28 de agosto de 2013

Un poco de poesía, para desengrasar

Un poco de poesía, para desengrasar
José Antonio Luengo






Las palabras tiemblan

Las palabras tiemblan
A veces. Tiemblan, tiritan,
Ante los ojos, sus ojos,
sus certeros ojos.
Certeros de ciertos, de pertinentes, de diestros...
Certeros de abiertos.
A la vida. A la luz intensa.
Y a lo oscuro.
Y hasta desconocido. 


Tiritan la palabras
Cuando hablan,
Pensando en ellos,
Dormidas en ellos,
Atrapadas en ellos.


Tiritan las palabras,
Como tiritan, también,
Las manos, mis manos,
En sus rodillas,
Como esculpidas,
Por mil manos diestras,
Cien mil, manos maestras,
un millón de manos sabias.


Tirita la vida,
Ante su pelo, ante su pelo.
Como aterida, expectante,
Como huidiza, atrevida, insinuante, fugitiva,
Como espuma,
Del mar, de ese mar
Que forma su mirada,
Así, casi si mirar.


Tirita todo, de magia insondable, de salto extremo,
De emoción.
De esa emoción.
Intrépida y cabal al mismo tiempo.
Y el corazón cabalga
En mil caballos andaluces,
Al amanecer,
Mirando la vida nacer.
Cada día ...



A veces el silencio...

Vivir es andar
andar sin parar
dándose, dando
y, también, sí recogiendo

A veces caes, sin saber por qué
te incorporas, coges aire,
te apoyas y...
vuelves a estar cerca
de donde estabas,
antes de tropezar, de caer.

Amar es andar, también,
andar deprisa, lento, corriendo incluso,
Andar en lo oscuro
y en lo claro...

Amar es dar, hasta guardando silencio
dando un paso atrás,
cuando no escuchas
lo que parecía
que era, lo que era

Y saber estar,
aun en silencio,
rezagado, discreto,
humilde y hasta escaso
De palabras, risas, besos.
Y de abrazos

Porque amar es dar, también,
así, con la sonrisa,
con la mirada,
con el abrazo,
dispuestos...
Atentos
Y firmes si es preciso

Porque no dejas de amar,
eso no, eso no.
eso nunca.
A quien quieres y sigues queriendo
Con el alma...



23 de agosto de 2013

Se trata de andar



Se trata de andar
José Antonio Luengo



Mediados de agosto. Vacaciones. Hoy he salido a correr pronto. Por aquí, cerca de Sant Esteve de Guialbes, en Girona, la mañana ha amanecido muy nublada. Fresco el ambiente, con olor a tierra mojada de algún chaparrón de esta misma noche. Nadie por las solitarias carreteras que conectan los pueblecitos de la zona. Llevo diez minutos trotando, caen unas gotas, amenazando lo que está por venir. A los quince minutos más o menos explota el cielo y empieza a jarrear. Sigo corriendo, empapado, con una sensación rara en el cuerpo. No es cómodo trotar así pero resulta especial. Diferente a lo ordinario. Se hace difícil claro, pero merece la pena seguir. Cuestas, curvas, un coche que viene de frente y te da las luces. Se aparta amablemente de su carril porque no hay arcén y corro justo por la línea de marca la carretera. Al lado, una cuenta profunda.


No tardo mucho en dejar de correr y decido continuar andando. La lluvia persiste, intensa, con goterones que salpican al caer al suelo. Estoy como una sopa pero ya, qué más da. No hace frío. Es una tormenta de verano que está durando más de la cuenta. Pero sigo andando, a paso ligero, pero andando. Unos diez minutos después deja de llover y en el cielo se abre un arcoíris espectacular. El suelo está empapado. Y yo, claro, también. La sensación de frescura y el ambiente húmedo y luminoso ahora me hacen seguir. Ya llegaré, me ducharé y secaré. Ahora hay que disfrutar. Del camino, del agua que corre por las acequias, del olor a verde húmedo. De los pájaros que empiezan a cantar otra vez. Y de las cigarras, que aprovechan el sol que empuja entre nubes escurridizas, y llenan el aire con su zumbido abrumador. Más y más según el sol se va haciendo dueño y señor de la situación. 

Ya no corro. He decidido seguir andando un rato, y mirar, explorar, meterme en los caminos casi infranqueables, por la vegetación, que se abren paso e ambos lados de la estrecha carretera, por la que siguen sin pasar apenas coches. Pasados unos minutos echo a correr otra vez. Sigo empapado, pero la sensación de libertad es grande y me apetece apretar un poco el ritmo. Suenan  mis pasos en el suelo, en los charcos dejados por el chaparrón, o pisando las pequeñas ramas secas que han caído con la fuerza del agua. Y el aire entra diáfano en mi pecho, la sensación de poder casi con todo en ese momento, la percepción de lo bello en cada detalle, en cada gesto de la naturaleza que recorro. Mientras corro y miro, con deleite y paz.

Al final toca parar un poco, y encontrar la ducha reparadora. En los casi setenta minutos que he estado fuera no he dejado de pensar en una analogía sencilla y usada. En la vida uno tiene que andar. Seguir. Buscar. Tropezarse y, a veces, caer. Y levantarse. Cuantas veces sea preciso. Andar el camino es como vivir. Momento a momento a momento, día a día. Paso a paso. En ocasiones será sencillo, cuesta abajo, incluso llaneando, con buen tiempo, sin necesidad de llevar cosas a la espalda, de las que pesan, y no puedes dejar de llevar porque ya forman parte de ti. Otras veces será difícil. Lluvia, frío, viento, cuestas y caminos difíciles, torceduras de tobillo… A veces la sensación de no poder. Los músculos te queman, el oxígeno no da más de sí. Y tienes la sensación de quedarte, sin poder seguir. No merece la pena, llegas a pensar. Pero te detienes y descansas. Y, solo o acompañado, tienes la fuerza para seguir. Seguir andando. Y puedes ver, una vez más, que el sol vuelve a aparecer. Que lo oscuro se va también. Y el cansancio puede ser un vago recuerdo. A veces conseguimos ir bien equipados. En otras, sin embargo, nos pilla el toro y tenemos que sacar fuerzas de donde no hay. Y en ocasiones nos sorprende una tormenta y no hay sitio donde cobijarse. Y nos tememos lo peor.

En la vida, sobre todo, se trata de andar. Porque eso, andar es, básicamente, lo que nos permite estar vivos, movernos, cambiar, explorar, indagar, y, por supuesto, ser. Andar, de un sitio para otro, con otros o solos. Porque la vida, insisto, supone andar y, especialmente, saber andar. 

Anda el bebé cuando, nada más nacer, inicia una aventura impredecible. Cada cosa que hace, cada gesto o postura, traen consigo consecuencias. Cada una de ellas, singular, única. Como únicas son las cosas que hace, el bebé, cuándo las hace, cómo las hace, con quién las hace. Y únicas son también las respuestas del entorno, de quienes están o acompañan. De sus gestos, también, de sus miradas, de su calor, de su presencia, calidez o disposición. Lo queramos o no, vamos siendo nosotros mismos gracias a ese camino en el que un día nacemos, el que nos toca, y por el que transitamos día a día. Con más o menos comodidades, más o menos calor, más o menos recursos. Recursos que atraer, asir, capturar, hacer nuestros. Casi siempre de la mano.

Un camino, ese que tenemos enfrente es el que vamos haciendo, poco a poco, con nuestros pequeños pasos al principio, tocándolo todo, gateando, conquistando el espacio, y las cosas. Comprendiendo, poco a poco, lo que nos rodea. Lo que preparan a nuestro alrededor. Y haciéndolo nuestro, con nuestro particular modo de leerlo, de integrarlo, incorporarlo a nuestro mundo de experiencias. Dando a cada cosa que nos pasa la importancia que en ese momento le damos. Que es personal, e intransferible. Como tantas cosas.

De niños seguimos aferrados a ese camino, el nuestro, el que nos ha tocado en suerte, por el que pasa, también, nuestra gente, más o menos conocida, más o menos próxima, pero nuestra gente al fin y al cabo. Los que están a nuestro lado y nos acompañan en el camino. Vecinos, compañeros de clase, amigos, familiares… O gente, personas, que viven cerca, junto a nosotros, que forman parte de nuestra vida. Y así será durante mucho tiempo. Andaremos así tiempo, mucho, dejándonos llevar por las señales del camino, que no son sino las instrucciones que nos dan. Lo puede o no hacerse, tocarse, decirse… Lo que entraña riesgos, o no. Lo que es aconsejable. Señales, señales, señales. Nuestros adultos nos llenan, el camino, de señales. Para que no nos perdamos. En varios sentidos la cosa. De si hay que ir despacio, o si hay que tener precaución con la curva que se acerca, que si se estrecha el camino o hay obras en él. Que si nos acercamos a algún cruce, o núcleo urbano. Que si pueden aparecer animales en la calzada o hay peligro por mal estado del firme… Los puntos kilométricos que dan fe de lo que vamos recorriendo, y lo que nos falta, para llegar a algún sitio. O de las diferentes direcciones por las que podemos optar según vamos andando… Señales, en definitiva, que van marcando nuestro camino. Siendo niños las seguimos al pié de la letra, convencidos, confiados. Es lo que hay. Y más vale seguir las instrucciones, el código de circulación que nos va siendo dado a cada instante. Y se entiende mal la trasgresión. Los caminos por los que andamos suelen llevarnos al colegio, a los sititos que van siendo nuestros referentes espaciales y de relación. 


Y están, a cada paso, en casa, con los hábitos, las normas y, por supuesto, con los recursos que a nuestro lado van depositándose, como si de un videojuego se tratara. Hay que ir detectándolos, apreciarlos, y hacerlos nuestros. Recursos de trato, convivencia y relación con otros. Recursos de análisis y valoración de lo que ocurre a nuestro alrededor, y de lo que ocurre en nuestro interior, de cómo interpretamos las cosas, de cómo reaccionamos y, poco a poco, respondemos (con cierto criterio) a lo que sucede y nos concierne. Se trata de recursos que surgen de las experiencias que vivimos con los demás, de ir andando por el camino, a un ritmo razonable, todo hay que decirlo, tratándose de niños como somos a esas edades. Y lo hacemos bien. Pisamos charcos, también, y miramos con cara de pillo a quien, a su vez, le enternece profundamente nuestro descubrimiento, nuestra pequeña trasgresión. 

Enseguida pasan cosas. Tenemos que seguir andando, claro, pero yo, ya, soy diferente. Llega la adolescencia. Empujada por cambios fisiológicos de envergadura, nos sitúan ante el camino en plena efervescencia y cambios. Cambios sustantivos que devienen de nuestro interior. Y que hacen que la percepción del camino sea otra. Diferente. Siguen las curvas, las cuestas, hacia abajo también, claro. Siguen las señales y el código. Pero yo ya no soy el de antes. Miro más hacia los lados, presto menos atención a lo que se me señala, indago y exploro más, al borde del camino, saliéndome de él. Deliberada, conscientemente. Hay un mundo por ahí que merece la pena descubrir, al menos ver. Un mundo de charcos, de reconocimiento intelectual y emocional, de trabada lectura. Un mundo de sentimientos que explotan, que inundan el corazón de tu existencia, que iluminan senderos invisibles a otros ojos, pero no a los tuyos. Porque tu cerebro se expande, de ilusiones encontradas, contradicciones dolorosas, paradojas inconfesables. Porque tu cuerpo se va de coordenadas. Y salta y se adentra en lo infranqueable. El camino, que existe, sigue existiendo, con sus límites y señales, no se cierra en las imborrables líneas que lo franquean. Muy al contrario, sirve casi de plataforma para el salto, para volar. Con la imaginación, la risa, los llantos, las emociones incomprensibles. Y con el pensamiento, que desbordado ya, al mundo de lo abstracto, divisa el norte de las cosas, la preocupación por lo intangible, la comprensión del más allá de la acción concreta. Del aquí y ahora.

El cuerpo y la mente están preparados para sortear y driblar la prescripción. Porque hay mil senderos, mil curvas en las que esconderse y escaparse. Para seguir creciendo, en la huída, en la deserción, en la duda, en la búsqueda permanente de lo que no se ve. De lo que otros no son capaces de ver. Aunque vieron, en su día. De lo que no nos es mostrado, de lo que no hay rastro aparente. El camino, así, se vuelve algo, siempre, desde el que saltar. A otra dimensión. Y al que volver, sí. Eso también. Pero siempre andando, a saltos, tal vez, en esta época, desordenadamente, sí. Burlando al sentido común, corriendo, volando en ocasiones. Pero andando, hacia delante. Sin parar.

El camino vuelve rápido, con sus límites y reglas, con sus señales y parámetros de medida. Más estrictos, si cabe. La mente, dicen, parece ordenarse. Y hasta asentarse. Debe ser eso de sentar la cabeza, que dicen. Sentamos la cabeza y andamos, seguimos andando. A veces, siendo adultos, entramos en una especie de tontódromo, en el que las cosas son, ya, tan previsibles, que ni miramos. Y damos vueltas y más vueltas. Solo movemos las piernas, y los brazos. Y vamos de un sitio a otro. Muchas veces, casi, sin despeinarnos. Si mirar, sin reparar casi en nada que no sea ya conocido, sin pensar que aún podemos sorprendernos. Como quien no es consciente de andar. De lo que supone andar. De lo que supone seguir aprendiendo. De la ilusión, de la emoción, de lo inesperado, del recodo ese en el que nunca paré, del senderito que siempre veo al pasar pero por el que nunca me he asomado. Del paisaje que me rodea y cambia, sin que preste atención a ello. Del paisaje, que puedo yo mismo cambiar. Porque puede andar, sortear, escabullirme, introducirme, ir, venir, escapar, correr, tocar, observar, deleitarme. Porque estoy vivo.


Siempre se trata de andar, unas veces solo, otras, acompañado. O a trote cochinero. En ocasiones rápido, casi corriendo, saltando también, incluso volando. A veces sí, como dice Serrat, volando, cuando la vida te besa en la boca, y a colores se despliega como un atlas. Nos pasea por las calles en volandas, y nos sentimos en buenas manos…(***) Otras veces andando casi a rastras, por caminos embarrados, cuestas irreductibles. Agotados, sudorosos, con miedo, incluso. Cambios de rasante, sin saber muy bien qué te espera más allá, curvas que doblan tu espinazo, caminos sin señales, casi sin camino.

Pero ir, mirar hacia delante siempre. El calor o el frío nos acompañarán, y el dolor, que casi llega a hacerte parar. Pero sigues, siempre sigues. Cansado, te levantas y continúas. Se trata de andar, no tanto de llegar. Porque llegar, lo que se dice llegar, en la vida, suena, más bien, a terminar. Y andar, sin embargo, es sinónimo de actividad, de vida, de búsqueda, de esfuerzo, de imaginación, de movimiento y mirada pícara. Ante las cosas. Ante ti mismo. Pasamos por los sitios, por las emociones, por los espacios. Por el tiempo. Y, a veces, tenemos la sensación de haber llegado. Pero no. Solo estamos de paso. O deberíamos estar. Porque la vida es cambio y todos somos cambio. Pensar que hemos llegado y seguir viviendo… No es compatible con la vida en sí misma. Marcamos los lugares, completamos hitos. Hitos que nos marcan, asimismo, la progresión, el nuevo camino. Ahí queda eso.

Andar, siendo consciente de hacerlo. Andar, erguido, seguro, consciente también de la oscuridad que encontrarás, pero, también, de que el día llega. Siempre. Abierto, a la vida, al corazón, a la alegría. Dando, siempre dando. Escuchando más que hablando, compartiendo, Sonriendo, perdonando, dando fuerte la mano. Y los besos. Y los abrazos. De verdad. Reconociendo, cuanto antes, tus errores en el camino. Y corrigiendo, siempre, en cuanto puedas, o te dejen. Mirando atrás sin ira, con afecto y cariño. Disfrutando de cada momento, de cada paso que das. Cayéndote y levantándote. Sabiendo coger y sabiendo, sobre todo, soltar. Sin reservas. Mirando a los lados, y al cielo, y a quien camina contigo. A los ojos. Sin miedo a los cambios, sabiendo, siendo consciente de la necesidad de mirar de frente, y seguir. Aun con dudas e incertidumbres, seguir. Al final, siempre se trata de andar. A veces, incluso, cruzar algún desierto, solos.


12 de agosto de 2013

Cuando no puede ser... pero fue

Cuando no puede ser... pero fue
José Antonio Luengo



En la vida te la juegas casi en cada momento. Un flujo inacabable de decisiones toman cuerpo de manera permanente. Sin descanso. Tal vez el que nos proporciona el sueño, que no los sueños. Pero la realidad es que no paramos de mirar, ponderar, medir, calibrar, sopesar, analizar, valorar, dudar y, claro, decidir. Cada paso que damos es una decisión, cada palabra, a veces. Cada mirada, incluso. 


Vivimos la vida junto a otros, los otros, que nos acompañan, más o menos, en nuestra casa, en la amistad, en el trabajo. O en la calle, mientras paseamos, cuando vamos al cine, cuando entramos en un bar o conversamos. Cuando compramos el periódico e intercambiamos unas palabras con el quiosquero. Cuando alguien nos pregunta por una dirección determinada, cuando nosotros preguntamos por dónde seguir para llegar a nuestro destino. Cuando nos invitan a una fiesta... Y acudimos. Cuando conversamos con alguien que nos acaban de presentar o cuando terminamos, por fin, hablando, con quien queremos terminar hablando, y algo más si puede ser. Pasear o algo así. Conocer un poco más de su vida. Si el color de sus ojos es el que realmente me pareció ayer por la noche. O si su sonrisa es tan fantástica como la que me dedicó ayer. Creo que me la dedicó ... Uff, ya ni sé. Con las bromas y el vino de por medio. Que ya sabemos que altera, el vino, las cosas. Un poco al menos. Casi siempre para bien. Con moderación, sí. Lo sé. Pero te hace ver más allá, un pelín más allá. Es como un escáner. Que profundiza y penetra. Y traduce la información visual en códigos de sentimiento y emoción. Y también te muestra, a ti.


La vida, en ocasiones, te pone ante relaciones que, ay!, reblandecen el suelo que pisas. Y lo hacen inestable y movedizo. Más de lo normal. Fluye a tu alrededor entonces una especie de aire fresco que penetra en cada poro de tu piel. Y respiras, ya, de otro modo. Ventila tu interior y surge, entonces, un estado de embriaguez emocional que te cambia la cara.  La cara, mucho. Aparece una sonrisa tonta, que no se va. Ni dormido. Porque dormido sigues conectado a esa experiencia, a esa brisa estable que discurre, cómplice, por cada célula de tu cuerpo.  Y la percepción se ve, también trastocada. Ves constelaciones donde hay lunares desordenadamente dispuestos, o eso parece. Y ves al sol ponerse, una y otra vez, al mirar el verde. Ese verde. Y el alma se mueve inquieta.


Y, a veces, pasa lo que pasa. Mientras pasa. Porque poco, tal vez nada, perdura todo lo que quisiéramos que perdurase. O no. Porque perdurar, a veces, es sinónimo de decaer. De desánimo, desaliento, rutina,  fatiga o flojera. Porque perdurar no significa, precisamente, mantener, sostener, consolidar, seguir... Pero a veces pasa lo que pasa, sí. Y vuelas. Te preparas para volar y vuelas. Sueñas. En mil mundos. Y haces tuyo cada uno de ellos. Y saltas, de aquí para allá. Sin parar. Pareces hiperactivo. Es que lo eres, oye. Es lo que hay. Parar es para otros. 

Y pasa lo que pasa. Y sigue pasando. La ilusión te explota en el pecho. No conoces el descanso. Y las pupilas se dilatan, hasta el infinito. Y más allá. Ves, siempre, más allá. Es, claro, la magia que trastorna el horizonte, la emoción que da la vida. La vida, en ese momento, en esos momentos, durante ese tiempo. Y mal por ti si no lo vives. Si no disfrutas. 


Porque todo cambia. Y se va. O se queda, pero a su manera. De esa manera que ya no es igual. Y es normal que sea así, dicen. Ya no sé. Pero, olé cuando pasa, porque pasa, porque te pasa a ti. Porque la vida te ha elegido. A ti. En ese momento, durante ese corto o largo espacio de tiempo. La vida dura lo que dura. Las cosas duran lo que duran. Se mantienen lo que se mantienen. Y siempre, o casi siempre, acaban parando máquinas. Porque ya, por lo que sea, por quien sea, no pueden ser. Así, como han sido. Ni serán. Así.




Pero han sido. Esa es la magia del asunto. Han sido, y por tanto, serán. Paradójico, tal vez. Pero serán. En la memoria, el corazón. el alma. Porque solo muere aquello que ya no tiene fuerza para vivir. Y eso, lo vivido, siempre la tendrá. La fuerza, la llama que prendió, la vida que cambió, las ilusiones que entrañó. La complicidad que creó. Que se creó. La magia está, precisamente, en ver. Ver que está. Que fue. Que estuvo. Que vino. Y que quedó, de alguna manera, dentro de ti. El valor está en agradecer. Agradecerte también. Por estar, por vivir, por llenar, por dar, por ser, por huir, por correr, por venir, por irte y volver. Por acertar. Y por fallar. Por amar, por querer, por inundar, por coger... Por soltar, por saber soltar. Por respetar.



La vida va, se suelta, vuela, o, simplemente, pasea. A veces sí, con tranquilidad, y paz. El sosiego te mira y acoge, te besa en el alma. Hasta que deja de pasear. ¿O no?








10 de agosto de 2013

La sonrisa, su sonrisa, tu primera sonrisa…


La sonrisa, su sonrisa, tu primera sonrisa…
José Antonio Luengo 


Sonreír es algo humano. Y aprendemos a hacerlo pronto. Mucho antes de lo que pensamos. Nacemos hechos un ovillo, sobresaltados por una fuerza interior que nos impulsa, por primera vez en la vida, a dar un paso. O dar el paso. De la cálida seguridad al desconocido mundo exterior. Ese que surge casi de la nada, pero que, ansioso, ha preparado nuestra llegada. Nuestra contundente y viva entrada. Porque se sale, pero, desde luego, se entra también. Se adentra uno en un espacio otro diferente, lleno de luces, sonidos estridentes, manos, rostros… Y, sobre todo, de miradas. De asombro, ilusión, esperanza, ansiedad. De ganas.

En segundos pasas a las manos de alguien; sostienen tu cuerpecito dolorido, escudriñando cada rincón del mismo, cada poro, casi. Te muestran al mundo, como algo mágico, nacido en otro mundo, uno preparado específicamente para ti. Y naces a este, este que te espera, Espectacular, ostentoso… Aparatoso. Y enseguida, casi enseguida, pasas a formar parte de él, pero, siempre, siempre, o casi, después de acunarte en los brazos de tu madre, quien te ha protegido, alimentado, cuidado, transportado y deseado durante más de nueve meses. Tu madre está ahí, tumbada, sudada, despeinada, doblada aún de dolor. Pero orgullosa, repleta de vida, de lágrimas, de sueños, de emoción y arte. Sí, de arte. Arte de tenerte, de traerte al mundo, de darte la vida. Las vidas. Las que te esperan. Todas ellas en una.

Te acogen y acunan sus brazos, sus manos y, por primera vez, ves su rostro, su mirada. Te come, te comería, te estrujaría… Ella te ha dado la vida. Ahora te ve. Y la ves. Os miráis, por primera vez. Y una conexión cósmica surge. La que alimenta nuestra existencia cada día. Sois, ya, inseparables. Ya se ha producido el milagro. El germen de todos los milagros. Ahora vienen los demás. 

Tu cuerpo te duele, te duele aún respirar, desearías volver adonde estabas, casi. Pero surge tu madre. Su mirada, su voz, su tacto, su olor. Y escuchas, sí, su corazón, el que te acompañó, el que te dio la vida. Ese que te tranquilizaba, ese motor. De tu existencia. Y entonces la vez, por primera vez.

Ves su sonrisa. Sobre todas las cosas, ves su sonrisa. Como en un sueño. En un sueño, que es lo que supone nacer. Su mirada y su sonrisa. Sus ojos, sus pestañas, su boca, sus dientes, su aliento. Pero la ves sonreír y todo está dicho ya. Esto funciona, te dices, tranquilizándote. Esto sí, así se hace. Conectas con su vida, a través de su sonrisa. Es vuestro lenguaje, ese primigenio. Es vuestro, solo vuestro. Te sientes aún aturdido, confundido, pero, la sonrisa, su sonrisa, te atrae. Se trata de la primera seducción. Es atracción, encantamiento, hechizo, lo que sientes. Esto funciona, esto lo entiendo, así sí, te dices.

El mundo es una fiesta a tu alrededor, suele serlo. Pero tú vives, ya, pendiente de su mirada y, especialmente, de su sonrisa. Porque te dice, te cuenta, te habla, de explica, te acuna… Te calma y protege. Te envuelve, en mil sueños. Reparadores. No, no, no me quiten su rostro, gritas. Pero no te entienden. No, no, por favor, no me desconecten, otra vez. No lo hagan. Es ella, lo sé, gritas. Es ella, sí. Ella es la única. La conexión está realizada. Cósmica, estelar. Porque y perteneces al cosmos. Y el código te ha sido mostrado. Es su mirada, y ese gesto, por Dios, ese gesto. ¿Qué es, que tanto me sosiega?¿Qué es, que me da tanta calma? ¿Qué es, que ya casi me dice quién soy yo?

Gritas sin parar. Pero no te entienden. Llora, dicen. Buenos pulmones, dicen. Y vas de un lado a otro, en brazos de otros. Mil maniobras surgen entonces. De unas manos a otras. Y tú gritas, sigues gritando. Quiero verla. Quiero verla otra vez. Por favor, devolvédmela, sigues gritando, implorando. Es un código eterno, que os conectará hasta el fin de los días. Un código, una señal profunda. De identidad mutua. Conjunta, interactiva. De construcción compartida, combinada. 

No tardarás mucho en volver a verla, y sentirla, cargando tus fuentes, tus propios códigos de vida. Alimentando tu existencia, dotándola de sentido, de seguridad, de afecto, sentimiento y emoción. De calma y sosiego. E escucha y comunicación, de seducción y magia. De confianza. De complicidad. No tardarás mucho, también, en responder con tu mirada, con tu sonrisa. Mucho antes de lo que los demás vamos a ser capaces de percibir. No tardarás mucho en hacer de ella, tu sonrisa, la llave de tu experiencia, la clave para descifrar el mundo. Porque es, ya, el lenguaje de tu alma (Pablo Neruda). El lenguaje total. Todo lo expresa, todo lo explica, todo lo calla, cuando quiere.



Unos días más, poco más de un mes y todos te buscan. Porque buscan tu sonrisa, deseosos de descifrar tu lenguaje. El del alma, Tu alma. Porque la sonrisa es eso, el código que une, nos une. Nos da la fe, casi. Hola, les dices, y ves que se les cae la baba. Tú sabes lo que dicen. Vaya si lo sabes. Qué poco saben de nosotros, te dices mientras miras sus caritas. Tu sonrisa es la llave, el código, la herramienta para poder ser. Uno mismo. Y con los demás.

Es la sonrisa, ese gesto, esa mueca. Que todo lo dice. Que habla, explica, casi clama. Que abre tu corazón. Al mundo. Se sale por tu boca. Con tu aliento. La comisura de tus labios. La maravilla de las maravillas, los primeros pliegues ahí. Pliegues de vida, de darse, de expresarse, de fantasía. La comisura de la boca. Tu sonrisa ahí, casi imperceptible a veces. Tu explicación del mundo. Tu conexión con el mundo, con los ojos, las miradas, las pestañas.

Ahí empieza todo, ahí empezó todo, dices, gritas… Con su mirada. Y su sonrisa. La más bella. La que me ató a su alma, para siempre.


Tengo que sonreír más. Es mi pequeño homenaje de hoy. Su sonrisa y la mía. Conexión cósmica. Inabordable. Inacabable. Para siempre. Tengo que sonreír más. Por mí, por los demás, por los que me acompañan, por los que quiero y no quiero, por los que pasan a mi lado, por los que, incluso, pasan de mí. Pero, insisto, también por mí.




Entrada destacada

El acoso escolar y la convivencia en los centros educativos. Guía para las familias y el profesorado

Accede a la publicación

La ternura en la educación, la magia de enseñar cada día...

Vistas de página en total

Datos personales

Mi foto
José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

Buscar este blog

Archivo del blog

Seguidores

Vídeo de saludo del Blog

Qué significa hacer algo como una niña

Actitud

Perfil en Linkedin