José Antonio Luengo
Se trata de una
expresión usada. La vida te ha
sonreído, decimos a veces. Y sonreímos al decirlo. Se trata de un juego en
bucle. Un experiencia de guiño y sonrojo. De magia y constatación. De que algo,
de modo especial, ha ido bien, va bien, o va a ir bien. Muy bien. Es un hecho,
no una simple percepción. Ni sensación. Es algo tangible, atado, fijado. No es
gaseoso ni volátil. No. Se ve, se siente vivo. Palpitando. Como el corazón, el
tuyo o el mío, que palpita al notar eso. Que la vida te ha sonreído.
Es también una
metáfora. La figura expresiva y expresada de un momento, de un día. De una vez.
O de un vida entera. Es el
retrato de un espectáculo personal. La instantánea de que algo ha cambiado. Y
mucho. La sensación de que flotamos, de que floto, de que flotas… Es la
referencia a una evidencia. Una evidencia que nos traslada a alguna nube. En lo
personal, en el trabajo, en el amor. En cualquier célula del tejido que
sostiene nuestras almas. Y nuestras vidas. Nuestra experiencia y relaciones,
sueños y pensamientos, certezas e incertidumbres, movimientos y tropiezos.
Puede tener que ver
con la suerte. Si es que la suerte existe. Que creo que sí. Aunque también se
busca, se trabaja, se abraza. Con el tesón, la ilusión, el esfuerzo, la sonrisa
y el coraje. Puede tener
que ver con la suerte. La que nos sorprende una mañana y nos despierta con un
beso. Y un abrazo. La que nos lleva el desayuno a la cama, ése, el que nos
gusta además. Esto es también una metáfora, claro. Porque esa suerte de la que
hablo no es una persona. Sino, más bien, un estado de ánimo. Que te hace oler a
azahar sin pasar junto a un naranjo en flor. Un estado. Eso es. Un estado que
permite ver de otro modo la vida. Escuchar donde nadie es capaz de oír nada.
Ver donde nadie ve, besar a quien nadie es capaz de besar. Dar un abrazo y no
terminar nunca de hacerlo. Fundidos los cuerpos como si estuvieran hechos para
eso. Casi para ese abrazo. Ese abrazo interminable. De ojos que se cierran. De
olores y sensaciones que te inundan. Los sentidos. Todos. Todos a la vez.
El caso es que, a
veces, igual sin saber por qué, la vida te sonríe. Y la suerte te ilumina. Se
desbordan tus lágrimas. Tu cuerpo se agita, y
el corazón, siempre inquieto, explota. Y el alma se conmueve. Y mueve. Lo mueve
todo. Y se mueve también. Hasta
el infinito, y más allá. Todo
lo que somos se torna suave, delicado, sedoso. Y poderoso al mismo tiempo. Y
vuela. Se escapa, a mil sitios. Y en mil sitios explota. De bienestar. De
ilusión. La luz anega tus entrañas. Y los ojos, tus ojos, disparan destellos
incandescentes. De esa luz interior que te desborda. Y de mil emociones. Todo
parece haberse colocado para saludarte y darte los buenos días. Acompañarte, y
decirte: eres tú, y me
importas. Mucho me importas. A
veces la vida te sonríe. Y en ese momento, en ese instante, ese día, eres quien
siempre deseaste ser. Y sientes como siempre quisiste sentir. Y eso, vaya, no
es cualquier cosa.
El secreto tal vez
sea mirar bien. Y mejor. Porque la vida, a muchos de nosotros, nos sonríe mucho
más de lo que somos capaces de percibir. Cada día nos sonríe. Mucho más. Muchas
más veces. Nos sonríe cada mañana cuando nos hace ver que merece la pena estar
aquí, con quien estamos, con quien compartimos cada momento. Esos a los que
acariciamos. O podemos acariciar. A los que besamos. O podemos besar. Esos a
los que amamos, o podemos amar. A los que abrazamos, o podemos abrazar. Esos
con quien compartimos el trabajo, o podemos compartirlo. Esos, amigos y amigas,
a quienes conocemos, casi, como a nosotros mismos. O a los que podemos conocer.
Porque la vida nos sonríe, o puede sonreír a cada momento. Hay que identificarlo,
sentirlo, pero, sobre todo, quererlo, estar por ello. Ponerlo en valor. Abrirse
a ello. No volveremos a vivir ni un solo momento de los que hemos vivido hasta
el momento presente. Y merecería la pena saborearlos más. Desperdiciar algo así
es como de locos. De desnortados.
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