participación infantil y consejos infantiles municipales, espacios de profunda convicción democrática y participativa, no meros escaparates formales.
[9] Escuela Española, nº 3.627, 10 de junio de 2004
[10] Revista de Psicología Educativa. Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid. Vol.8. Nº 2, diciembre 2002

Un mundo mejor, nuestro pequeño mundo.


Podemos darle vueltas y vueltas al pensamiento, a la idea, al reto. ¿Cómo conseguir un mundo mejor? Ninguno de los mortales que, como quien suscribe, observa atónito cómo se mueven las cosas y quién las mueve, podremos acceder a respuestas y claves para aligerar de tristeza, dolor y miseria al mundo que habitamos. No tenemos que irnos muy lejos, en cada momento, en cada pantalla, encontraremos las mil y una tragedias que afectan a nuestro mundo, entendido este, claro está, en el sentido más global del término. En el entorno global en que nos desenvolvemos, debemos entender que los famosos mercados no son sino acreedores a los que debemos mucho dinero. Y presionan, claro, para que se lo devolvamos en las condiciones pactadas y en los tiempos prefijados. Si no, se verán limitadas de manera sensible nuevas opciones de préstamo para que los estados sigan desarrollando sus políticas, las que prometen a través de sus políticos en los diferentes procesos y escenarios electorales repartidos por todo el mundo. Y los mortales de a píé miramos, estupefactos, cómo se trastocan determinadas condiciones en las que nos hemos acostumbrado a vivir, en muchas ocasiones, por encima de nuestras posiblidades y necesidades. La vida nos cambia a rtimo vertiginoso. Los miedos al futuro y al futuro de nuestros hijos enraizan profundas desesperanzas. Y duelen. Pero ¿podemos hacer algo? Yo creo que sí. No podemos cambiar el mundo, la deriva que se desarrolla, sin solución de continuidad, en cada escenario al que nos asomamos. Muchas personas de nuestro alrededor caminan sin opciones, con escasas referencias de orientación, de futuro. Movernos para contribuir a su rescate es imprescindible. En la medida de nuestras posibilidades y recursos.

Pero ¿y nuestro mundo?, ¿y nuestro pequeño mundo? ¿Pensamos también que el pescado ya está vendido? ¿Creemos que las cosas son como son y que disponen de escaso margen de mejora? No es infrecuente que nos ciegue la inquietud. No estamos contentos con nuestro ritmo, con nuestra manera de vivir el día a día, con las relaciones con nuestra pareja, con nuestros hijos, incluso con nuestros compañeros o amigos. El cansancio puede cegarnos, bloquearnos. Pero no nos faltan experiencias, propias o ajenas, de cómo determinadas decisiones pueden cambiar aspectos importantes de nuestras vidas o de las vidas de otros. Acciones explícitas, intensas, vivas. Decisiones valientes, acciones proactivas, contundentes. Decisiones, al fin y al cabo. Actos de libertad, en definitiva. La idea es ahondar en lo que podemos modificar con una simple acción explícita de cambio, de mejora. En nuestro espacio, el complejo tejido que establecemos con los nuestros, con los que nos acompañan cada día. 

Estas líneas pretenden abordar la identificación y adecuada interpretación de micromundo que hemos creado a nuestro alrededor, el que nos pertenece, el que creamos en cada momento, con cada pensamiento, con cada decisión. ¿Podemos hacer algo con nuestra vida?. La idea pasa por rescatar el actor interior que llevamos dentro, el protagonista que está dentro de nuestro corazón y nuestra mente. A nuestro alrededor se desarrolla, en el micromundo que habitamos, a saber, las relaciones más próximas, la familia, el trabajo o los amigos, un abanico inmenso de posibilidades para hacer que nuestra vida, nuestro segundo a segundo, nuestro día a día, sea mejor, más razonable. Disponemos de las herramientas, que están en nosotros; disponemos de las posibilidades, que están en nosotros. Se trata de abrir el corazón y sonreir más, querer más, sin condiciones; dejar de prejuzgar, mirar el lado positivo que hay en cada persona con la que tratamos, incluso en aquellas a las que nos hemos acostumbrado a soportar más bien poco (1).

Disponemos del mágico medio segundo que trascurre entre lo que vemos y cómo respondemos. Buscar la calma en lugar de la ira. Ahondar en el afecto sin buscar resultados. Qué manía tenemos en hacer cosas para conseguir cosas. Sonreir, querer, mostrar afecto, ayudar, dar; se trata de acciones que valen por sí mismas. Sin pensar en los beneficios que puedan sucederse. Huir del miedo, de la culpa; perdonar, perdonarnos.  Y si la cosa está difícil fuera de nuestras responsabilidades y opciones para la acción, en nuestro mundo, en el propio, el que configura nuestro cotidiano hacer y relacionarnos se encuentra un gigantesco espacio para el cambio, para el sueño posible, para la mejora permanente. Al final, la felicidad se construye en las decisiones que tomamos cada segundo. ¿Puedo llegar diez minutos a mi casa antes cada día? ¿Puedo mejorar el modo en que me relaciono con los más próximos.? Mi interés por ellos, por lo que les pasa, por lo que les ha pasado. La mirada activa, la escucha viva. El interés y la empatía. Y la sonrisa. Y la comprensión. El tiempo que les dedicamos. Levantar la cabeza y ver el micromundo en el que me muevo, el mío. Mis necesidades, las necesidades de los otros cercanos.. Hablar, respetar, escuchar, dar, vivir, perdonar, pedir perdón.  Estar cerca, vivir con intensidad con quien nos quiere de manera incondicional.


Nuestros niños, nuestros hijos merecen un mundo mejor. Nuestro modelo de conducta tiene, ¿no lo sabenos suficientemente?, una influencia esencial en el modo en que nuestros pequeños construyen su mundo, su realidad. No les dejemos solos ahora que las cosas se tuercen tanto. Facilitémosles herramientas para estar mejor en el mundo, en su mundo, aunque vengan mal dadas. El poder multiplicador de esta actitud ante la vida no tiene límites. Medio segundo, insisto, es la distancia temporal entre responder a cada circunstancia que pasa a nuestro lado o se inserta en nuestra mente, de una forma u otra. Nos da tiempo suficiente.



(1) De especial interés el artículo de Ferrán Ramón-Cortés sobre la posibilidades de identificar claves para la mejora en la percepción de los demás y, especialmente, de aquellos a los que monos soportamos. Merece la pena leerlo. 
Una visión miope del otro

20 de octubre de 2011

Campaña del Defensor del Menor contra el Ciberbullying

Detallo referencia de la campaña que el Defensor ha diseñado contra el Ciberbullying, con la colaboración de Metro de Madrid y Pantallas Amigas. Tenéis que entrar en la Web de la Institución
http://www.defensordelmenor.org/
Encontraréis la campaña en la home.
CAMPAÑA CONTRA EL CIBERBULLYING, PASO A PASO, METRO A METRO

10 de octubre de 2011

CUÍDAME. Mágnífico video.

Recomendable, Mucho, Mucho.

Vídeo de Pedro Guerra y Jorge Drexler.

La magia del afecto, del amor a tu hijo, al pequeño que aun no ves y solo palpas, al que tienes en tus brazos, al que miras, absorto, impresionado por tanta belleza. La magia de querer y dar, la felicidad en segundos, la máxima, la incombustible, la incomparable. La magia de amar en sentido pleno. Él, ella, contigo. Tú con ella, con él. A solas. En silencio, paseando, mirándoos. En la calle, en casa. Cogidos de la mano. Mirándoos. Abrazándoos. ¿Hay momento mejor? ¿Hay emoción más intensa? ¿Dónde vamos si no cuidamos lo esencial? ¿Dónde acabamos si trivializamos nuestra vida, si no damos la importancia debida a estos momentos? El trabajo, las prisas, nuestra propia vida. Pensar un poco en esto ayuda. La sensibilidad a flor de piel, sin ambages, sin bobadas, metida en el corazón, saliendo de él a borbotones, inundando el espíritu, el alma, la mente, el cuerpo, la vida, el espíritu. Tu y él, o ella. Solos, de la mano, para siempre el recuerdo, para siempre el momento, para siempre el instante. Ninguno igual. Insondable. Inconmensurable. Algo feérico, etéreo y, en todo caso, vivo, muy vivo.




Letra de la canción:

Cuida de mis labios
Cuida de mi risa
Llévame en tus brazos
Llévame sin prisa

No maltrates nunca mi fragilidad
Pisare la tierra que tu pisas
Pisare la tierra que tu pisas

Cuida de mis manos
Cuida de mis dedos
Dame la caricia
Que descansa en ellos

No maltrates nunca mi fragilidad
Yo seré la imagen de tu espejo
Yo seré la imagen de tu espejo

Cuida de mis sueños
Cuida de mi vida
Cuida a quien te quiere
Cuida a quien te cuida

No maltrates nunca a mi fragilidad
Yo seré el abrazo que te alivia
Yo seré el abrazo que te alivia

Cuida de mis ojos
Cuida de mi cara
Abre los caminos
Dame las palabras

No maltrates nunca mi fragilidad
Soy la fortaleza de mañana
Soy la fortaleza de mañana

Cuida de mis sueños
Cuida de mi vida
Cuida a quien te quiere
Cuida a quien te cuida

No maltrates nunca a mi fragilidad
Yo seré el abrazo que te alivia
Yo seré el abrazo que te alivia

No maltrates nunca a mi fragilidad
Yo seré el abrazo que te alivia


 




EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN EL ÁMBITO DE LA ATENCIÓN TEMPRANA


La evolución de los esquemas y modelos de intervención temprana en los últimos años ha circulado sensiblemente unida a la revisión y reformulación del concepto de diagnóstico en la primera infancia. Resulta complejo discriminar hasta qué punto este relato conjunto ha generado, desde su génesis, mutuas, densas y recíprocas influencias o, por el contrario, ha discurrido desde orígenes contextuales marcadamente diferentes, con esporádicas y tangenciales “invasiones” e “intoxicaciones” conceptuales e ideológicas.
Lo que sí parece incuestionable es que la reflexión sobre los procesos de diagnóstico e intervención en edades tempranas han determinado, en la actualidad, un eficaz y singular binomio que aglutina procesos significativamente holísticos. Hablar, así, de atención temprana es concebir ambos conceptos en un entorno que los engarza, haciéndolos consustanciales, intrínsecamente enlazados, unidos por un paradigma molar y globalista. Plantear las fases de diagnóstico e intervención fuera del marco, más amplio e integrador, de la atención temprana, supone un acotamiento simplista y molecular de todo un proceso que, sin embargo, debe alcanzar su verdadera dimensión en la secuencia de fases de su principal herramienta conceptual y metodológica, la evaluación psicopedagógica:
-          Recopilación de información.
-          Análisis e interpretación.
-          Elaboración de hipótesis.
-          Toma de decisiones.
-          Control y seguimiento.
(Sundberg, 1977; Carey y Cols, 1984; Pager, 1986; Silva, 1988)
Es el propio concepto de atención temprana el que articula todo este conjunto de actuaciones que, lejos de situarse en parcelas finitas, compartimentadas, especulativas y episódicas, nos muestra un continuum, un proceso flexible y coherente de decisiones recíprocamente significativas, relacionadas e integradas (Maloney y Ward, 1976). La tarea de evaluación en el marco de la primera infancia ha desarrollado, en la última década, una singular vía de reformulación del tradicional concepto de diagnóstico.  El propio discurso de intervención en el contexto de las alteraciones del desarrollo en los primeros años de vida determina un cambio de enfoque sustancial desde los años 80.
Los ejes de contenido que a continuación se citan, representan un conjunto de aportaciones que, desde distintos campos teóricos, aportan elementos de sumo interés para fundamentar cualquier ámbito de actuación en el marco de las ciencias sociales. Dichos ejes configuran, entre otros, algunos cuerpos vertebrales del aludido contexto de revisión y modificación conceptual, permitiendo esbozar, en su argumento, los eslabones de una reformulada filosofía diagnóstica en las edades tempranas:
1.- La revisión del concepto de minusvalía referido a la primera infancia y el acuñamiento de la denominación de “necesidades educativas especiales”  (Warnock, 1979; M. E. C., 1989).
2.- La dinamización de planteamientos sistémicos en el análisis del proceso de desarrollo en el ser humano (Bertalanffy, 1979; Bronfenbrenner, 1987) y su aplicación en el ámbito de los trastornos y alteraciones del desarrollo (Kornblit, 1984; Winton, 1986).
3.- La evolución de la relación “profesional” – “usuario” en ámbitos de orientación y asesoramiento (Winton, 1986; Cole y Siegel, 1990) y el enfoque teórico sobre la utilización y difusión del conocimiento (Havelock, 1971; Fullan, 1981; Huberman y Levison, 1984).
La definición de estos factores y aportes científicos esbozados viene suponiendo un proceso de engarce entre diferentes disciplinas, códigos, tendencias e ideologías, desarrollando todo un auténtico debate en la acción, un discurso de investigación en la práctica sobre el significado tradicional del binomio diagnóstico-intervención. Si hacemos un breve repaso a los ejes aludidos, intentaremos descentrar algunas claves del alcance conceptual y procedimental que atañe al contenido básico de este escrito: el proceso de evaluación psicológica en el ámbito de la atención temprana:
1.- La revisión del concepto de minusvalía referida a la primera infancia y el acuñamiento de la denominación de “necesidades educativas especiales” por el M. E. C. (1989) han puesto de manifiesto, entre otros muchos aspectos, las numerosas lagunas de sentido y contenido que se enmascaraban en el modelo de evaluación basado en el “handicap”: fundamentación básica en los factores deficitarios del comportamiento del niño, utilización prioritaria de criterios normativos, valoración de la disfunción como inherente al sujeto, no cuestionamiento del entorno y sistemas en que éste se desarrolla, orientación hacia postulados segregacionistas… La concepción basada en la diversidad y en las necesidades educativas especiales aporta, por el contrario, implicaciones de calidad al proceso de evaluación: atención a los aspectos positivos del desenvolvimiento funcional del niño, utilización del análisis de tipo criterial, observación y valoración del contexto, consideración de la alteración como una disfunción de carácter interactivo, utilización limitada de escalas y tests de desarrollo como elementos prioritarios del proceso, fundamentación en procedimientos como la observación natural, participante y sistemática, enmarque en una filosofía abierta, flexible y normalizadora.
De acuerdo, pues, con este discurso de revisión conceptual en pleno desarrollo, apreciamos la orientación hacia modelos de evaluación entendida como proceso, como relato de dimensiones y fases de tomas de decisiones intrínsecamente inseparables, como marco de investigación-acción permanente, como guión definido y redefinido constantemente en contexto interactivo.
2.- Resulta, asimismo, de sumo interés la sensible incorporación que viene produciéndose de concepciones de carácter sistémico en relación con el desarrollo psicológico y el hecho educativo en general, así como dentro del propio marco de la atención temprana en particular. En síntesis, la teoría de sistemas se engarza en la conceptualizaciones sobre desarrollo de la personalidad, relaciones entre ésta y el organismo biológico, y conexiones entre personalidad y medio (Salem, 1990). La documentación y aportación científica es tan rica y extensa en estos momentos, que se antoja complicado no verse influido por estos planteamientos, sea cual sea el marco referencial del que uno proceda. El mismo concepto de “necesidades educativas especiales” y el estudio de evaluación del proceso de integración en nuestro país ejemplifican, en sus dimensiones fundamentales como modelo y concepción, una óptica asentada en la teoría de sistemas (Marchesi, Echeíta y Martín, 1990). Idéntica consideración puede, por tanto, argumentarse sobre el proceso de evaluación que subyace a este paradigma y al que deviene de la introducción de planteamientos sistémicos en el ámbito del tratamiento de los trastornos del desarrollo en las primeras edades (Bassedas, Huguet, Marrodán y otros, 1991). “Hoy en día, cada vez son más los autores que acentúan la necesidad de evaluar el ambiente del niño excepcional y las interacciones que se producen dentro de dicho ambiente (Maloney y Ward, 1976; Eggert 1981; Wilkin, 1981; Martín, 1986; Juan de Espinosa y otros, 1987) (Benedet M.J., 1988)”. Del mismo modo, en relación al contexto de intervención temprana, Winton (1986) destaca la absoluta necesidad de diseñar y adecuar esquemas y estrategias de evaluación que aproximen al profesional a todo el cuerpo de preocupaciones, carencias y necesidades del entorno del niño deficiente, “significadas” en el propio comportamiento de éste, en sus propios logros y limitaciones. “Evaluar al niño solamente, equivale a limitarse a colocar una sola pieza de un rompecabezas (Fewell, 1983); significa menospreciar la compleja red de relaciones, comunicaciones e interacciones recíprocas que, en constante evolución, se producen en todos los sistemas que forman el contexto existencial, emocional y vital de todo ser en desarrollo (Ajuriaguerra, 1977; Watzlawick y Weakland, 1977; Kornblit, 1984). Evaluar, según esta concepción ecosistémica, supone un continuo proceso de reconocimiento, un modo singular de concebir, de percibir la tarea concreta de conocer, reconocer y comprender a otra persona; representa todo un constante esfuerzo de interpretación de la realidad pasada y presente en que se desenvuelve el sujeto evaluado, así como una cierta proyección de sus futuras opciones y posibilidades.
3.- Desde otra perspectiva, el conocimiento científico y la investigación en ciencias sociales viene aportando una serie de planteamientos que, sin duda, vienen a ofrecer renovados enfoques y alternativas al tema que está siendo abordado. Dos de estos planteamientos nos resultan de especial interés.
Por un lado, la reformulación del rol del profesional, desde posicionamientos de “especialista” (en un contexto de “superioridad”) hacia cauces y modos de actuar “colaborativos”.
“El criterio más decisivo para juzgar el éxito de la intervención psicopedagógica sería el grado en que puede lograrse que los clientes aprendan y apliquen por sí mismos procesos de resolución de problemas” (Cole y Siegel, 1990). La revisión crítica de los modelos lineales y directivos de orientación, asesoramiento, intervención, o más genéricamente, la resolución de problemas sociales, ha ido llevando a la búsqueda y establecimiento de nuevos conceptos y procedimientos en la tarea de asesorar. “Desde este planteamiento, ha ido adoptándose un modo de concebir el asesoramiento que cuestiona sus concepciones originarias, más propias de esquemas de “intervención de expertos”, y que postulan otras que reconocen la necesidad de negociar, colaborar y capacitar a los propios sujetos para su participación activa en la identificación y formulación de problemas, así como para su resolución adecuada, lo que requiere la puesta en juego de múltiples factores, variables, condiciones y estructuras” (Escudero, J.M. 1992).
Por otro lado, el enfoque teórico sobre la utilización, diseminación y difusión del conocimiento, aporta, en el momento presente, toda una suerte de reflexiones, un variopinto abanico de ideas que, bajo la óptica global de cómo difundir un cuerpo de conocimientos en constante renovación desde los “centros de producción del saber” hasta los “usuarios”, se ha convertido en una cuestión fundamental para muchos estudiosos y gestores de diferentes ámbitos sociales, la medicina y la política sanitaria, la organización empresarial y, por supuesto, la educación (Moreno, J.M., 1992). Desde la tesis iniciales de Havelock (1971) hasta los planteamientos más recientes de Fullan (1981) y Huberman y Levison (1984) venimos encontrándonos con esquemas que priman la utilización del conocimiento disponible en cualquier contexto de actuación y las relaciones de cooperación constante entre los “centros de producción” y el “usuario”, en la que una tercera instancia, el “enlace”, hace posible la transmisión de información en las dos direcciones (Moreno, J.M. 1992). Este tipo de concepciones, especialmente imbricadas en el ámbito educativo y en el marco de la que Huberman y Levinson (1984) denominan “teoría de las relaciones interorganizativas”, resultan de sencilla implicación en otros contextos sociales en los que se concretan relaciones entre “expertos-especialistas” y “usuarios”, y “contribuyen a colocar definitivamente en el pasado cualquier modelo e asesoramiento que se sitúe en una perspectiva de transferencia lineal del conocimiento especializado o de intervención unilateral por parte del experto” (Escudero, J.M. 1992). La posición del profesional que plantea su intervención desde una óptica no participativa, carente de cauces adecuados de difusión del conocimiento, “arrinconado” el conocimiento disponible del “usuario” y olvidando la capacitación de éste en cualquier ámbito de un proceso de resolución de problemas, se antoja, desde el marco que cimenta este conjunto de reflexiones, seriamente necesitada de revisión y formulación. No exponemos aquí un reto de consecuencias imprevisibles y descontextualizadas. Abogamos por el afianzamiento de procesos de autoevaluación de nuestro discurrir profesional y especializado, por la estructuración de modos y maneras de hacer coherentes con el objetivo final a desarrollar, por la generación de modelos de competencia y capacitación de cualquier “sistema-usuario”.
Resulta obvio que, en base a planteamientos de esta naturaleza, el profesional inmerso en procesos de evaluación psicopedagógica debe recoger en sus esquemas y paradigmas habituales de actuación, procedimientos y estrategias que clarifiquen, vehiculen y faciliten el reconocimiento e identificación de necesidades por parte de los propios usuarios, de los directamente implicados en la situación a evaluar. Absolutamente relacionado con este tipo de consideraciones, y en pleno relato de revisión, se encuentra el papel de los padres y familia en el proceso de evaluación y habilitación precoz de sus hijos dentro del ámbito global de la atención temprana. En definitiva, y después de casi veinte años de desarrollo de experiencias, se está en disposición de pasar de un modelo basado en el control absoluto por parte de los profesionales (con escasas referencias al contexto familiar, sus necesidades y preocupaciones, e implicando sentimientos de la incompetencia y falta de confianza en los propios padres), a un modelo que asienta sus bases esenciales en los contextos de colaboración recíprocas entre padres y profesionales, siendo considerados aquéllos como usuarios de un servicio con suficiente capacidad y competencia para opinar, seleccionar y decidir lo que considera más adecuado para ellos, su hijo y el entorno familiar en su totalidad.
El papel del profesional ve desvanecer su rol de “superespecialista” en aras de un modo de actuar basado en la negociación en todas las etapas del proceso de toma de decisiones (Buceta y Torrado, 1991). Este modelo especifica una nueva manera de concebir la comunicación entre padres-familia y profesionales (Cunningahm y Davis, 1988), el balance de responsabilidades y, por supuesto, la participación protagonista de aquéllos en función de la situación concreta que experimentan, la propia elaboración de la misma y los mecanismos de ajuste que, en colaboración con el profesional, van articulando de todo el proceso (Winton, 1986).

CONCLUSIONES
La revisión sobre las influencias teóricas y experienciales que, desde nuestra óptica, pueden verse relacionadas con la habitual manera de concebir la práctica profesional y, en concreto, la tarea de reconocer e interpretar de forma continua un determinado ámbito en el marco de los procesos de resolución de problemas, tiene como objetivo generar un discurso de reflexión sobre la triada formada por los paradigmas de acción desarrollados en la práctica, los resultados obtenidos y el conocimiento científico puesto al servicio de la consideración sobre unos y otros. En las coordenadas de actuación de la intervención psicopedagógica, en todos los ámbitos y correlatos de la misma, pueden y deben concretarse procesos de revisión y reformulación constante. El campo de preocupaciones que inspira este conjunto de consideraciones, el propio de la Atención Temprana y de “entramado” que debe darse sentido a ésta, el proceso de evaluación, tiene, desde nuestro punto de vista, una configuración y relevancia que precisa de la incorporación de conceptualizaciones que, si bien inspiradas en diferentes marcos teóricos, aportan lineamentos de importante y significativo contenido de base.
Una esquemática recapitulación y avance de los argumentos prácticos que emanan de los planteamientos revisados, resume algunos de los elementos esenciales que, a nuestro juicio, deben configurar el esqueleto de un proceso de evaluación psicopedagógica en el ámbito de la atención temprana:
1. Debe tener un carácter contextual básico: todo proceso de evaluación debe incluir como elemento prioritario la valoración del entorno en que habitualmente se desenvuelve el niño.
2. Debe implicar el conocimiento de las necesidades del entorno familiar y recoger el análisis de los diferentes sistemas y subsistemas que están relacionados con el niño.
3. Ha de estar fundamentado y dirigido hacia los aspectos positivos del comportamiento del niño, hacia competencias, identificando sus recursos individuales y capacidades funcionales, así como los elementos significativos del contexto.
4. Ha de fundamentarse en valoraciones de tipo criterial más que normativo.
5. Ha de utilizar como instrumento básico la observación en situaciones reales, interactivas y sociales, incluyendo modalidades de observación participante (Woods, 1987) y sistemática (McIntre y McLeod, 1986). Debe servirse de tests y escalas de desarrollo como elementos complementarios, nunca prioritarios ni fundamentales del proceso de valoración, control y seguimiento (aportan resultados cuantitativos, presentan una relación indirecta con los programas de habilitación, se administran en situaciones no “ecológicas”, evidencian un valor predictivo dudoso…)
6. Ha de considerarse como un proceso continuo, interactivo y autocorrectivo, que precede, acompaña y sigue a la introducción de programas de habilitación.
7. Debe incorporar paradigmas y esquemas que capaciten y generen competencia en el “sistema-usuario” para el desarrollo de cauces de autoevaluación y toma de decisiones en colaboración con los profesionales.
8. Debe favorecer la utilización del “conocimiento disponible” que atesora el “sistema-usuario”, sus concepciones de la problemática a evaluar, sus análisis, interpretaciones y principales respuestas reorganizativas.
9. Debe potenciar los cauces de difusión y diseminación del conocimiento experto hacia el “sistema-usuario”, procurando generar en éstas respuestas propias, relevantes y competentes.
10. Debe facilitar la instauración y mantenimiento de cauces y procesos de mejora y evolución “desde dentro” del “sistema usuario”.


José A. Luengo Latorre
Juan C. Torrego Seijo
Rodrigo J. García Gómez


BIBLIOGRAFIA

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BENEDET, M.J. (1988): “La evaluación en Educación Especial”, en Manual de Educación Especial, pág. 220-257. Anaya. Textos Universitarios.
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Publicado en  la revista "Polibea", nº 30. Año 1994.

ADAPTACIÓN, INTERACCIÓN Y COMUNICACIÓN EN EL RECIÉN NACIDO


JOSÉ ANTONIO LUENGO

Los primeros 30 días en la vida del niño: reflexiones sobre su significatividad biológica, emocional y afectiva

Las singulares formas de comunicación entre el bebé y el contexto en que éste empieza a desenvolverse y con el que interactúa sin cesar desde los primeros momentos de su vida extrauterina han sido habitualmente tratadas e investigadas desde todas las perspectivas y disciplinas que, de uno u otro modo, han ido “encontrándose” con el tema en cuestión.

Con frecuencia, se alude a los primeros meses como un lapso de tiempo (un tanto indefinido), como una etapa en la que van a emerger las principales y más esenciales manifestaciones del ser humano como sujeto percibiente, emisor de información y, ante todo, interlocutor progresivamente experimentado.

Si revisamos cualquier entramado teórico que argumente ideas y conceptos sobre estos primeros meses, no tardaremos en reconocer la trascendencia que, explícita o implícitamente, otorgan a tales momentos vitales. Esos primeros meses “mágicos” en el devenir de desarrollo integral del niño hacen fundamentalmente referencia al período comprendido entre el primer y el octavo mes de vida, los correspondientes al segundo y tercer estadios estructurados en la teoría de Piaget sobre las etapas del desarrollo sensomotor. En este breve conjunto de reflexiones, vamos a enfocar, sin embargo, los primeros días de vida, esos treinta iniciales peldaños de toda la escalera experiencial del niño. Influidos, sin duda, por nuestro cotidiano hacer, las personas que trabajamos en contacto con recién nacidos, que articulamos estrategias para conocerlo, que vertebramos modos y maneras para comprender mejor sus delicados esquemas vitales y comportamentales, objetivamos, en el primer mes de la vida de un niño, todo un sustancioso brote de observaciones y valoraciones que, lejos de servir exclusivamente de puente hacia estadios más evolucionados desde el punto de vista madurativo, presenta una significación absolutamente diferenciada y definida, constituida e integrada.

Basta un repaso a los completos protocolos de evaluación del neonato, para poder comprobar lo diversificados e interesantes que son los patrones conductuales objetivados, la significatividad de sus esquemas en las relaciones empático-relaciones con los “objetos referenciales” del entorno, “la maravilla del proceso filogenético”. Si valoramos detenidamente todas y cada una de las manifestaciones conductuales del niño en las 4 primeras semanas de vida, podremos determinar claramente cómo cada una de ellas, inscrita inicialmente en un repertorio no adquirido, obra un poderoso efecto en el medio que cuida y mima sus más recónditos “pronunciamientos”. Un breve repaso a ese crisol de respuestas denominadas “reflejos” (y más reciente clasificados en tres categorías: reflejos, sinergias y automatismos (*), nos dará la pauta para argumentar hasta qué punto un conjunto de movimientos más o menos amplios, con mayor o menor implicación de segmentos corporales, puede suponer un entramado interactivo evidente y sensiblemente útil. No podemos dejar pasar de lado que la primera de las instancias evolutivas que “hacían necesaria” la aparición de los reflejos como pautas innatas de comportamiento, es decir, la supervivencia del individuo en los primeros momentos de su vida, ha dejado de representar hoy en día su protagonismo indiscutible. El automatismo de succión que trae consigo el neonato, no supone, así, un elemento fundamentar de supervivencia (su ausencia puede ser compensada, en este sentido, por métodos alternativos para garantizar la alimentación y nutrición del bebé). Lo propio puede argumentarse de otras pautas innatas como el reflejo de deslumbramiento o los de orientación a la luz. E idéntica consideración podemos establecer si constatamos la dinámica de la sinergia de Moro, de la tónica-flexora o de los automatismos nociceptivos o locomotores.

¿Qué aporta así esta compleja red de conductas no adquiridas, emergentes de un sistema nervioso aún inmaduro e inexperto, que va a enfrentarse drásticamente con un entorno “inmerso, basto e inicialmente indiscriminado”? ¿Qué atesora esta matriz de conductas y comportamientos futuros, este engendro de actividad viva y persistente? ¿Qué engarce tiene la conducta del bebé durante sus treinta primeros días de vida con todo el componente empatito, afectivo y emocional que le rodea, envuelve y protege?

Piaget e Inhelder aportan una valoración técnica de estos esquemas de conducta iniciales y objetivan una explicación constructivista específicamente representativa de sus fundamentos generales. Los reflejos del recién nacido resulta sumamente importantes como esquemas previos que, en función del ejercicio y la práctica, irán conformando pautas de acción progresivamente más elevadas desde el punto de vista funcional y adaptativo. Aglutinan, así, las condiciones de primeros “ladrillos”, iniciales cimientos sobre los que ir montando, organizando y matizando actos más complejos de inteligencia práctica. Desde las “formas innatas” de conducta vienen, pues, estructurándose las primeras adaptaciones adquiridas, los primeros hábitos, los primeros brotes de perfeccionamiento de esquemas sensomotores aislados, las primeras coordinaciones entre varios esquemas. Poco a poco, y sin solución e continuidad, irán organizándose, asimismo, comportamientos progresivamente más intencionales y proposititos. Aparecerán en este devenir circular, los rudimentos del juego y la imitación, la invención de medios nuevos a través de combinaciones mentales.

Pero, ¿Qué otros elementos se encuentran detrás y en la base de esas pautas instintivas? ¿Qué otras respuestas pueden ir argumentando las cuestiones que acabamos de concretar? ¿Qué nos aporta la vivencia práctica de interacción y contacto con padres, madres y sus hijitos e hijitas?

¿Qué sienten y piensa un padre cuando ve a su bebé de cinco minutos de vida agarrarse con fruición al pezón del pecho de su agotada pero entusiasta madre? ¿Qué siente y piensa esa adre cuando nota que de sus senos, y bajo el influjo de unos labios carnosos y chiquitos, mana el más preciado de los alimentos?

¿Qué siente y piensan cuando le ven “andar” con la leve ayuda del médico que le coge por las axilas?

¿Qué sienten y piensan cuando le observan “asustarse”, abrir y extender sus brazos, para terminar ejecutando un enérgico abrazo, al efectuar el médico una rara maniobra dejando caer su cuellecito después de elevarlo levemente de la cama?

¿Qué siente y piensan esos padres cuando, días después, ya en casa, observan absortos cómo su hijito busca con anhelo el pezón que, intencionadamente juguetón y vivaracho se le mueve entre los labios cuando aquél intenta succionarlo?

¿Qué sienten y piensan esos padres cuando observan detenidamente cómo su bebé “agarra” fuertemente el objeto que se le ha colocado en la palma de la mano?

¿Qué siente y piensan? ¿Qué pasa por sus mentes, revolucionadas y ansiosas ante cualquier acontecimiento, cualquier situación en la que se ve implicado su hijo? ¿Qué puede recorrer sus mundos emocionales y afectivos cuando le oyen llorar, necesitado, sin duda, de alguna atención propia de los primeros días de vida? ¿Qué pueden percibir y sentir cuando, apenas transcurridas dos semanas, observan maravillados la “primera manifestación de alegría” explícita, con la emisión de una sonrisa incipiente?

Es complejo, extremadamente difícil, intentar explicar con palabras la articulación del mundo afectivo y sensitivo de aquéllos que han tenido y tienen la suerte de vivir esas mágicas experiencias. Tal vez sientan que su hijo trata de decirles, algo, de comunicarles cómo empieza a entender el mundo en el que ha nacido, de expresarles sus cosas, sus sentimientos, sus particulares maneras de reconocer los objetos, las personas, su propio cuerpo. Tal vez piensen que su hijo les entiende y comprende. Tal vez le vean como un ser humano capaz de regular, matizar y hasta refinar su propia conducta de padre o madre responsable. Tal vez, sólo tal vez, esas conductas teóricamente no intencionales, no propositivas, no adquiridas, supongan el rápido e inmediato engarce afectivo entre los papás y ese pequeño que acaba de asomar entre las piernas de la emocionada y dolorida madre. Tal vez no supongan el elemento indispensable para su vida física, pero sí una variable de valía incalculable para su vida psíquica de relación, empatía y comunicación con su mundo de “objetos referenciales”. Tal vez, seguro que sí, Piaget, Inhelder y sus renovados seguidores tengan toda la razón sobre la importancia de los reflejos como elementos básicos de organizaciones más complejas, sobre su ejercitación y ganancia funcional y adaptativa.

Tal vez, asimismo, deba ser valorada la idea de que las primeras instancias comportamentales, ese conjunto de pautas innatas de acción, ese conglomerado de respuestas que el sistema nervioso facilita de modo absolutamente reflejo en el primer mes de la vida de un niño, sirvan para hacerle más “humano”, más propositivo, más intencionado y, por ende, más comprensible y entendible a los ojos del adulto.

J.A.L.

(*) “Dentro del apartado “reflejos” se pueden distinguir tres categorías. La primera lo constituyen los reflejos comprendidos como la forma más primitiva de actividad motriz, ya que pueden sustentarse en dos unidades funcionales; dentro de este grupo se estudian los reflejos superficiales y profundos de la Neurología clásica, cuya importancia en Neurología evolutiva es un tanto accesoria, y desde luego menor que las otras dos categorías de actividad motriz que vamos a enunciar: los automatismos y las sinergias, cuya separación conceptual establece en sus trabajos LAMOTE DE GRIGNON, si bien otros autores engloban dentro del grupo común de reflejos.

Los automatismos corresponden a una forma de actividad, cuyo sistema funcional está organizado sobre estructuras congénitas complejas. Son los de nutrición, el nociceptivo y el locomotor. Las sinergias son formas de actividad motora que se encuentran en una posición intermedia entre los dos anteriores, ya que en ellos el tiempo de latencia entre el estímulo y la respuesta es más lenta que en los reflejos, y, por otra parte, no darán lugar con el tiempo a pautas “instintivas más elaboradas, como los automatismos, sino que se irán disolviendo. Dentro de este grupo ocupa lugar preferente la sinergia de MORO (reflejo de Moro o de brazos en cruz), con sus dos componentes: braquial y crural, la tónica flexora de la mano (grasping-reflex) y la tónica flexora de pie, junto a las oculocefalogiras, completan el grupo de la sinergias”.

(CAMPOS CASTELLO, Jaime: Metodología y técnica del examen en neurología evolutiva, Madrid, 1970)

Publicado en la Revista "Infancia", 8. Julio/Agosto, 1991

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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