15 de diciembre de 2011

CRIANZA SALUDABLE: PRESENTE Y FUTURO DE NUESTROS BEBÉS



José Antonio Luengo

Tenemos que dar pasos sustantivos para calibrar verdaderamente sus necesidades y adecuar las respuestas del mundo adulto a las mismas. ¿Estamos haciendo bien las cosas con el trato que dispensamos a nuestros pequeños en el contexto de desorden y caos de tiempo y posibilidades de atención del que estamos dotados los padres en la sociedad actual?

Las medidas adoptadas para atender y tratar las necesidades de nuestros pequeños y adolescentes suelen definir, de hecho, protocolos de marcado cariz compensatorio de los impactos y efectos poco deseables generados a partir de lo que podría entenderse como sobreocupación del mundo adulto. Tiempos, espacios, ritmos, organización, todas ellas variables puestas al servicio de la sociedad productiva. Las necesidades de la población infantil y adolescente son abordadas de manera subsidiaria, a los efectos de equilibrar y compensar las importantes carencias de tiempo del mundo adulto para afrontar las incuestionables responsabilidades de atención, cuidado y educación de los hijos.

Parece difícil negar la evidencia. Los tiempos de relación, comunicación e interacción en el seno de las familias se han visto sustancialmente reducidos como consecuencia de la imperiosa satisfacción de las crecientes necesidades emanadas de la actual estructura y organización social. Las responsabilidades de cuidado, atención, escucha, relación y educación de los más pequeños se ven afectadas de manera negativa y son derivadas con demasiada frecuencia a los servicios educativos y de apoyo extraescolar diseñados y organizados por las Administraciones, organizaciones o entidades implicadas en sectores de naturaleza social o educativa. Sin perjuicio de las necesidades formativas de los menores en un mundo cada vez más competitivo (que, sin duda, pueden justificar el diseño y desarrollo de actividades complementarias y extraescolares para nuestros menores -deporte, tecnologías de la información, enseñanza de idiomas...- el tiempo de presencia de los menores en los referidos servicios debe en cualquier caso ser analizado y valorado, siempre en el marco de reflexión sobre los efectos que la creciente y sustantiva delegación de las anteriormente citadas responsabilidades pueden producir en aquellos y en la configuración futura de nuestra propia sociedad. No se trata de poner en duda  la calidad que pueden atesorar los servicios de cuidado, atención y educación de los más pequeños desde los primeros meses de edad o de los planes de actividades extraescolares en periodos de escolaridad obligatoria; no debe obviarse la preocupación de las Administraciones por propiciar el mejor entorno o el desarrollo de prácticas adecuadas y profesionales. No obstante, existen determinadas variables del formato de respuesta actualmente acuñado que pueden ser cuestionables. Entre otras, tal es el caso de:
-          Equilibrio entre necesidades de adultos y menores: ¿Cuáles priman?
-          Tiempo de asistencia o presencia de los menores en los mencionados servicios: ¿Dónde ponemos el límite?
-          Grado de participación de los padres en su diseño, gestión y desarrollo: ¿Existe?
-          Satisfacción real y efectiva de necesidades intrínsecamente relacionadas con el crecimiento y desarrollo de los más pequeños y jóvenes: ¿Se cubren adecuadamente?
-          Proporcionalidad entre medidas para favorecer el cuidado de los hijos e iniciativas para favorecer la atención, cuidado y educación de los hijos por los progenitores sin merma de condiciones sociales, laborales y económicas en los dos primeros años de vida del niño: ¿Es real?


A continuación se expone una publicación de interés notable sobre crianza, cuidado, atención y educación de los más pequeños

Publicada en el libro "Acción y políticas de apoyo a las familias. Crianza, atención a la dependencia y fecundidad". ed. Hacer. Barcelona , 2011. Demetrio Casado (director)

Autora: Mª Jesús Sanz Andrés
Psicóloga. Especialista en Atención Temprana

1.  La crianza, primera función biopsicosocial de las familias

Las funciones que las familias desempeñan han sido objeto de estudio por parte de diferentes disciplinas y de atención por parte de los políticos y de la propia sociedad que siguen viendo en ellas, sea cual sea su forma, una de sus bases principales. Si cabe, este interés se ha multiplicado en los últimos años debido a los cambios sociales y demográficos que están ocurriendo y que deben hacernos reflexionar acerca de cómo hacer compatibles las funciones necesarias que las familias llevan a cabo, algunas de ellas básicas para la conservación de la especie, con dichos cambios. La infancia es el grupo que probablemente se ha visto más afectado por estos cambios, especialmente en cuanto al descenso alarmante de la natalidad y los cambios en los modos de crianza en los primeros años de vida.
Una vez nacidos los hijos, la primera de las funciones básicas es su crianza. Anteriormente identificada con la lactancia, actualmente se entiende como un proceso más complejo e importante que abarca funciones relacionadas con lo biológico, como mantenimiento y desarrollo de la vida del niño, pero también con el nacimiento del psiquismo y con su incorporación a la sociedad. De ahí su carácter bio-psico-social.
Se puede definir la crianza como el proceso a través del cual los padres (u otro adulto que asuma las funciones de éstos) cuidan a sus hijos dándoles la posibilidad de desarrollarse e integrarse en el grupo social.
Este proceso también es común a muchas especies animales que lo llevan a cabo con sus crías, siendo más intenso y duradero cuanto mayores implicaciones tiene la especie con un desarrollo social o cuanta mayor incidencia tiene el aspecto social para la supervivencia de la cría.

 La cría humana es una de las más inmaduras al nacer precisando de una atención parental más extensa en el tiempo y, por supuesto, más compleja que otras especies. Su crianza, comparada con la de los mamíferos superiores, ocupa un periodo de tiempo bastante más largo. En este texto no voy a reflexionar sobre todo el periodo al que se podría llamar crianza sino sobre la fase más importante de la vida humana desde el punto de vista del desarrollo físico y psicológico: los primeros años de vida, y las funciones que la familia o los padres llevan a cabo durante la misma. Este periodo está considerado como uno de los más sensibles del desarrollo del ser humano y por tanto de la crianza.

Siendo la crianza una tarea propia de los padres, tiene a su vez un fuerte componente social al tratarse de los futuros ciudadanos. Los padres se van a ver influidos positiva o negativamente para llevarla a cabo de una forma saludable según sean los apoyos con los que cuenten. La decisión de traer un hijo al mundo, quizá una de las más privadas que haya, se convierte en parte en un asunto público desde el momento en que el futuro de una sociedad va a depender cuantitativa y cualitativamente de estos nuevos miembros.

Este asunto ha preocupado a profesionales y políticos desde hace tiempo y se han implantado políticas y actuaciones que en teoría debían ayudar a los padres en la crianza de sus hijos, aunque no siempre han conseguido este resultado.
Quizá lo negativo de estas actuaciones es que tienen escasamente en cuenta el interés de los bebés siendo éstos considerados como un bien más dentro del modelo productivo. Pareciera que, socialmente, se piensa en ellos como la futura fuerza de trabajo, productores de riqueza y mantenedores del estado de bienestar y que lo importante es que nazcan, vivan y se preparen para ese destino. No se suele dar importancia a la calidad de ese proceso de crecimiento, al menos en los primeros años de vida. Por otra parte, las actuaciones políticas que se pongan en práctica influyen en la demanda sobre las soluciones a las necesidades, a lo que hay que añadir la influencia de una serie de prejuicios heredados de nuestro pasado que parecen llevarnos a respetar más los derechos de los adultos que los de los niños pequeños.
Sin embargo, cómo criemos a nuestros bebés hoy determinará buena parte de los problemas que la sociedad tenga en el futuro, si no lo hacemos adecuadamente.

Es conveniente, por tanto, y es el principal objetivo de este texto, conocer la importancia de lo que ocurre en este periodo de la vida del ser humano, los dos-tres primeros años, para poder tomar posición sobre lo que puede significar una crianza saludable y sobre los apoyos que las familias pueden necesitar para llevarla a cabo. Por otra parte, conocer estos primeros pasos de la formación del psiquismo y del surgimiento a la vida social, ayuda también a comprender las dificultades que pueden tener para superarlos adecuadamente los bebés con mayores condiciones de vulnerabilidad, como es el caso de los bebés con discapacidad o los niños cuyos padres tienen problemas psicológicos o sociales significativos.

La Sociología se ha interesado por la crianza en general desde el punto de vista de lo que supone como tiempo empleado por las familias o sobre los usos y costumbres para llevarla a cabo y sus cambios. Pero este punto de vista no es suficiente para aportar nuevas soluciones a las formas de crianza. Debemos acudir a la Psicología, a la Psiquiatría, a la Fisiología y a la Neurociencia, para captar la importancia de los primeros años de vida en el futuro del individuo, conocer los procesos que ocurren en este periodo y sus posibles desviaciones según actúen las influencias externas.

Como Gerhardt (2008) apunta, para conceder la debida atención al desarrollo del ser humano en los primeros años de vida y a la influencia de los que le rodean en dicho desarrollo, ha sido necesario que se aplicara a la psicología la importancia del feedback en el mantenimiento de los sistemas, que avanzaran los conocimientos sobre el desarrollo cerebral y que las emociones hayan por fin podido entrar dentro del campo científico a través de la neurociencia.

Por otra parte, los derechos reconocidos a los niños y niñas  por la Convención de los Derechos del Niño (20 de noviembre, 1989, Naciones Unidas), remiten obviamente a la satisfacción de sus necesidades. Lógicamente los padres no pueden resolver todas las necesidades de los niños, pues los estados y la sociedad, con sus responsabilidades propias, deben hacerse cargo de algunas de ellas. Pero una parte importante de estas necesidades corre de cuenta de los padres, ya que a ellos atribuye la citada Convención la responsabilidad de la crianza teniendo siempre en cuenta el mejor interés para el menor. Señalemos que la propia Convención determina que, precisamente por el carácter social que también reviste la crianza, los padres  deberán ser apoyados en esa tarea por los estados. En su Preámbulo reconoce a la familia como el medio natural para el crecimiento y bienestar del niño, y menciona la necesidad de un ambiente de felicidad, amor y comprensión, para que éste logre un pleno y armonioso desarrollo de su personalidad. Con ello parece recoger sencillamente lo que la mayor parte de los humanos pensamos, deseamos y tratamos de procurar para nuestros hijos, que a la vez es  para lo que la biología nos ha dotado de potencialidades.

Según Barudy y Dantagnan (2005) las necesidades de los niños son, de forma resumida:
-          necesidades fisiológicas: vivir y tener buena salud, ser alimentado adecuadamente, estar protegido de peligros, recibir asistencia médica.
-          necesidades vinculadas al desarrollo psicosocial: tener lazos afectivos seguros y continuos; ser aceptado por sus padres, que le amen incondicionalmente; necesidades cognitivas como son la de estimulación, la de experimentación, la de refuerzo y por último las necesidades sociales y de valores que les permitirán inscribirse en un grupo o comunidad, desarrollando un sentido de pertenencia y participando de sus dinámicas relacionales.

Estas necesidades cursan de forma simultánea y cambiante según las diferentes etapas del desarrollo y se influyen mutuamente. Es sabido hace tiempo que una deficiente alimentación puede acarrear dificultades en el área cognitiva, o cómo una privación afectiva podría incluso acabar con la vida. Así, lo fisiológico y lo mental han de ir desarrollándose en el marco de las relaciones con los demás, y en los primeros años principalmente con los padres. En efecto, los modos de apego pueden codeterminar los circuitos neuronales en formación de tal forma que lo psicológico puede afectar a lo biológico (Gerhart, op. cit.; Cramer, 1999)

2. El desarrollo psicosocial en los primeros años de vida

En la especie humana, el bebé debe realizar una serie de avances en los tres primeros años de vida que, una vez superado este periodo, den lugar a las bases de lo que será en un futuro. Son años fundamentales para la formación del psiquismo y para el aprendizaje social, si bien el ser humano afortunadamente puede seguir modificando su psiquismo a lo largo de su vida. De ahí que defendamos que la crianza sea saludable, es decir, que el bebé reciba el “alimento” necesario para que los futuros adultos no sólo crezcan y adquieran habilidades instrumentales sino, y sobre todo, unas bases sólidas de salud mental. Desde el campo de la Psiquiatría infantil y del adulto nos llaman la atención precisamente para que reflexionemos sobre el aumento de ciertas patologías en los jóvenes y edad adulta y de los trastornos de conducta en la infancia.

El desarrollo del ser humano, y de manera especial durante los primeros años de vida, se produce en el marco de las relaciones afectivas, del apego que establece con sus  cuidadores. La teoría psicoanalítica y la interaccionista, encabezada por Bowlby, han sido las que más se han preocupado por el estudio de estas primeras relaciones como base de la formación del psiquismo y de los modelos de relación, aportando análisis sobre las tres principales variables de este proceso: el bebé, la madre (o figura de cuidados, en adelante se entenderá como términos equivalentes) y la propia  interacción.

Está admitido que el proceso de convertirse en persona, incluidas las actividades intelectuales, es únicamente viable en situaciones de interacción social. Desde esta concepción sabemos que el desarrollo del niño se lleva a cabo en el marco de una relación afectiva con la madre o figura de cuidados. Hasta tal punto esto es así que Winnicott (1980) formulaba que no hay ser humano sin cuidados maternos. La madre proporcionaría, según este autor, un ambiente facilitador “un ambiente en el que los procesos naturales de crecimiento del bebé y sus interacciones con lo que le rodea puedan desarrollarse según el modelo que ha heredado…poniendo así las bases de la salud mental del individuo” (p. 43)

El bebé al nacer lo hace con una serie de competencias, con una serie de conductas, en un inicio reflejas, que le sirven para interactuar con el entorno y para ir organizando la información que le llega del mismo. El bebé al comienzo de su vida ocupa gran parte de su energía en recobrar la homeostasis ayudado por sus cuidadores. Cada vez que recupera el equilibrio obtiene para sí lo que Brazelton (1979) llamó “sentido de la competencia”, tomando el concepto de White, que hace que estos patrones de funcionamiento progresivamente se vayan fijando. Considerando esta realización de la competencia como uno de los tres motores del desarrollo (la maduración del sistema nervioso central y autónomo y el refuerzo del ambiente, son los otros dos) el cierre del círculo desde el desequilibrio a la homeostasis actúa como un organizador del sistema nervioso central.

Paralelamente al potencial del bebé los padres en condiciones normales también están preparados para responder a su hijo. Este mismo círculo reforzante se produce en ellos que obtienen así su sentido de la competencia, con lo que se ven reforzados como padres procurando para el  niño más  momentos de interacción.

Si la interacción marcha normalmente los padres se sentirán cada vez más seguros como padres y podrán ir aumentando su ayuda al niño para vencer situaciones de estrés y conseguir nuevos equilibrios. Haciendo un breve resumen, los principales autores que han estudiado las capacidades de los bebés para establecer el apego han relacionado como las fundamentales: la mirada, el llanto, la sonrisa, el dialogo vocal, el movimiento y el tono corporal. A estas conductas de los bebés respondemos los adultos de forma natural reforzando la conducta de apego.

De parte del bebé también debemos contar con sus variables constitucionales sobre las que se asientan entramados más complejos de la interacción. Serían lo que llamamos carácter o temperamento del niño, que los padres enseguida identifican y describen, y que moviliza en ellos diferentes fantasías induciéndoles a realizar atribuciones al niño, tejiendo así la base de su identidad. Por ejemplo, según describieron Thomas y Chess (1977), éstas son: la ritmicidad o regularidad en las funciones como la alimentación, los periodos vigilia/sueño, el umbral de respuesta a los estímulos, el grado de energía en sus repuestas, la facilidad para captar su atención etc.

Existen bebés fáciles de criar, fáciles de entender, que revierten en los padres a nivel narcisista satisfacción y confianza en sí mismos como padres. También bebés difíciles, irritables, con poca capacidad de respuesta, que incidirán de forma negativa en sus padres. Por eso es necesario conocer el temperamento de un bebé, para acoplarnos lo mejor posible a su realidad y no realizar sobre él atribuciones negativas.

La madre aporta su bagaje a la interacción: su personalidad previa, su grado de madurez, sus identificaciones con sus propias figuras de cuidado, la interiorización de experiencias y lazos positivos que ella a su vez ha tenido. Estas interiorizaciones podrían equipararse a lo que Stern (1981,1998) llamaba “redes-de-modelos-de-estar-con” que se completan no solo con lo vivido anteriormente sino también con otras influencias actuales culturales, teorías, opiniones. Los padres también tendrán conflictos propios sin resolver y el bebé podrá ayudar a que éstos tengan otra oportunidad de resolución. Todo ello forma parte del “relato” o la historia que los padres proporcionan al niño y de su individualidad.
Los factores del entorno realizan su aportación y pueden facilitar la relación o entorpecerla: situación económica, apoyos con los que cuentan los padres y el papel del padre. Las condiciones sociales, sociopolíticas o socioeconómicas representan un factor de riesgo, si son carenciales, para que las relaciones padres-hijos se desarrollen de forma positiva (Marrone, 2009).

Si nos referimos a la propia interacción como variable del establecimiento de los vínculos, diremos con Stern (1998) que ésta hace referencia a la conducta manifiesta de respuestas encadenadas madre-bebé y por tanto es observable. Una de las características de la interacción es la influencia mutua de los participantes en la misma. Cramer y Brazelton (1993) señalan la simetría, la sincronía y la contingencia como los aspectos principales de la interacción. Para Stern, Golse et alt. (1997) la interacción de calidad debe reunir las siguientes características: disponibilidad emocional, empatía, regularidad, continuidad y previsibilidad de los contactos. Es decir, el adulto respeta el umbral de estimulación del bebé, toma en cuenta sus características individuales, se adapta a los ritmos del bebé y le responde con respuestas no eventuales, con respuestas que “dan resultado”, emitidas de forma inmediata, permitiendo al niño asociarlas a su conducta. El niño aprende así que sus acciones tienen efectos en el exterior.

Como antes he señalado, el bebé enfrenta frecuentemente estados de desorganización, por ejemplo cuando tiene hambre u otra necesidad, la madre suele comprender esta situación y más allá de la pura alimentación, le consuela, le habla, le coge. La experiencia estresante se convierte en experiencia soportable y permite que el bebé pueda representarse la figura del exterior que le ayuda a la reorganización así como “anticipar” que esa atención va a ocurrir en el futuro creando un sentimiento de confiabilidad y seguridad (Ciccone, 1997).

Si con frecuencia no hay un adulto disponible o la respuesta se demora en el tiempo o le ofrece una respuesta desajustada con sus necesidades, el niño puede caer en un estado de apatía o siente que todo ocurre al azar viéndose imposibilitado para desarrollar un apego seguro. La contingencia es básica no solo desde el punto de vista narcisista y de la seguridad afectiva, sino también desde el punto de vista del aprendizaje pues es la respuesta contingente la que crea en el bebé la motivación para producir nuevas conductas que llevan a nuevos aprendizajes.

Pero la contingencia está necesariamente ligada a la identificación casi total que la madre hace con el bebé y que le permite “saber” lo que el bebé necesita en cada momento. Lo que Winnicott (op. cit.) llamó “preocupación maternal primaria” y que según él no sería algo que se puede aprender ni enseñar porque procede de ese estado de identificación que ha creado el amor al bebé ya desde el embarazo.

Las relaciones afectivas tienen a su vez un trasfondo fisiológico. Según Gerhardt (op. cit.) las miradas cariñosas y placenteras de padres y bebé entre ellos desencadenan reacciones químicas cerebrales que proporcionan placer y ayudan a crecer al cerebro social, con una actividad bioquímica  muy activa los dos primeros años. Desde el punto de vista fisiológico, el bebé depende mucho de la madre, de su leche pero también para regular su frecuencia cardiaca y su tensión arterial así como su defensa inmunitaria. El contacto físico con la madre regula así mismo la actividad muscular y el nivel hormonal. Cuando la madre alimenta al bebé su cuerpo lo mantiene caliente y, acariciándolo, la madre hace que disminuyan las hormonas del estrés. En estos conocimientos es en los que se basan los cuidados de los niños prematuros como el “método canguro”.

Es preciso decir que nunca hay un ajuste perfecto entre las necesidades del bebé y la respuesta de su figura de cuidados, lo cual también es necesario para el juego “omnipotencia-realidad”. Después de los primeros 3-4 meses la madre, que se había identificado totalmente con el bebé, si sigue cumpliendo adecuadamente con su papel, muestra pequeños desajustes en la cobertura de necesidades del bebé, soportables para éste.

Estas pequeñas frustraciones, normales y asumibles, cumplen una importante misión: contribuyen a la separación, a la diferenciación Yo y Otro y a la aceptación no traumática de la realidad. A través de ellas y con la base de confianza que dan las respuestas estructurantes y tranquilizadoras de la figura de cuidados, el bebé aprende a esperar, a soportar pequeñas frustraciones, y comienza a aparecer en su mente la representación de esa figura, naciendo así el pensamiento. Según Ciccone (1997), la madre cuando alimenta a su bebé, pero también cuando le coge, le acuna, le habla, le consuela, le interpreta y pone palabras a sus estados, consigue llevarle a un estado de integración que le permitirá un sentimiento de existencia, si se da de manera suficientemente buena, rítmica y previsible, cubriendo así una de las necesidades psíquicas del bebé. Para la seguridad interna del bebé es necesario que su madre esté ahí realmente en cada momento. Puede ausentarse pero no más que el tiempo durante el cual el niño puede conservar su imagen dentro de sí. En los intercambios interactivos, respetando el ritmo del bebé, en el juego, el bebé consigue distinguir al otro, a la realidad exterior y después podrá elaborar su representación simbólica y conocer y expresar sus emociones. “El niño necesita el calor de la relación. En frío el niño no crece bien” (Torrás, 2010).

La madre, que ha traído físicamente al niño al mundo, debe así después contribuir a su nacimiento a la vida psíquica, e introducirle en un mundo de “otros”, en la reciprocidad, en la intencionalidad. La constitución como sujeto pasa necesariamente por el desarrollo emocional y el bebé depende totalmente de otro que le sostenga y le introduzca en el mundo exterior y en la realidad intersubjetiva. Como numerosos autores han señalado (Stern, 1981; Levobici, 1988; Cramer, 1990; Mazet, 1990) en las interacciones madre-padre-bebé las representaciones que los padres tienen de su bebé así como los componentes inconscientes que cada hijo moviliza van a determinar el desarrollo del niño y la configuración de su identidad. Esto es así y hace que cada uno seamos como somos, que estemos inscritos en una historia, la de nuestros padres, y que contemos con nuestra individualidad. Como dice Cirulnyck (2001) “este relato permite acoger al niño y concederle su lugar en la historia de la familia.”


El comportamiento vincular o de apego se estructura en el niño internamente como una representación estable de lo que puede esperar de sus más próximos (Guedeney, 1998) siendo una base importante de sus futuros comportamientos sociales.

Desde que Bowlby (1976) formulara su teoría del apego, numerosos investigadores han estudiado longitudinalmente los procesos y tipos de apego y su correlación con la conducta relacional del adulto y determinadas patologías mentales[1]. Los “modelos operatorios internos”, como los denominó Bowlby, son el prototipo de todas las relaciones posteriores y los estudios longitudinales demuestran una correspondencia del 68-75 % entre las clasificaciones del apego en la infancia y las clasificaciones de apego en la edad adulta (Hamilton, 1994, Main, 1997 citados por P. Fonagy , 1999). Citando a Marrone ( 2009) “el apego seguro promociona la salud mental facilitando el desarrollo de capacidades y sentimientos como: sentido de seguridad interna, capacidad de insight, autoestima, autonomía, adaptabilidad, resiliencia, interés genuino por los demás, potencial para formar y mantener relaciones íntimas, capacidad para relacionarse competentemente a nivel social y tolerancia a la diversidad social.”

Para que se desarrolle un apego seguro, los padres, gracias al amor que sienten por su hijo, estarán muy atentos y sensibles a las necesidades y estados del bebé, emitiendo respuestas altamente contingentes para conseguir el reequilibrio, como ya he señalado. Es un proceso momento a momento en el que la estabilidad, la coherencia y la contingencia de las respuestas permiten al niño identificar, integrar y simbolizar los estados mentales y emocionales sentando las bases así de su futuro psicológico, lo que ocurre gracias a la capacidad de los padres de observar en cada momento el estado mental del niño (Fonagy, 1999).

Además, según Gerhardt (op. cit.) las primeras experiencias ejercen un gran impacto en los sistemas fisiológicos del bebé, debido a que es muy inmaduro y frágil. Ciertos sistemas bioquímicos pueden construirse defectuosamente si las primeras experiencias son problemáticas, sobre todo pueden quedar dañados tanto la respuesta al estrés como el metabolismo de algunos neuropéptidos que intervienen en las emociones.

El desarrollo emocional tiene una importancia decisiva como motor del desarrollo general, como fundamento de la constitución del ser humano, como integrador de la persona en todas las dimensiones de su crecimiento. Solo un desarrollo emocional sano permite un buen desarrollo cognitivo y la coherencia del conjunto de las conductas.


  1. Funciones de los padres

En resumen, los padres deben desarrollar durante la crianza una serie de funciones, que E. D. Bleischmar (2000) recoge de varios autores, algunas de ellas comentadas al exponer las necesidades del bebé, como son entre otras: contener al bebé y regular sus estados afectivos (Bion, 1962); otorgar reconocimiento y valoración narcisista al bebé (Kohut, 1971); proporcionar alimentos y cuidados que preserven la vida, satisfacer las necesidades de apego aportando proximidad y contacto emocional (Bowlby, 1976); responder de forma cualificada y diferenciada a las necesidades del niño (Bleichsmar, 2000); comprender la intencionalidad del bebé y tomar en consideración sus estados mentales y sus deseos. Solo es posible que se establezca la vida psíquica en el bebé si los padres lo ven como un ser “pensante” y “deseante”, lo cual ocurre gracias a la identificación que hacen con él. Los padres también proporcionan los modelos para relacionarse con el exterior, la conciencia moral, los modelos para el aprendizaje, la base para las identidades psicosociales (Tizón, 2010) aunque lógicamente otros adultos y los iguales realicen sus aportaciones a estas funciones posteriormente (ver anexo I)[2]

El padre a su vez puede actuar en una función maternizante, es decir, cuando se relaciona directamente con el bebé, realiza las mismas funciones que la madre. Además actúa como un tercero en esa fuerte unión inicial de la madre y el bebé cumpliendo un papel de favorecedor de la ruptura de la simbiosis.  El padre actúa también como un protector de estímulos hacia la madre para que ésta se pueda dedicar emocionalmente más al bebé. Pero lógicamente la mera presencia física de un padre no es suficiente si éste no cumple con sus funciones y si la madre no tiene interiorizada esa figura de padre.

Además hay que señalar (Gerhardt, 2008) que cuando los padres responden a las necesidades del bebé participan en procesos biológicos importantes como la maduración del sistema nervioso, la respuesta al estrés, el desarrollo del córtex orbitofrontal donde se alojarán las capacidades cerebrales de más alto nivel, la capacidad de almacenar información, la capacidad de refrenar sus impulsos, etc.

Todo ello tiene como soporte las interacciones, las respuestas de los padres a las necesidades del bebé, en las múltiples ocasiones en que se repiten los esquemas de forma constante y coherente. La periodicidad tan marcada que tienen numerosas actividades en esta etapa (sueño, comida, higiene, rituales…) asegura un alto nivel de repetición (Stern, 1997) y de posibilidad de interacción así como de su fijación como modelos de relación.

Es en el día a día, en cada momento, como se va construyendo el entramado de la relación pero también el entramado interno del niño. Lo intersubjetivo contribuye  al desarrollo de lo intrasubjetivo.

Así, en los primeros años se suceden hitos de vital importancia en esta construcción: la sonrisa social a los 3-4 meses, vivida por los padres como un reconocimiento que fomenta a su vez la interacción; la ansiedad ante el extraño, con la que el niño da muestras de reconocimiento real del “otro” familiar y su diferencia del resto de las personas, que tienen que “ganarse” su relación; la deambulación independiente que permite la exploración del exterior desde la base segura de la madre pero también da lugar a las prohibiciones y límites y, por supuesto, el lenguaje que entre los 2-3 años realiza un formidable despliegue permitiendo al niño comunicar sus deseos, emociones, comprender las normas, etc.

El bebé supera, si se dan las condiciones adecuadas, una serie de etapas en su desarrollo emocional que le llevarán desde un comienzo de la vida en fusión total con su madre, hasta la independencia. Siguiendo a Mahler (1977), los niños atraviesan las fases de simbiosis (hasta los 4-5 meses), diferenciación (5 a 10 meses), ejercitación (10-18 meses), acercamiento (18-24  meses) y consolidación de la individualidad (24-36 meses). Después de este proceso consigue convertirse en un individuo y reconocerse como tal. En todas ellas la figura de cuidados cumple con su papel fundamental cambiando sus interacciones según lo que el niño necesita en cada una de las fases.

Si imaginamos un niño de tres o cuatro años y lo comparamos con un bebé recién nacido podemos observar el importante camino que ha recorrido en un número no muy grande de meses. Ha pasado de la dependencia total a una independencia que le proporcionan el lenguaje, las habilidades motoras, cognitivas y manipulativas. De una situación de fusión y no diferenciación con su madre a conseguir la diferenciación y su propia identidad. De vivir en el principio del placer a situarse en el principio de realidad. Somos testigos de cómo ha nacido su Yo y cómo es capaz de interactuar con los demás. Pero esto ocurrirá si ha podido contar con un apego seguro, con unos vínculos emocionales sanos y suficientes
En circunstancias normales todo ello ocurre de una forma natural, los niños aprovechan los cuidados y estímulos exteriores  para desarrollarse normalmente y los padres saben cómo hacer las cosas para que ello suceda, siendo por otra parte, la fórmula natural de la especie. En algunos casos los padres pueden necesitar ayuda si ellos mismos tienen conflictos psicológicos importantes o de otro tipo, o el bebé características especiales, y en casos extremos puede ser mejor que no cuiden a sus hijos.

4. Comentario final: influencia de las formas de crianza

En los puntos anteriores he tratado de reflejar la necesidad de que el niño en los primeros años de su vida, sobre todo los dos primeros, se críe en ambientes estables, donde un adulto que le ame y se identifique con sus necesidades sepa proporcionarle una respuesta sensible y contingente, para conseguir que los procesos fisiológicos, psicológicos y sociales propios de este periodo se lleven a cabo con garantías de salud física y mental.

Las  funciones que los padres deben desempeñar para que el niño se desarrolle saludablemente son propias de ellos mismos o de un adulto que les sustituya en condiciones similares.

Uno de los cambios radicales a los que se ha visto sometida la crianza ha sido la extensión de la escolarización, siendo España uno de los países de la UE con mayor numero de niños escolarizados incluso entre 0 y 3 años (Iglesias de Ussel, 2010). Esta extensión de la escolarización entre 0 y 3 años, aunque su carácter es voluntario, se ha tomado como medida principal para la conciliación de la vida familiar y laboral a partir de la mayor incorporación de la mujer al trabajo, corriendo el riesgo de extenderse a bebés cuya madre no trabaja.

Según datos del Instituto Nacional de Estadística (2009) en su  Encuesta de Condiciones de Vida, hay un 53,5% de madres de niños de 0 a 3 años que trabajan, mientras que hay un 67,7% de niños de esta edad que son cuidados externamente (46,7% en guarderías o escuelas infantiles y 21% por otras personas), dentro de este número, un 25 % acude a guardería aunque la madre no trabaje. Parece claro que la escolarización temprana es algo que necesitan los padres pero no el bebé (Torras, 2010). Desde luego no podemos seguir pensando que la escolarización temprana tiene influencias positivas sobre la escolaridad posterior y para ello me remito al resultado del informe PISA en el que Finlandia, país en el que más tarde comienzan los niños a acudir a guarderías, es el que viene situándose entre los primeros en resultados escolares.

Ni los profesionales ni los servicios pueden sustituir a los padres en sus funciones puesto que las que desempeñan éstos y las que desempeña una institución no son equivalentes en su totalidad (Tizón, 2010). La pregunta que nos debemos hacer es si tenemos seguridad de que las personas que suelen cuidar a los niños en estos dos o tres primeros años están en condiciones de llevar adelante este proceso que requiere de tanta sensibilidad, atención y tiempo individualizado para cada bebé. Desempeñar las funciones parentales por los propios padres no sólo tiene un efecto cara al bebé, también son necesarias para éstos que, a través de ellas pueden resolver antiguos conflictos propios, mejorar su autoestima y sentirse bien en su papel de padres.

Es posible que en los últimos años, debido a los cambios sociales producidos, los bebés tengan “demasiados cuidadores demasiado pronto”, como señala E. Torrás (2010),  haciendo que la relación con los padres se diluya y el sistema de apego de desactive (Rygaard, 2008, citado por Torrás). Según la autora, se detecta cada día más y más patología en los niños y adolescentes que podría estar relacionada con estos cambios en la crianza, como otros autores también habían señalado (Cabaleiro, 1993). Cita Gerhardt (op.cit), que comparte esta misma opinión, trabajos realizados midiendo la hormona cortisol relacionada con el estrés y observando que los niños con un apego seguro tienen menor nivel de esta hormona y cómo el cortisol asciende en su nivel al aumentar el estrés cuando un bebé no tiene a nadie al lado que le responda en el momento adecuado. Los bebés no tienen concepto del tiempo por lo que no pueden utilizar hasta pasados unos meses el mecanismo de la espera, siempre que su experiencia de respuesta adecuada a sus necesidades se haya establecido. Bebés criados en ausencia de figuras suficientemente constantes y empáticas pueden ver comprometido su desarrollo personal (Torrás, 2010, op. cit.).

En estos primeros años no se trata solo del “tiempo de calidad”, sino del tiempo real, total o casi total que requiere el bebé, aunque lógicamente ha de ser de calidad. Como antes he señalado, la interacción y el apego se crean y refuerzan momento a momento, de ahí la importancia de la presencia de la figura de cuidados y de ahí también el problema al que se enfrentan los padres que querrían criar a sus hijos : la falta de tiempo.

Belsky (2010), hasta mediados de los 80 afirmaba que no había incidencia en el niño pequeño por el hecho de no ser cuidado por sus padres, pero después de unos años en los que profundizó en sus investigaciones cambió su opinión a la vista de sus resultados, concluyendo que este hecho puede afectar negativamente al desarrollo de los niños. Refuerza esta afirmación con su interpretación de los resultados del estudio del National Institute of Child Health and Development (NICHD), realizado en los años 90, y que más conclusiones arroja sobre la cuestión que examinamos. Algunos de éstos son: que los mejores pronosticadores de la estabilidad del vínculo afectivo son las características de la madre y  que el entorno familiar sigue siendo la influencia principal en el desarrollo de los niños. Que una mayor cantidad de cuidado externo se asocia con una interacción menos armónica madre-hijo, mayor número de problemas de conducta a los dos años de edad y mayor probabilidad de un apego inseguro si la madre presenta características de baja sensibilidad. Por otra parte, la inestabilidad en los cuidados en los dispositivos externos podría perjudicar el apego seguro sobre en todo en  el caso de madres poco sensibles.

El medio educativo en los dos primeros años podría no ser en general el mejor lugar para el desarrollo de los niños pequeños. En la situación de cuidados externos en guarderías hay, en el mejor de los casos de las Escuelas Infantiles, un adulto para cuidar a 8 bebés de 0 a 12 meses , o a 11-12 niños de 12 a 24 meses, adulto que puede cambiar con cierta frecuencia debido a las condiciones laborales que suelen tener. Otra pregunta a hacernos es si la cuidadora, aunque quiera, puede realmente tener la disponibilidad que esos bebés necesitan.

Según los estudios de Daher, Taborda y Díaz (2010, citados por Torrás, op. cit.) los bebés buscan la proximidad de la cuidadora pero ésta no siempre puede atender al bebé debido al número de ellos a los que debe cuidar y debido a que necesariamente establecen defensas emocionales para protegerse de una vinculación fuerte que van a tener que dejar en pocos meses. No hace falta comentar aquí los casos de guarderías, no registradas como Escuelas Infantiles, cuyas exigencias de calidad son menores, o sobre los bebés cuidados por personas que no conocen el idioma, u otras fórmulas similares de cuidados informales en los que no se tengan en cuenta las características personales de la cuidadora que debe suplir, a veces durante bastantes horas al día, a los padres.

Por otra parte, una escolarización muy temprana priva al niño de la crianza con leche materna como forma de alimentación mayoritaria durante más tiempo, con la incidencia demostrada que ello tiene en la salud. Del resultado de examinar numerosos estudios sobre la integración temprana en guarderías, la conclusión (Ochoa y otros, 2007) es que la escuela es la responsable de entre un 33% y un 50% de las infecciones respiratorias, gastroenteritis e incremento de otitis en los primeros años de vida.

Es posible que estemos sometiendo a los bebés y niños pequeños a dosis de estrés que no pueden procesar. Según Tobal (2010) los niños tienen ahora 50 veces más probabilidades de sufrir estrés que hace 15 años debido en parte importante a las condiciones de vida que llevamos. Un estrés continuado hace disminuir el sistema inmunitario y da lugar a varias enfermedades y trastornos funcionales. Los estudios que Gerhardt cita (op. cit.), realizados por Dettling y otros (2000) midiendo los niveles de cortisol, hormona asociada al estrés, sugieren que lo principal es que el niño esté cuidado por un adulto sensible, receptivo y que le preste protección continuada, pues esta es la forma de que no esté sometido a un estrés que él no pueda procesar.

La mayoría de los padres saben, pueden y quieren criar a sus hijos pero no disponen por ahora de las medidas sociales para poder hacerlo según los parámetros de la crianza saludable. Algunos padres precisarán de ayudas más personales para poder hacerlo debido a sus propias dificultades o las dificultades de sus bebés, como es el caso de los bebés con discapacidad; otros padres, los menos, no podrán hacerlo en ningún caso y otros preferirán delegar parte de la crianza en otros adultos cuidadores (formales o informales), pero, como Belsky (2009) señala, es necesario tener la posibilidad “real” de elegir y tener la información suficiente para hacerlo.

No hay duda de que deberán producirse muchos cambios, igual que se dieron en otros países, como Suecia, Finlandia e Islandia para que los padres colaboren más en la crianza y para que las madres y los padres puedan estar más tiempo con sus bebés. Curiosamente en Suecia trabaja el 72,2% de las mujeres (Eurostat, 2009) y tienen una tasa de fecundidad alta, por lo que resulta difícil seguir manteniendo que es el empleo de la mujer el que reduce la fecundidad. Por otra parte, como afirma González (2003), la existencia de guarderías no es un requisito indispensable para elevar las tasas de empleo femenino, como han demostrado países como Estados Unidos o Suecia. Es posible, por tanto, que estos hechos tengan mayor relación con otras medidas y apoyos con los que se cuenta para la crianza.

En nuestro país algunos cambios ya se están produciendo. Como reflejaba el barómetro del CIS de marzo de 2010, el 88% de los encuestados están de acuerdo con la existencia de permisos de paternidad pagados; el 71% piensa que la familia ideal es aquella en la que trabajan los dos una cantidad de tiempo similar y se reparten las tareas del hogar y el cuidado de los hijos de forma igualitaria. El 95% quieren que se flexibilicen los horarios pero el 83% creen que las empresas dan pocas facilidades para conciliar la vida familiar y la laboral.

Hay que facilitar a las familias el desarrollo de sus funciones, “sin que esto se plantee como una reducción de responsabilidades de otros agentes como el estado, sino la reorientación de los esfuerzos actuales” (Casado, 2010).

He tenido la oportunidad en fechas recientes de observar de manera espontánea un ejemplo de lo que puede significar para un niño pequeño tener cerca a su madre o a otra persona encargada, sobre todo si ésta no parece muy adecuada. La observación es un método muy utilizado en psicología infantil y el transporte público siempre me ha parecido un espacio muy propicio para la misma. Al ser mi sistema de transporte prioritario, y quizá por hábito profesional, me siento atraída hacia escenas que protagonizan con frecuencia madres, padres, abuelos o cuidadores y niños y niñas pequeños. En efecto, en el autobús urbano los niños pequeños van acompañados de un adulto que debe vigilar por su seguridad, el niño debe ir sentado y mejor que no llore a gritos ni chille para no molestar a los demás pasajeros. Esta situación pone de relieve fácilmente los recursos del adulto y del niño para responder a estas exigencias, para interaccionar entre ambos y con los pasajeros próximos a ellos, que con frecuencia prestan atención e incluso intervienen entablando conversación con el niño. El hecho que me propongo describir transcurrió en una línea de autobús urbano de Madrid. Por si algún lector de este texto lo desconoce, estos autobuses disponen en la parte delantera de asientos reservados para facilitar su uso y accesibilidad a personas en situaciones especiales. Así, debajo de las ventanas y al lado de estos asientos se encuentran unas pegatinas en color azul y blanco en las que figuran distintos pictogramas que representan una mujer embarazada, una mujer con un bebé en brazos, una persona con un brazo escayolado, una persona con un perro-guía, una persona mayor apoyada en un bastón y una figura de perfil con un bastón (símbolo de la Organización nacional de ciegos). Una mamá subió con su hijo pequeño, se sentaron en los asientos reservados y el niño comenzó a preguntar, señalándolas, sobre las pegatinas que indican a quien están reservados los asientos. La madre le explicaba cada una de ellas: “para mamás que van a tener un bebé, para personas que no ven y llevan un perrito o un bastón para no tropezarse”. El niño, que no comprendía muy bien lo que significaba “no ver”, preguntaba varias veces “¿no veo?”. Su madre le confirmaba que sí veía. Mirando a un señor que iba con bastón en otro asiento, el niño dijo “no ve, bastón”, con lo que el señor implicado le tuvo que aclarar que sí veía y que el bastón de los que no ven era blanco y no como el suyo. El señor sentado enfrente le preguntó cómo se llamaba y cuántos años tenía, a lo que el niño respondió con su nombre (mal pronunciado) y enseñándole sus dos deditos juntos. Cuando se aproxima su parada, la madre se lo anuncia y el niño quiere apretar el botón para solicitar la parada a lo que la madre le ayuda, algo que agrada  mucho al niño. Las personas que íbamos cerca de ellos contemplábamos la escena sonrientes e interesados en el niño, incluso alguna otra persona intervenía reforzando las explicaciones de la madre. Al día siguiente, una mujer joven y un niño de edad similar suben al mismo autobús y se sientan en el mismo asiento. La cuidadora, (el niño la llama por su nombre) va con los auriculares de escuchar música puestos, el niño le dice que quiere un helado de fresa, ella no le escucha, el niño levanta la voz, por fin ella se quita un auricular y le responde “ponte bien la cartera”, y se vuelve a poner el articular, el niño se retrae y se calla. Cuando llega el momento de bajarse coge al niño por la mano y se levantan sin mediar palabra. Dos situaciones prácticamente iguales han dado lugar a momentos a todas luces bien distintos. La primera es rica en atención, aprendizajes, interacciones, momentos de satisfacción. La segunda es de una pobreza llamativa. La diferencia es la disponibilidad del adulto, su atención hacia el niño y  me atrevo a decir, su interés por éste. Es de esperar que este segundo niño no pase, o haya pasado, mucho tiempo con esa cuidadora.

Es necesario un debate real sobre las condiciones de crianza, asunto de vital importancia para todos. Se dispone de datos científicos y de la experiencia de otros países  para estudiar y poner en marcha otras prácticas. Las políticas hacia la familia deben considerar todo esto y arbitrar diferentes y variadas soluciones que permitan a los padres elegir más allá de modas y prejuicios. Estas políticas podrían favorecer a su vez los cambios culturales y sociales que apoyarían las mejores prácticas: papel de los padres, igualdad de género, revalorización del papel del cuidador, como se ha observado en otros países que llevan tiempo poniéndolas en práctica. Una de las medidas que favorecería la crianza saludable, precisamente por proporcionar a los padres tiempo, es la ampliación de los permisos de paternidad/maternidad. Según Tizón (2010),” un aumento de la libranza por maternidad/paternidad compartidas libremente no es una catástrofe económica, sino lo contrario: liberaría recursos económicos y disminuiría el paro, favorecería la preparación de los trabajadores en formación como sustitutos con más tiempo para formarse, disminuiría las enfermedades del niño y las bajas laborales y enfermedades de las madres y los padres, liberaría capacidades creativas primero para cuidar al bebé y luego para cuidar el trabajo, ayudaría a acelerar el ocaso de la ideología machista, etc.”

La sociedad debe plantearse la forma en que se está criando a los bebés y las alternativas que podrían tomarse para que  los cambios sociales, como es la legítima incorporación de la mujer al trabajo, sean compatibles con las necesidades y derechos de los niños y niñas, comenzando por el de ser criados saludablemente.

Anexo I

Tabla              FUNCIONES PARENTALES EN LA FAMILIA  (en nuestra cultura y desde el punto de vista psicológico)*
FUNCIONES
                Componentes
1. CUIDADO Y SUSTENTO CORPORALES BÁSICOS
. Provisión de alimento, vestido, movimiento, refugio, ternura...

2. Proporcionar FUNCIONES EMOCIONALES que dan lugar a la mente y al pensamiento
* Amor-ternura predominando sobre desconfianza y odio
* Esperanza    predominando sobre desesperanza
* Confianza   predominando sobre desconfianza
* Contención predominando sobre Incontinencia
3. Proporcionar bases para la RELACIÓN SUJETO - OBJETO EXTERNA E INTERNA
* Creación del OBJETO
* Creación del SUJETO
* Creación del ESPACIO MENTAL
4. FUNCIONES DE LÍMITES Y CONTENCIÓN
·         Capacidad de integrar límites
·         Tolerancia a la espera y la frustración
·         Capacidad de pensar

5. Bases, organización y desarrollo de la CONCIENCIA MORAL
* Conciencia moral:
pulsiones versus sociedad:
. moral, motivación, premios, logros
. objetivos, valores, lealtades
. formas de apoyo en crisis familiares y sociales

* Ideal del YO

6. Bases para las IDENTIDADES PSICOSOCIALES FUNDAMENTALES
* en la PSICOSEXUALIDAD
* en la AGRESIVIDAD-DESTRUCTIVIDAD.
* en el CONOCIMIENTO
* en los PROCESOS DE DUELO ante las pérdidas afectivas.

7. MODELOS DE RELACIÓN CON EL EXTERIOR


* Perspectiva socio-conductual: Familia estructurada, desestructurada, "en reversión", sobreimplicada o aglutinada, subimplicada, ansiosa-tensa, etc.
* Perspectiva psicoanalítica: Familia de pareja básica, matriarcal, patriarcal, "banda de chicos", "casa de muñecas", "en reversión", etc.
8. Modelos para el  APRENDIZAJE
* En especial, el aprendizaje placer-curiosidad-juego versus el aprendizaje obligación-acumulación-sufrimiento-robo…

* Que deben repartirse en cada familia y díada entre la figura masculina y la figura femenina o entre el cuidador principal y (al menos) un cuidador secundario.
Tizón (2010) «Funciones psicosociales de la familia y cuidados tempranos de la infancia», ponencia presentada en el II Congreso de la Red Española de Política Social.

Bibliografía

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[1] Para una información más amplia se remite a Soares, I. y Dias, P. Apego y psicopatología en jóvenes y adultos: contribuciones recientes a la investigación. Internacional Journal of Clinical and Healht Psychology, 2007, vol.7, nº 1,pp.177-195. A través de un detallado recorrido por la literatura clínica se pone de manifiesto la existencia de asociaciones entre la inseguridad en el apego y la psicopatología. Disponible traducción al castellano en htpp://83.170.113.13/attach/files/soares.pdf. visitado 9-2-2011
[2] Me parece de interés insertar como anexo I al final de este texto, con autorización del autor, una tabla resumen de las funciones parentales en la familia, tomada de Tizón (2010) «Funciones psicosociales de la familia y cuidados tempranos de la infancia», ponencia presentada en el II Congreso de la Red Española de Política Social.

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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