31 de agosto de 2012

Sencillamente mejor

Sencillamente mejor

Por: | 02 de abril de 2012



Sencillamente1La sencillez es deseable, la simpleza, no. En tiempos difíciles y complejos, lo razonable parece ser reorganizar la escala de valores y, como cuando se complica la salud, aprender a apreciar lo que en la vida resulta más determinante. Incluso hace falta que el comportamiento, las maneras y el estilo se depuren hacia un modo de ser menos engolado y pomposo. Quedan más en evidencia las grandilocuencias y los engreimientos. Y, sobre todo, las complicaciones son una ocasión para apreciar lo que realmente merece la pena, para buscar lo que nos reconforta y precisamos.
La necesaria organización del tiempo, de los recursos y de las fuerzas obliga a una reorientación que no conviene dejar simplemente en manos de la coyuntura de los momentos. Se trata de establecer prioridades. Y no es preciso insistir en que suelen resultar decisivos los afectos, los entornos, la proximidad cordial. Y las condiciones dignas de vida. La sencillez es también la búsqueda de lo fundamental.
La sencillez es un saber, no un acopio de conocimientos, sino una forma de vida. Podríamos decir sin exceso que es una sabiduría que se busca. Resulta extraordinariamente agradable encontrarse con quien la entiende como una forma de  de entrega, sin ostentación, de dedicación intensa sin aspavientos, sin reclamar permanentemente reconocimiento, y sin medir permanentemente el poder de los demás o el interés. Pero sencillo no significa falto de exigencia o tibio.
Por eso resulta tan llamativa la autosuficiencia. También se es incauto, que es un modo de ser simple, por exceso de confianza o por prepotencia. No faltan quienes aún hablan como si ya estuviera todo claro, como si no dudaran, como si siempre supieran perfectamente lo que hay que hacer, como si todo estuviera en sus manos, todo y todos, como si fuera la gran ocasión para la frase ocurrente, la determinación que todo lo zanja. Tal vez no es sólo falta de sencillez, también lo es de modestia. Otra cosa es que, por lo visto, es importante dar una imagen de contundencia, de dominio, pero la sencillez no impide la cuidada firmeza.

Sencillamente3La sencillez no es una forma de resignación, ni de conformismo. No es una claudicación ante la complejidad, ni un desinterés por lo sofisticado o de múltiples raíces, ni la incapacidad para el análisis pormenorizado. Sin ostentación ni artificios, es cuestión de expresar con naturalidad los conceptos. La sencillez no ha de ser una coartada para la indiferencia, ni desatención para con lo refinado, ni falta de implicación.
Nos sentimos respetados por quienes son sencillos, por quienes no se dirigen a nosotros exhibiéndose, propalando sus conocimientos, sino ofreciéndonos caminos o solicitando compañía para procurárnoslos conjuntamente. En el peor de los casos, algunos nos dictan permanentemente lo que ha de hacerse, lo que nos conviene, lo que es y cómo es, porque a su juicio somos nosotros quienes hemos de cambiar. Su supuesta superioridad carece de sencillez.
La sencillez es un desafío para todos. Nos permite tratar de comprender el alcance y el sentido del vivir, y el carácter pleno y efímero de la existencia, que se expresa en las experiencias cotidianas. Este saber tan sentido y labrado en personas admirables nos enseña a no pretender el permanente deslumbramiento de una presunta brillantez, siempre con acciones de impacto. Ello nos conduciría a la parálisis que Hegel atribuye al alma bella. Tan convencida está de la importancia de las acciones determinantes, que no encuentra ninguna que esté a la altura de su voluntad. Y así, con su arrogancia, no hace nada y “el alma bella se deshace en una nostálgica tuberculosis”.
Detalles8 RogerMcLassus
Esa supuesta ambición es finalmente más ineficaz que la tarea permanente, diaria, pormenorizada, cuidadosa, de lo sencillamente bien hecho. Es difícil lograrlo. Es un desafío para todos ya que, como señalamos, precisa gran sabiduría. E intensidad. E insistencia.
En definitiva, ello nos permite escuchar limpiamente lo que nos dice el oráculo de Delfos, “conócete a ti mismo”, no como una llamada anacrónica a la introspección, sino como la convocatoria a asumir los propios límites y limitaciones de nuestra condición humana que, por cierto, no es poca cosa. Pero el oráculo nos recuerda que no somos dioses. Así es, somos mortales. Puede resultar llamativo que nos veamos en la necesidad de recordárnoslo. Nos ayuda la reescritura y la relectura entonada de las conocidas preguntas de Kant, que todo ilustrado ha de plantearse: ¿Qué otra cosa se puede esperar si somos seres humanos, sencillamente humanos? Y esto no nos frena, nos convoca.
En lugar de una mirada precipitada, atolondrada, excesiva, obsesiva en acaparar, dominar y consumir, se requiere la intensidad sencilla, y no menos ambiciosa, de vivir libre, adecuada y justamente. Cuando eso ocurre, se distingue más claramente lo que nos falta y lo que nos sobra. No es preciso enmascarar ni envolver cada acción con más de lo que es. A ver si queriendo otra cosa, acabamos deseando ser antes simples que sencillos. Como el agua moja, el sol brilla y el verso dice, la sencillez tiene su propia elocuencia.
(Imágenes: Kitagawa Utamaro ( 1753-1806), Pescadoras de mariscos;  cuadro de Lola Abellán;  y fotografía de Roger McLassus

El mal de amores (o no)


El mal de amores (o no)
José Antonio Luengo



Lo hemos sufrido todos, o casi todos, alguna vez. Igual sí, igual hay personas, hombres o mujeres, que antes fueron adolescentes, chicos o chicas, que cuenten todos sus amores como éxitos. Muescas incontables en la culata del revólver. Bueno, tal vez, es posible. Habría que ver cada situación, una a una, hasta llegar a conocer exactamente si esto pudo ser así. Pero lo normal, es decir, lo que suele pasar, es que todos hayamos, eso, pasado por momentos en los que el corazón parecía salirse de nuestro cuerpo, deseoso de alcanzar a aquélla o aquél que, en algún momento, movidos ella o él, por alguna de las mil y una razones que le llevaron a decirnos que no, mirar hacia otro lado, elegir de manera diferente a nuestros anhelos, rechazarnos, dejarnos de querer… o querer más a alguien distinto.

El mal de amores. Expresión conocida, expresión compartida, por muchos. Sabemos a qué nos referimos cuando la oímos, en ese momento en que alguien nos abre su corazón y nos cuenta… Nos cuenta su dolor, su insoportable desesperanza. Eso, desesperanza, no esperar ya nada, no importar ya nada, no mirar ya nada. Nada que no sea eso que nos ha vaciado el alma, que nos ha partido, en el sentido más literal del término. Partidos en dos, así nos encontramos. No hay consuelo. Los recuerdos nos oprimen, asaltan nuestra mente, la secuestran, vuelven del revés. La vacían de lo real, de lo que poseemos, de lo que somos y hemos sido. Para centrarse, casi exclusivamente, en nuestro profundo e insondable mal de amores.

Unas veces no te miraron; no supieron, incluso que existías. Te encogías en tu pupitre de la escuela deseoso de que te mirara alguien, alguien en concreto, por quien bebías los vientos[1]. Pensabas, estabas, sentías, vivías por ese alguien. Que no te miraba. Que no se acordaba, incluso, de tu nombre, de nuestro nombre. Estas situaciones no son exclusivas de los hitos adolescentes que jalonan nuestra vida, como bloques de piedra que van colocándose a nuestro paso como objeto elemental de recuerdo, del recuerdo, de ese que se convierte en nuestro inagotable compañero mientras vivimos. Ocurren también estas situaciones siendo adultos, en el trabajo, en el entorno, incluso, de grupos de amigos o conocidos. No te hacen ni caso; a veces, solo, te sonríen. Y tu corazón se desboca, se abre en canal, se desangra. Por unos momentos, por unos instantes. Nos ha identificado… ubicado en el espacio, y en el tiempo, y su boca ha dibujado una fugaz sonrisa de afabilidad. Pero es un espejismo, y no se vuelve a dar. O se da desde la indiferencia. No insana, no buscada, no intencionada. Ni alevosa ni premeditada. Simple y llanamente no interesas. Y, lo peor, no vas a interesar. Mal de amor. Amor no correspondido. Mil mundos, mil lunas serías capaz de poner en sus manos. Pero hay otra persona que, casi sin querer, sin esforzarse nada (así llegamos a pensar en nuestro delirio amoroso), todo lo consigue. Todo fluye a su alrededor, mi tierra, sin embargo, está baldía, seca. Casi no existes. Y te quieres morir. Amor no correspondido. Ese es el escenario. 

El tiempo, afortunadamente, pasa y, lo mejor, se pasa página y, muchas veces, acabas pensando: tenía que pasar y fue mejor así. Nunca sabes dónde vas a encontrar la relación que agarre te haga sentir bien, te permita crecer, sacar tu mejor versión, dar y estar, compartir, disfrutar, equivocarte y rectificar. Con alguien. Porque quieres. Porque te quieren. La adolescencia, la juventud nutren de experiencias, no siempre las que nos desearía vivir. Pero aclaran, allanan el camino, ilustran, muestran, empujan; te empujan. Pasada esa época de la vida, las cosas, en este estado, no tienen por qué desarrollarse de modo muy diferente. No nos hacen caso, luego dolor. La vía, el camino, siempre de salida, sin mirar demasiado atrás; revisar, revisarnos, atendernos, cuidarnos, avanzar, sin angustia. Sin desvelos invalidantes. Las cosas a veces no llegan, aunque las deseemos con toda el alma. Y es así porque, probablemente, tenga que ser así. No cuadra, no encaja, a otra historia. Sin rabia, sin remordimientos, sin autocomplacencia. Amor no correspondido. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? 


Otras veces las cosas discurren por caminos diferentes. Las cosas sí cuajaron. El tiempo ha pasado. Lo habéis pasado juntos. Fuiste, fuimos mutuamente correspondidos. Tiempo atrás. Unos meses, un año, unos años. A veces, en ocasiones, muchos años. Miraste y te miraron. Te miraron y miraste. La química funcionó, se encontró, y surgió lo que esperábamos, o no, pero se manifestó. Y durante un tiempo miles de mariposas circularon a gran velocidad en tus entresijos. Y en los de ella o él, ese amor correspondido. Mariposas de mil colores, encendidas, fugaces, casi visibles, tangibles, que daban alas a tu corazón para alcanzar aquellas mil lunas que no pudiste ofrecer en otros tiempos; aquéllos mil mundos que te quedaste, preso del dolor y el vacío. Porque no pudiste ofrecerlos. O no percibieron, siquiera, que lo hicieras. Ayer sí, hoy sí. Durante un tiempo, unos meses, un año, unos años, muchos años, el amor fue. Fue y estuvo; se movió, hiperactivo, convulso, entregado al principio. Se movió, sosegado, seguro, tiempo después. Se movió, lento y rutinario más tarde. Y un día dejó de moverse. O, simplemente, se fue. Se escapó. No sabes por dónde, no ves el resquicio, el hueco; se defenestró, esto es, se fue por la ventana. Y un día dejan de quererte. Un eufemismo, lo sé. En un día no pasan estas cosas. Y tampoco es que, en puridad, dejen de quererte. Porque te siguen queriendo. Muchas veces. De otra manera. Simplemente, el amor, aquél que fue y se movió, aquél que giró movido por el aleteo de tus mariposas, de sus mariposas, como un motor incombustible, ya no es, ya no está. Y, lo peor, no se le espera. Mal de amores, otro tipo de mal de amores, pero mal, lo que se dice mal, muy mal. Se rompió el amor… te dicen. Y tú piensas, y gritas, se te partió a ti. Pero no siempre. Se nos rompió, se os rompió a los dos. Cada uno a su manera. Y con sus responsabilidades en la chepa. Y el mundo se nos va. O se nos viene encima, que da un poco igual. Lo has tenido en tus manos, has vivido con él, en él, ha sido tuyo (ese es uno de los peores errores[2]), ha sido, incluso, tú. Y ya no está. La pena, el dolor. Otra pena, otro dolor. Pero… inexpresable. Pero tú también estabas agrietado. Casi siempre. Rasgado, pero sin querer ver.

En ocasiones, esta segunda versión de nuestro mal de amores se torna, si cabe, más cruel. Nos encontramos, nos topamos con la tercera de las situaciones. Aparece un tercero en escena. Y, a saber, la cosa se torna especialmente delicada. La intensidad del desaguisado emocional no suele tener medida. La experiencia de ser sustituido por desplazamiento. Eres desplazado. Por otra persona. El ataque más fulminante a la autoestima. El espejo, ya, un despiadado enemigo. Cuando se cruza alguien en el camino, dicen, es porque el terreno, abonado por la rutina, por la cansina cotidianeidad, dicen también, alojó con facilidad la semilla de las nuevas ilusiones, y experiencias, y sensaciones. La protegió, cuidó y regó. Y la semilla creció. A velocidad de jet. Y se torna impenitente. Obstinada. Contumaz. Bueno, esto se dice. Yo ya no me creo casi nada. Todo puede ser. Es razonable, pero hay más cosas. Siempre suele haber más cosas.

En los supuestos señalados, tres paradigmas clásicos, la idea es una, y muy clara. No te quieren, o han dejado de quererte. Ahí están las cosas. Así son las cosas. Puedes gritar, revolcarte en tu dolor, saltar mil abismos o llorar mil mares. Cuando no hay salida (a veces sí la hay, conste). Lo dice el bolero. Este amor no hace destino. Se paró, se ha detenido. Y tú estás ahí, parado. Mirando tus heridas, ni siquiera las lames, las miras, con cara de tonto. Para todo hay un tiempo, claro. Y no es tan fácil, claro. Las fases, dice, hay que pasar las fases, sin saltarse ninguna. Dicen. Un año, dicen, dos, los menos optimistas. El impacto, la negación, la pena, la culpa, la rabia, la resignación y, por fin, la reconstrucción. 

Las fases, hay que pasarlas, creo. Pero cada uno es responsable de cómo hacerlo. Eres protagonista. Tienes capacidad para decidir cómo afrontarlas, vivirlas, respetarlas, hasta acariciarlas cuando ves que se acercan y te llegan, como el gato que se frota con tu pierna mientras eleva el lomo. Pero la realidad, lo quieras o no, está ahí. Dibujada. No puedes pasar página sin más, sí. Pero o te mueves o te consumes. Ojo, que te consumes. Que no es broma. La solución es moverse, hacer, ser, volver a ser, rehacerte, reconstruirte. Verte, desde fuera, en una suerte de óptica esquizofrénica, y verte subiendo, bajando, alzando, cogiendo, llorando, riendo, hablando, callando. Pero verte vivo. Y dibujar un norte, contigo como protagonista.

La experiencia nos dice que el mal de amores existe, eso parece. Pero, la salida, también, y mucho más cercana y visible de lo que nosotros mismos nos empeñamos en ver. Incluso, pasado un tiempo, llegamos a pensar: "sí, la suerte nos ha sonreído". Incluso llegamos a reconocer: "¡qué bueno que me pasó! Me costó un congo, ¡pero qué suerte tuve!"

 Al final, si no te quieren, mejor levantarse, dar un beso fuerte y desear suerte. La suya, pero, por encima de todo, la tuya. Que tendrás que construir desde el primer minuto. Nada más salir, y notar, otra vez, que el mundo se te viene encima. Porque la suerte, ya lo sabemos, se construye. Y nunca, nunca se sabe. Mal de amores, ¿o no? Simplemente amores. Unos crecen, otros no. A veces no llegan, o llegan tarde, o te enteras tarde. O no te enteras... Y pasan. A veces sobreviven a todo, en ocasiones, se desmigan. Es lo que tiene vivir, y amar, claro. Esto es vivir. ¿Alguien dijo que esto iba a ser fácil? Al final, ¿buena suerte?, ¿mala suerte?, ¿quien sabe?

Hay un cuento que ilustra bien esta última idea. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? Una historia china habla de un anciano labrador que tenía un viejo caballo para cultivar sus campos. Un día, el caballo escapó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaban para condolerse con él, y lamentar su desgracia, el labrador les replicó: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?” Una semana después, el caballo volvió de las montañas trayendo consigo una manada de caballos. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su buena suerte. Este les respondió: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?”. Cuando el hijo del labrador intentó domar uno de aquellos caballos salvajes, cayó y se rompió una pierna. Todo el mundo consideró esto como una desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?”. Una semana más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota le dejaron tranquilo. ¿Había sido buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?



NOTA FINAL: Pero hay un mal de amor del que se habla poco (hay muchos más, pero estos expuestos son reconocidos con facilidad a nuestro alrededor). Hay un mal de amor que es, precisamente, no tener amor, no saber qué es, no ser capaz de acertar con él, de rascar, siquiera,  su superficie. No creer en él. Todo un problema, a mi entender. Un profundo error. Personas condenadas a no vivir la mágica experiencia de enamorarse, de revolucionarse por amor, de caer preso del amor. No despreciemos este mal de amor. Tal vez, el peor. No ser capaz de amar. Este sí que hace temblar. Mucho.


[1] Pérez Galdós, en Fortunata y Jacinta: Bebía los vientos el desgraciado chico por hacerse querer, inventando cuantas sutilezas da de sí la manía o enfermedad de amor. Indagaba con febril examen las causas recónditas del agradar, y no pudiendo conseguir cosa de provecho en el terreno físico, escudriñaba el mundo moral para pedirle su remedio. Imaginó enamorar a su esposa por medios espirituales. Hallábase dispuesto, él que ya era bueno, a ser santo, y hacía estudio de lo que a su mujer le era grato en el orden del sentimiento para realizarlo como pudiera. Gustaba ella de dar limosna a cuantos pobres encontrase; pues él daría más, mucho más. Ella solía admirar los casos de abnegación; pues él se buscaría una coyuntura de ser heroico. A ella le agradaba el trabajo; pues él se mataría a trabajar. De este modo devastaba el infeliz su alma, arrancando todo lo bueno, noble y hermoso para ofrecérselo a la ingrata, como quien tala un jardín para ofrecer en un solo ramo todas las flores posibles”.

[2] http://www.blogluengo.blogspot.com.es/#!http://blogluengo.blogspot.com/2011/10/la-educacion-del-afecto-y-del-amor.html

23 de agosto de 2012

Corro… luego ¿huyo?


José Antonio Luengo



Me encanta correr. No recuerdo cuándo se produjo ese momento en el que la actividad se hace casi imprescindible. Adictiva. Siendo niño, adolescente o  joven, hacer deporte, el que fuera, formaba parte de esas cosas que controlan un poco tu vida y la configuran poco a poco. Era, por otro lado, bastante normal en la época o épocas de las que hablo. Estar en la calle, y, en ella, los juegos y deportes colectivos, más o menos organizados, eran formas de diversión, claro, fundamentales; pero, también, delicados y sutiles caminos que, poco a poco, te hacían conocer algún que otro deporte, ordinariamente de grupo, pero no solo, que muchos de nuestras generaciones, más chicos que chicas desgraciadamente, acabamos practicando con bastante asiduidad. Podía ser el fútbol, por supuesto, el baloncesto; pero también el tenis o el atletismo. La calle nos transportaba. A otro universo. Te hacía huir un poco. Porque divertirse, reír, jugar es huir un poco.

El caso es que, sin enrollarme en pasados ya pasados, hacer deporte ha formado parte de mi manera de estar en la vida, de saborearla, en sus ratos libres, con amigos o en solitario, compitiendo o simplemente haciendo, por la satisfacción poderosa de moverse, correr, saltar, reír,  enfadarse, desenfadarse… Y caerse, y ganar; y perder. E irse a casa, a veces, con cara de pocos amigos. Radiante en otras. Abrazándote a tus amigos, con la ropa descolocada, o  hecha un siete. Despeinados, las rodillas sucias y los chorretes de sudor seco en la cara. Unas veces dan y otras las toman.

Moverse, de un lado a otro, no parar. Con los bocadillos en una bolsa. O sin bocadillos. Al campo de fútbol. Echando a pies para hacer los equipos. Rompiendo zapatillas, pantalones… Todo un estilo. Eran otros tiempos. En los que, también, subirse a los árboles, escaparse con las bicis, desear que no llegara nunca el momento en que un hermano tuyo, o tu madre, normalmente ella, te llamara para ir a cenar… Y a dormir. Qué aburrido, por favor.

El caso es que no recuerdo, decía, cuando empecé a correr como actividad especial. La verdad es que da un poco igual. Pero ocurrió. Me da el aire. Coges las zapatillas, te pones en pantalones cortos, una camiseta y a la calle. A veces buscas la compañía de tu MP3 o aparato parecido. A veces, no. Depende de lo que necesites. De lo que te pida el cuerpo. En ocasiones necesitas dejar la mente en blanco. Y la música no siempre acompaña. 

Correr te distrae, te atrae. Te atrapa. Captura tu mente. Riza tus silencios. Conecta tus vidas. Las que tienes y deseaste. Las que eres y dejas de ser. Las que no crees ser pero eres. Te lleva a mil sitios. Los que tú quieres. Y los que no. Los que vienen, simplemente. Los que se han ido, los que quieres que vuelvan, los malos, los buenos, los gordos, los flacos, los amargos, los ágiles, los torpes, los lúcidos, los pequeños, los grandes. Los que te abren. Y los que te cierran. Los que suben y bajan; también los que suben… Y no bajan. Y los que se van, para siempre.

Correr te transporta. Tu pensamiento ya no es tu pensamiento, tu alma no es tu alma. Los ves, los miras. Estás fuera. Te alejas, te acercas. Te resultan familiares. Piensas, intentas pensar. ¿Son míos?, te preguntas. ¿Quién es ese? ¿Soy yo? No,  te respondes, Y sigues corriendo. Y pensando. Y tu mente piensa que no eres tú quien piensas, que no eres tú ese que corres. Que no eres tú ese que oye su corazón mientras sus pies golpean acompasadamente el suelo. Porque oyes un corazón, notas su intensidad, creciente, acompasada, pero creciente. Pero no es el tuyo. A veces sí. Y paras de pensar y ves que eres tú el que corre, el que se mueve, el que se está moviendo. Porque dejas de pensar. Y el cuerpo, tu cuerpo te dice, soy yo, ¿no me reconoces? ¿Dónde has estado? ¿Es que no sabes que estás corriendo? Deja ya de pensar y escucha tu corazón, es decir, el mío. ¡Escúchale y siente qué haces, por dónde vas, cuánto te falta!  Y los pensamientos terminan por volver, en un ir y venir; porque es un ir y venir. Tu cuerpo, tu mente, tu reloj interior y tu alma. Conectados, pero mientras piensas. Casi que es otro el que corre. 

Dicen que quien corre no hace sino huir. Huir. De algo, de alguien, de sí mismo a veces. Me parece que tiene razón quienes así se expresan. Correr te permite huir, a veces. Buscas huir y corres. Porque romper con la rutina del día, calzarse las zapatillas y salir, llueva o truene, tiene algo de huir. ¿O no? Podemos decir que no. Miramos hacia otro lado y ya está. No huyo, simplemente corro. Pues vale, muy bien. Si así te sientes a gusto. No huyes. Yo creo que sí. Creo que huyo cada vez que corro. Incluso cuando sueño que corro. Todavía más si sueño que estoy corriendo. 

Huyo de mí, de lo que soy, de lo que seré mañana, de lo que fui ayer y antes de ayer. Huyo de mi yo bueno, prudente; y también de mi yo burlón, arrogante, estúpido. Que también está en mí, mal que me pese. Huyo porque me permite ir a otro sitio, habitar otro cuerpo, otra mente, incluso otra alma. Me voy, me escapo, huyo. Digo adiós. Y me escapo. Y, como por arte de magia, estoy otra vez sin ser yo del todo. El corazón, el mío, bombea y bombea. Salta, rítmicamente. Se viene arriba. Y te lleva a tu otro yo. A tus otros yo.  Esos que existen mientras corres, mientas te deslizas, ligero, entre respiraciones acompasadas, con los ojos mirando al frente, y envuelto en idas y venidas, imágenes, ideas, locuras, razones y sinrazones. Piensas en ti mientras otro te transporta. Huyes, mientras otro te lleva. Usas tu cuerpo como una suerte de vagón que te permite ver paisajes irreales, expansivos, sueltos, resueltos. Paisajes que te acompañan. Los ves y forman parte de ti, de ese que vuela con las piernas y el corazón de otro.

Huir, corriendo, está bien. ¿Por qué va a estar mal? Huir no es de cobardes. Porque, cuando corres, huyes para volver más fuerte. Y vuelves más fuerte.Te escapas. Ese otro que ha corrido contigo, esos otros que te han acompañado, te han hecho más fuerte. Y no es de cobardes porque, sobre todo, cuando corres sabes que vuelves, que vas a volver. Huyes sin hacer daño. Sin herir. Huyes solo. Sin que nadie sepa que lo estás haciendo. Huyes de ti, para acercarte al yo que quieres ser. Ese que te haga huir menos. Buscar menos en otros, en esos otros que piensan mientras tú corres, mientras les prestas el corazón, y tus músculos. Y también tu propia mente. Y, especialmente, tu alma. Esta, el alma, es el argumento por el que huyes, con el que huyes, y con el que te construyes, un poco más cada día.


El peligro no está en huir, como dice la canción, sino en no saber a dónde ir. Corro, luego huyo, un poco. O mucho, a veces

22 de agosto de 2012

La luz al final del tunel

La luz al final del tunel
José Antonio Luengo

Vengo de pegarme una caminata bárbara. Me ha llovido lo que no está en los escritos. La temperatura era sensacional, esa que se ajusta al verdadero ni frío ni calor. La tierra mojada, el campo verde, fresco, abrumador, salvaje en algunos sitios. Algún que otro paisano que te saluda amable, gesto que agradezco especialmente. Aquí la gente, en los pueblos, las aldeas, se sigue salundando. Y te saludan también a ti. Aunque sea la primera vez que te ven. Porque es signo de buena educación, de amabilidad, de afecto, vaya. Así quiero verlo. Aunque sea pura cordialidad, ésta rezuma, para mí, afecto. Tal vez sea por el contraste con la realidad que uno suele pisar y habitar cada día en la ciudad donde vive. 

Los olores, en su sitio, recordando mil sensaciones. Apelando al pasado, haciéndolo presente. La paja y la hierba, humedas, los restos de los animales, poderosos, intensos. Pimientos asándose en la parrilla de un jardín cercano... Las plantas de incienso explotando de olor sagrado al contacto con la lluvia que cala. Los colores, en cada paso, te llaman, te absorben, te meten en su interior. Te transportan más allá. No son los de siempre. Estos están vivos, reclaman salir, ebullecer, saltar entre piedras, hacia las nubes, con ellas. Te tocan, acarician, y te dejan pasar. Contagiado ya de su adictiva sustancia. Verdes, sobre todo verdes, pero rojos, de la tioerra, también, amarillos intensos de las clivias, violetas insalvables de las buganvillas, morados mágicos de las mil, diez mil, cien mil hortensias. Millones de hortensias. A tu paso. Te saludan, te miran, te acompañan con su mirada. Y te dicen hasta luego. Porque saben que volverás. Lo saben.

Al volver, me pongo a escribir, sin saber muy bien a dónde quiero ir. Como cuando he salido a pasear. Y qué más da. Me dejo llevar. Simplemente. Me dejo ir. Pero me sale escribir. Me apetece. Ayer hice una ruta larga, entre bosques, subiendo, bajando. Con el mar al fondo, a veces. Apretado entre árboles enormes y frondosos casi siempre. Apretado, cubierto casi, con escasa luz a mi paso.

Te abres camino sin saber muy bien cuando acabará esta suerte de buscada oscuridad. A un lado y otro del sendero, guerreros de madera impiden que prestes siquiera algo de atención a lo que no es el frente, aquello a lo que te enfrentas, lo que tienes por delante, lo que sabes, o, al menos, intuyes, que te lleva a tu destino. O a algún destino. Tampoco importa en ese momento cuál. El que toque, piensas. El que sea, te dices. Lo importante es verlo. Llegar, estar. Y verlo.

No sé muy bien por qué extraña razón todo lo que se me ocurre al escribir tiene eso que llamamos algún final feliz. Pero es lo que hay. Sale. Y se abandona a su suerte. Pone manos a la obra y no para de dar y dar a la tecla. Como si obedeciera a alguna norma oculta, toma decisiones sobre qué teclas pulsar, en qué orden. Y con qué criterio. Y quién soy yo para decirle que no a este impulso. Anda, vete y sé libre, muchacho.Y de pronto, el impulso se detiene y elige otra foto, también capturada ayer, mientras caminaba. Y elige, claro, una con final feliz. Una que no solo te muestra el camino, sino que, además, te deja ver la luz al final del tunel.

A veces lo ves lejos, muy a lo lejos. A veces, no lo ves. Pero alguien te lo muestra. Orienta tu mirada, señala con el dedo y, zas, allí está. Llegas a verlo, ajeno aún a ti, a tus cicunstancias. Pero, al menos, sabes que está allí. Que existe. A veces no lo ves. Y nadie puede enseñártelo, aunque ellos lo ven, intentan mostrártelo. No lo ves. Porque no puedes verlo en ese momento. En ocasiones, también, porque no quieres verlo. O porque te encuentras tan cansado que no puedes más. Estás a punto de tomar una decisión. Abandonar. Sentarte. Dejarte llevar, pero no hay la luz. Sino hacia la indefensión, el silencio abrasivo, la ausencia en la mirada.

Sea cual sea la situación, lo cierto es que, salvo con la experiencia que todos conocemos y que no tengo ganas de nombrar en estas lineas, siempre hay luz al final del tunel. Siempre. Siempre hay un espacio que te acoge, que te limpia, te asea, te calma, te deja descansar. Te da paz. Tal vez para volver a meterte en mil sendas incontroladas. E incontrolables. Pero ese  momento existe. Tras la tempestad, la calma. No es que siempre haya un final feliz. Menos mal. Sería tremendamente aburrido. La idea es que siempre hay un lugar en el que lo vivido cobra sentido, te curte, te enseña, te muestra. Otros caminos, otros sitios, otras formas de ver e interpretar las cosas. Y tú sabes que es así. Lo has vivido desde que tienes uso de razón. Aunque no hayas procesado la información.

Pasada la noche, llega el día. Y puede que no sea el mejor día. Pero no es noche. Por eso me gusta especialmente la expresión de la luz al final del tunel. Porque habla de la luz. Y de la noche. Y de la noche sabemos todos. Y mucho. Nos oprime cuando estamos preocupados. Asalta nuestros corazones e inflama los miedos. Te arrincona. Parece que nunca se va. No hay manera. Pareces enquistado, sin salida. Y, así, de buenas a primeras, tras un rato de sueño, pequeño incluso, llega el día. Y la opresión deja de ser opresión. Y se torna, por arte de magia, o de la luz, en preocupación. Razonable. Abordable.


La idea, la experiencia, el reto, la prueba, es seguir. Seguir el camino. A un lado y al otro, los estirados soldados que te obligan a moverte, a encadenar una exclusiva línea de pasos hacia quíen sabe dónde. Pero hacia adelante. Un paso tras otro. El dolor desaparecerá. El miedo acabará escondiéndose, extrañado, sin saber si podrá acobardarte otra vez. Pero lo intentará. Pero nosotros, mirando al frente. Paso a paso.

21 de agosto de 2012

El pasado

El pasado
Mario Benedetti
(Vivir adrede)


El pasado es la única temporada que crece cada día. Desde el hoy solemos contemplarlo con un poco de angustia. Y nunca está completo. La momeria se queda apenas con fragmentos, que no siempre son los más relevantes. En el pasado hay remansos de amor y pozos de odio. Ruiseñores canoros y cigüeñas mudas. Crímenes y caridades, octubres primaverales y junios congelados. El pasado es un tango deslumbrante, que de a poco empalidece. Un camposanto donde yacen esperanzas y quimeras. Solo sobreviven unas pocas utopías que no llegan a destino, pero al menos nos animan, nos hacen creer que somos, que existimos.

En el pasado fluye el río, la lluvia balbucea. El ayer es una envoltura de sucesos, de nunca más y todavía. Cuántos puentes habremos cruzado entre el descanso y el cansancio, entre el misterio y la revelación. Dicen ue en el pasado crecen las semillas del futuro, pero en qué jardín, en qué cantero, si el futuro es cada vez más corto, más mezquino, más gravamen de rocas imbatibles. Lo pasado, pisado, dicen los pesimistas. Después suspiran y a veces expiran.


Cuando leo esto, inspiro y pienso mejor. Madre mía!
Luengo

20 de agosto de 2012

El pasado, el presente y las cosas de la vida


El pasado, las cosas de la vida y la educación

José Antonio Luengo

Me acabo de apretar un plato de paella de las que hacen historia. La paella recién comida ¿es pasado o presente? Es pasado porque está sometida a jugos gástricos desde hace un buen rato (la siesta ha debido hacer el resto). Pero, sin embargo, está muy presente. En la foto que he hecho de ella a medio vaciar, en la mente y el recuerdo, en el regusto que se te queda a pesar del cepillado de los dientes… Está presente. Y lo estará hoy, seguro, porque hablaremos de ella, de quien la hizo, del sabor a leña, del pollo que la completaba… Está presente, e inmortalizada con la foto. Presente, pasado, futuro?

En la vida todo es relativo, dicen. Y si hablamos del tiempo, mucho más. Notablemente más. Solemos dividir en partes nuestras vidas. Clasificar nos ayuda a comprender las cosas. Uno de los avances más sustantivos en el desarrollo del niño es, sin lugar a dudas, el momento en que empieza a comprender los conceptos que nos permiten categorizar y ordenar las cosas, sus cualidades, su naturaleza, la situación respecto a un determinado lugar en el espacio, o en el tiempo, ya lo he dicho. 

Los que vivimos la época de Barrio Sésamo, bien como niños, bien como padres novatos, sabemos identificar bien lo fácil que se nos hacía comprender capturar las nociones cromáticas, espaciales, temporales… Los tamaños o las diferentes naturalezas de las superficies. Esto está cerca. Ahora estamos lejos. Esta manzana es grande. Ahora estoy dentro. Tú estás fuera. Todos dentro, todos fuera, ahora arriba, ahora abajo… Así se expresaban los muñecos de Barrio Sésamo. Y, fuéramos niños o menos niños, observábamos atentos la sencillez con la que pueden explicarse las cosas y, respirábamos hondo porque éramos conscientes del orden del mundo, de nuestro mundo. Y también, ojo, de lo relativo que es todo. La idea de la perspectiva es una de las más nociones más complejas en el descubrimiento del mundo. Pero es esencial. La perspectiva da visiones del mundo diferentes. Y, lo mejor, nunca lo peor, todas válidas. Y veraces. Todo es relativo, vaya.

Depende del cristal con que se mire… Pero es verdad que el antes, el hoy, el cerca, el más o el suave, cobran sentido si existe un después, un ayer o un  mañana, un lejos, uno menos o un  áspero. Son las cosas que tiene la vida. Todo suele tener su contrario. Y nos movemos de uno a otro sin solución de continuidad. Hoy estoy bien, mañana regular. Hoy me levanto antes, mañana después. Hoy quiero mucho, mañana… quién sabe! Hoy me quieren mucho. Mañana… menos. Bueno, no. Quién sabe! A veces todo un lío, hay que reconocerlo. 

Nosotros, los adultos, hablamos mucho del tiempo. Sobre todo cuando va acumulándose en nuestras espaldas, como el cansancio tras una larga carrera. Lo notas al terminarla, luego te duchas, descansas y… hasta la próxima. El cansancio se acumula en tus músculos, tus huesos, tus arterias. Pero también te hace más fuerte, más resistente. Es lo que tiene madurar. Te pierdes cosas pero las que vives, si no te da un mal, son mil veces mejores. Pero es verdad que se acumula. Y un día te dice. Amigo, hasta aquí hemos llegado. Y te vas. Unas veces pronto, otras, tarde. Lo ideal es no irse nunca. Y nunca te vas si tienes pasado, si te lo has currado, si has vivido. Si has ayudado a vivir. Si te recuerdan. Con cariño. Solo si te recuerdan con cariño. Si te recuerdan con ira, te has ido Para siempre. No estás. No vale. Nada.

Utilizando las nociones que nos proporciona el tiempo, podemos hablar de nuestro pasado, del presente que vivimos y del futuro que nos espera. Y es difícil cuestionar esta forma de parcelar la realidad, nuestra realidad, la que hemos sido, somos, y, cabe la posibilidad, seremos. Además, por qué tenemos que cuestionar todo. Esto es fácil de entender. Vivimos (pasado), vivimos (presente) y viviremos, claro. Un poco al menos. 

No me parece demasiado justo que se hable mal del pasado. O que se le ningunee, apelando a nuestra capacidad para hacer presente y, sobre todo futuro. Está bien. Me parece bien. Creo en esa manera de ver las cosas. Pero nunca a costa de abandonar en un rincón inhóspito nuestro pasado,  nuestros recuerdos, lo que fuimos y por qué fuimos, cómo fuimos, incluso cómo pudimos ser. A mí me gusta el pasado, pero no hablo de mi pasado personal. En él hay cosas que me gustan y otras que no. Pero me han configurado como soy. Con sus luces, pocas, y sombre, bastantes, seguro. 

Me gusta el pasado porque explica nuestro hoy y, si lo gestionamos bien (me refiero a pensar, con criterio, en nuestro pasado), no solo explicará nuestro futuro sino que le dará sentido. Y lo hará mejor. Más lúcido. Y, si cabe, más feliz. Creo, incluso. El pasado, lo que verdaderamente recordamos de él, puede ser mejor o peor, más o menos agradable. Lo mejor es que, normalmente, solemos recordar las cosas que nos hicieron más felices. Y arrinconamos las que nos hirieron… No todas, pero sí, probablemente, sus momentos más amargos. Freud explicó bien cómo nos defendemos de nuestros fantasmas. Y no recordar determinadas cosas es un mecanismo de defensa que nos permite sacar, a veces, la cabeza. No todos piensan como yo. Seguramente me equivoque, pero prefiero pensar así.

Lo importante es que el pasado es lo único real. Porque el presente se convierte en pasado en le momento en que lo estás viviendo, segundo a segundo. Y el futuro, pues eso. Es un futurible. El pasado reciente lo recordamos más, claro, está más cercano. No tenemos que completarlo con nuestras cosas, aunque, a veces, sí. Saben los neurocientíficos que en torno al cincuenta por ciento de lo que recordamos de nuestro pasado lejano es, casi, pura invención. Inventos que nos convienen, rellenos con los que completamos un pasado que, en toda su totalidad, es imposible acumular, capturar, integrar. Y eso, me parece también, está muy bien. ¿Por qué tenemos que quedarnos con lo peor? Bastantes cosas malas nos ocurren para que, además, organicemos nuestro pasado con mojones de tristeza. Aquí una tristeza, en esta linde, otra… Uy!, mira, allá otro dolor! No. En absoluto. ¡Qué aburrido! 

El pasado nos sirve. Y tenemos que revisarlo. El reciente y el lejano. Todo nos explica por qué. Por qué hacemos. Y, lo que es más interesante, nos puede explicar qué hacer. Y por qué hacer! Esta es la senda. El pasado se nos graba. Se nos grabaron los olores, sensaciones muy estables que despiertan nuestra imaginación y capacidad para recordar. Se nos grabaron los sabores, menos estables, más ligados a lo que ponían ante nuestros ojos y gaznates nuestras abuelas y madres. Fantásticos. Difícil de repetir. Por no decir imposible. Tal vez aquellos sabores sin aderezos; la manzana o membrillos recién cogidos del árbol (recuerdo las manzanas ácidas en la huerta de mis tíos, en Alsasua), los melocotones del verano, en Logroño…Sí es más posible, sin embargo, con los olores. Permanecen más porque son más neutros. La hierba segada, el olor a mar, la mañana temprano, en el campo, las casas cerca del ganado, la noche en los pueblos de la montaña… Los ingredientes son los mismos. Siempre. No pasa igual con las recetas. Una pizca más de sal y, zas, ya no es igual. El pasado nos sirve. El estable y el menos estable.

Porque el presente se convierte en pasado ya, ya se ha convertido, y el futuro como tal no existe. Solo es una posibilidad. Una posibilidad que va convirtiéndose en acto en la medida en que se convierte en presente y éste, en un pis pás ya es pasado. Menudo lío, o no. Las cosas son así. Y así muestran cómo es de relevante y significativo en nuestras vidas.
Soy de los que creo en el pasado. Priorizando el presente, el aquí y ahora. Claro, un aquí y ahora que serán pasado reciente según se saborean. O se aborrecen. Y ese presente que se convierte en pasado como alma que lleva el diablo, no es sino el andamio en el que se construye nuestro futuro. Ladrillos de emoción, de sensaciones, palabras, ideas, llantos, tristezas, sonrisas y carcajadas.

La educación de nuestros pequeños no es otra cosa que ayudarles a construir un pasado desde el que puedan impulsarse, firmemente agarrados a la pértiga que le catapultará más allá de cada presente, más allá del inalcanzable futuro. Los adultos sabemos mucho de esto. Porque tenemos muchos pasado, muchos pasados. Y sabemos de qué estamos hablando. Del poder de recordar sin ira, con cariño, con afecto, con humildad…

La tarea de los adultos no es, no puede ser, subirles a un caballo ganador, sin más. Porque, a pesar de que los vemos (a los caballos), no existen. Sabemos mucho de ello los adultos. Como sabemos del valor del esfuerzo, de la capacidad para renovarse cada día, del dolor en la rodilla cuando tropiezas y te caes. Sabemos también del chorro de adrenalina ante las dificultades. Y no sé si sabemos mucho de esto pero, deberíamos. Sabemos mucho, o no, del poder que inspira el hacer las cosas uno mismo, sentirse útil, ser valorado, querido, respetado. Y también educado, en el buen y amplio sentido de la palabra. Ayudarles a construir un pasado de valor, coraje y sencillez.

La paella ha caído. Del todo. Pero aún es presente.

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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