Las cuatro
paredes…
José Antonio
Luengo
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Jueves, 20 de febrero
La Bocacalle
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Los abusos sexuales a menores de edad siguen
siendo unos grandes desconocidos. Desgraciadamente. No porque falten ciencia doctrina,
teoría o práctica. No porque se ignore qué son, a qué obedecen, cómo se
producen, cuánto duelen… Cuáles son sus
efectos. Y cuánto impregnan. Cuánto se introducen en los tejidos, en la carne
misma, en la mente y el alma de quien los padece.
Son unos desconocidos, aún. Desgraciadamente,
insisto. Por lo que se ocultan, por lo que se tapan, por lo que se ignoran. Por
lo mucho que se mira hacia otro lado. Escudados en hipócritas dudas, o peor, en
deleznables y bastardos intereses, la sociedad, y sus individuos, siguen,
seguimos, siendo cómplices del oprobio, de la afrenta de las afrentas. Justificando
lo injustificable, cargando, incluso, contra quien sufre, contra quien
denuncia, contra quien se duele y explica, por fin, a cara descubierta, que no
puede más. Que le ayuden a acabar con esa tragedia que la acecha cada segundo,
cada instante de su vida. Y que no se disolverá. Y quien es víctima se acaba
convirtiendo en instigador del execrable hecho. En el fondo se encuentra, con
ojos malévolos y encendidos, el más espeluznante machismo. Lacerante. Con ojos
encendidos de impulso irrefrenable. De capacidad para hacer sufrir. Y culpar a
quien sufre de su propio dolor.
Lo último en tendencias de ocultamiento anida
en los límites definibles y tangibles de un despacho. Las cuatro paredes. Las cuatro paredes de un despacho profesional.
Donde se vierten los más malolientes desperdicios del comportamiento humano. Y,
también, donde se tiene la obligación no solo de escuchar. Sino de proteger.
Defender. Protegidos por códigos como el secreto profesional somos capaces de enrojecer
de silencio. De callada respuesta. Apelando a principios jurídicos razonables,
nos permitimos cerrar el cajón con el
sufrimiento dentro. Sin pensar, o pensando, que es peor, en las consecuencias
de la inacción. Con quien conoces y ha depositado en ti su dolor y, no lo
olvidemos, con quien aun sigue ahí sin hablar, expuesto o expuesta al insondable
quebrantamiento de lo más sagrado que atesoramos. Nuestra libertad. Nuestra
dignidad. Lo sagrado de nuestro cuerpo. Y de nuestra alma, unida a él de manera
inseparable. Huidizos y esquivos, buscamos el rincón para eludir responsabilidades
también sagradas. Salvaguardar al más débil. A quien no sabe ya hacia dónde
mirar para encontrar un espacio de paz y sosiego.
Escondidos en las miserias humanas más
despreciables, los abusos sexuales a niños, niñas y adolescentes representan la
faz más siniestra de la experiencia humana. Y, claro, de algunos que aun se
llaman seres humanos. La cara ominosa y cruel del perpetrador, del delincuente
voraz, mezquino. Y, por supuesto, de quienes sabiendo, callan. Su conciencia
les dirá en breve muchas cosas. Y no solo su conciencia. Atrás quedan las mil
experiencias sórdidas vividas por pequeños, por niños y niñas; por adolescentes. Vidas quebradas durante mucho tiempo. Quebrada su confianza en el amor, en el
abrazo, en el cariño, en la lealtad; y en el respeto.
En cuatro paredes se produjo el dolor. En
cuatro paredes se relató. En cuatro paredes se quedó. Con su asqueroso hedor. Y
terribles consecuencias.
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