El camino parece ir por otro
lado. Por otro lado parecen ir las ideas dominantes sobre los ingredientes y
fórmulas que el proceso educativo entraña. O debe entrañar. Llevar consigo,
vaya. Hablar de educación es siempre complejo. Especialmente porque se trata de
un concepto fuertemente ideologizado.
Y, consiguientemente, capturado por
ideólogos y colectivos. Determinados. Un concepto asido, exprimido, como un
tesoro, como un principio básico desde el que trazar líneas maestras, casi para
todo. Exacto, preciso, definido, decidido. Esta circunstancia, la captura de un
concepto o idea como algo propio y de casi nadie más, es, en sí misma, un
peligro. Como viene demostrándose año tras año, a juzgar por los resultados de
las insoportables discusiones partidarias y partidistas sobre lo que la
educación es o no es, o lo que debe ser, lo que ha de perseguir o no, sobre sus
principios y objetivos sustanciales, sobre sus métodos, formas, procesos,
estrategias… Y recursos.
La educación al servicio de
todos y construida con todos. Ese tal vez debería ser el principio elemental.
La educación como sistema, entendida en sentido amplio, casi literalmente.
Entendida como lo que es, como un proceso vivo, que nace y se desarrolla a cada
instante, en cada experiencia subjetiva, compartida o no, social o individual,
pero siempre en el contexto de espacios que ponen en evidencia la duda, el
conflicto, la dificultad para comprender lo que vemos y, por supuesto, la
dinámica puesta en marcha de herramientas motrices, cognitivas, sensoriales y
emocionales para crecer, superar la incertidumbre, apropiarse de la
experiencia, hacerla comprensible, interiorizarla. Desarrollar nuevos procesos,
más sofisticados. Más que ayer, pero menos que mañana.
La educación entendida como
un conjunto complejo de procesos en el que toda la sociedad ha de sentirse
implicada. Si queremos dar coherencia, sentido y criterio a lo que hacemos y
decimos que hemos de hacer. Una sociedad
cómplice, que busca y profundiza en la mejor manera de acceder a la calidad de
la educación. Que se pregunta constantemente si acierta, si cuida, si ama, si
da, si entiende, si comprende, si desea, si sonríe, si se entrega, si perdona,
si apoya, si cree… Si cree en el valor de la educación. Si cree en la cercanía,
en el respeto, en la escucha, en el interés, en la motivación, en la alegría. Y
en la aventura, en la sorpresa, en la calma, en el sosiego.
Una educación que identifica la mirada, el propio interés de los niños y adolescentes. Que les presta
atención y les habla, a veces sin necesidad
de hablar. Solo con estar al lado. De sus dudas, de sus llantos e
inquietudes. De su alegría de vivir y encontrar cosas, la explicación de las
cosas, de aquello que les rodea, de lo que disponemos a su lado. Arriba, abajo,
a un lado y al otro. El objetivo, su mirada, su confianza. Para darles. Darles,
siempre darles. La ilusión por vivir, por aprender cosas nuevas, atraerlas a su
capacidad de entender lo que hay. Y habrá.
Darles. Siempre darles. Afecto, cariño, ternura. Para guiarles, guiarles
siempre. Atraerles a la vida y sus misterios, en mil y un ámbitos. Mil ventanas
por abrir. Y mirar. Ay! Mirar. Respirar hondo y abrazar. Lo tangible y lo no
tangible. Hacerlo nuestro. Que sepan hacerlo suyo, vaya. Y les interese. Aunque
no estemos nosotros, los adultos. Aunque ya no estemos. A su lado. Porque no
estaremos siempre. Porque no debemos estar siempre. Porque la vida será, solo,
suya. Exclusivamente. Sin ambages. Ni ataduras.
Una sociedad que cree en la
infancia, realmente, está destinada a creer en la ternura como herramienta,
como maquinaria esencial en el propio acto de educar. La ternura que acerca la
realidad y la hace comprensible. Y deseable. Desde la confianza. La estima. La autoestima.
Con cariño, afecto, amabilidad. Dar. De eso se trata. Porque dar, con
sensibilidad y respeto, culmina en el autoconocimiento, en la motivación intrínseca. Porque dar así, como quien no quiere la cosa, con la mirada
fácil y entregada, supone el germen de la confianza, para mirar el mundo con
seguridad y, claro, también con respeto por lo que me rodea. Por lo que entiendo y
por lo que no. Por lo que se ajusta a mi criterio y por lo que no. Por lo que
coincide, y no, con mi manera de interpretar la vida. En cada uno de sus
momentos.
La excelencia como objetivo,
sí. Pero, siempre, desde el afecto, desde la ternura. Y hacia ellos también. La
excelencia, sí. Pero al servicio de las personas. En el camino compartido. también en
las cunetas que acompañan nuestro paso, a ambos lados del camino. La excelencia
para comprender el mundo desde la mano que se ofrece para cuidar. Para ayudar,
y aupar. Y enseñar. A saltar. A expandirse. A crear un entorno más justo, más
igualitario. Nunca para crear más diferencias entre las personas, entre los
mundos. Nunca para habilitar élites. Élites que acaban gobernando el mundo para consolidar (si no ampliar) las desigualdades, las brechas abismales. Abisales. Nunca para perpetuar la injusticia, la cruel realidad del mundo a diferentes velocidades. Para
seguir amasando poder, dinero, abundancia. Y pedir, claro, comprensión por el
desmoronamiento de cimientos esenciales de dignidad y bienestar humanos.
Excelencia, sí, para
coincidir con la magia de quien da y se da. Y se entrega y entrega, en
ocasiones, parte de su propia vida. Delicadeza, dulzura, cariño, afecto… Élites,
sí, de las que se abren a las necesidades de los demás, que muestran, con el
ejemplo, que merece la pena confiar. Y seguir luchando. Élites que no quieren
ser élites. Sino uno más entre aquellos con quienes viven. Y conviven. Y con
los que se compromete.
Sin ternura no hay mirada
cómplice. Y sin mirada cómplice, la educación está perdida. Porque la confianza
y la ilusión son motores incombustibles. E imprescindibles. Ni tarimas, ni hábitos o tics
trasnochados de falso respeto. Afecto en la acción. Ternura en el trato.
Comprensión. Apoyo, guía y mano tendida. Para ayudar a levantarse cuando uno
cae. Para ayudar a percibir el mundo como un lugar que merece la pena. Y
construir un presente digno. Sin falsedades, poltronas, arrogancia y élites
estancadas. En sus tronos de oro, y desprecio por los demás, todos los demás.
Porque no estaremos siempre
a su lado. De nuestros niños y adolescentes. Porque no hay muchas oportunidades.
Porque la vida será, en nada, solo,
suya. Exclusivamente. Sin ambages. Ni ataduras. Ni tonterías. Porque necesitan
creer. Porque necesitamos que crean. Y no simplemente se dejen llevar. Nuestros
niños y adolescentes. Nuestros hijos. Por ellos. Con la ternura. Siempre. Porque merecen eso. Nuestra ternura.
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Ay, José Antonio! Ojalá se pudiera llevar a la práctica por lo menos una mínima parte de lo que expones en tu reflexión de hoy! Ojalá! Pero es tan difícil, por no decir imposible. El día a día nos impide pararnos y fijarnos en lo esencial de la educación, lo que debe ser, y nos quedamos con lo más accesorio, aportando al niño conocimientos duros y puros. Nada más. Sin ternura, sin cariño. Sí, yo también creo que sería totalmente positivo para que la sociedad creciera en mejores valores que los actuales un replanteo de la educación. Punto por punto siguiendo tu decálogo: con ternura, con miradas cómplices, con afecto y compresión. Ay, qué difícil llevar a cabo lo que planteas en una sociedad como la que nos ha tocado vivir. Pero tomamos nota, naturalmente. Dentro de nuestro ámbito educativo, tus palabras nos ayudarán a poner en práctica la ternura como herramienta de trabajo. Un abrazo, José Antonio.
ResponderEliminarDifícil, sí. Pero no imposible. Al menos en las distancias cortas, en el día a día, en nuestro día a día. Día a día. En cada instante. Con lo que puedo de mí.
EliminarMe parece un concepto fundamental en este trabajo e interesante también por lo "atrevido". Es una palabra que no se oye en la enseñanza. La ternura, la antítesis de aquel "padre padrone" de la película de Taviani. Supongo que poca gente piensa en ese concepto a la hora de enseñar. Se siente muchas veces pero mientras no se ve la palabra escrita o se escucha, estoy seguro de que no se tiene conciencia de ella en el trabajo.
ResponderEliminarLo difícil también es combinarla con otras actitudes necesarias al educar y que requieren elasticidad. Se puede educar en la ternura y con ternura y a la vez poner límites cuando es necesario, enseñar a aceptar la frustración como algo natural que la vida trae consigo.
Y la frustración siempre se hará más llevadera cuando damos apoyo con una mano en el hombro o unas palabras suaves de aliento.
Pero como humanos que somos, los profesores, a veces nos sentimos perdidos, torpes ante situaciones complicadas en nuestro trabajo y caminamos sobre el filo de la navaja. Entonces nos retiramos emocionalmente. Nos volvemos "profesionales".
Es más fácil sentir esa ternura cuando se trabaja con pocos niños y se está cerca físicamente de ellos. Aun así chapeau para toda la gente abnegada y tierna que conozco frecuentemente visitando centros.
Y sin que tenga que ver con esto último, me ha venido a la memoria un recuerdo de hace muchos años. Estaba escribiendo en la pizarra durante una clase del antiguo BUP. Al volverme una alumna me llama de pronto: ¡papá!
La niña enrojeció avergonzada y a mí casi se me saltan las lágrimas porque es la única vez en toda mi vida que alguien me ha llamado papá.
Ojalá lo que escribes se hiciera realidad, pero qué difícil sacar la ternura del ámbito privado y considerarla como una actitud, una disposición a nivel más amplio...
"...Y sin que tenga que ver con esto último, me ha venido a la memoria un recuerdo de hace muchos años. Estaba escribiendo en la pizarra durante una clase del antiguo BUP. Al volverme una alumna me llama de pronto: ¡papá! La niña enrojeció avergonzada y a mí casi se me saltan las lágrimas porque es la única vez en toda mi vida que alguien me ha llamado papá"
EliminarEN ESTE PÁRRAFO LO HAS DICHO TODO!!!!
Muchísimas gracias por tus palabras. Sin ternura, opino, como tú, apenas hay nada...
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