José Antonio Luengo
En un lugar de Gaza. O en Alepo…
El mundo se ha acabado. O eso parece. Al menos, para mí. No puedo ver. Apenas
puedo respirar. No sé dónde estoy ni puedo moverme. Es algo terrible. Consigo
abrir los ojos, llenos de polvo y solo percibo oscuridad. Intento mover mis
brazos, mis piernas, pero hay algo que lo impide. No sé qué es. No sé qué me está pasando. Oigo gritos,
muchos gritos. Pero llegan débiles. ¿Qué es ésto? Definitivamente creo que no voy a poder
respirar mucho más. Algo me oprime el pecho, el cuerpo entero. Me duele la
cabeza, los oídos. Me duele cada parte de mi incontrolable cuerpo. Pero lo peor
es la indescifrable sensación de no saber quién soy, qué ha pasado, qué soy,
incluso.
Los gritos siguen más allá de
esta especie de tumba en la que me encuentro. Voces y gritos. Sonidos de
hombres excavando, buscando algo, removiendo algo que esconde mi cuerpo. Y el
de otros. El tiempo pasa y sigo inmóvil, debilitado por mi torpe respiración.
Los ojos cerrados, el cuerpo inerte,
yerto. Acierto, sin embargo, a identificar quién soy, o mejor, quién
era. Qué hacía antes de que, casi, dejara de existir en mi forma y pensamiento.
Ésos que me permitían mover, saltar, jugar, reír. Los que daban razón a mi
existencia. Nombre y espacio que ocupar. En el que crecer. Acierto a recordar
mi nombre, y qué hacía antes de ese ruido ensordecedor. Que todo lo acalló. Lo silenció.
Y lo llenó de fuego, polvo, tierra, humo, escombros y gritos de dolor.
Jugaba, creo recordar, con mi
hermanita. Escondidos todos en un sitio que no era mi casa. Con la tranquilidad,
propia de un niño, de quien no sabe qué pasa, de quien aún es muy niño para
saber que la tragedia, el llanto incesante, el sufrimiento, el dolor o la
muerte no tienen por qué ser la constante en la vida. Pero conocedor ya de su
existencia; como puede vivir esos sentimientos, claro, un niño. Mirando,
asustado, mientras las vestiduras se rasgan, los gritos inundan el vacío , el
dolor se instala en cada rasgo de quien me rodea. Pero, claro. Un niño pasa página enseguida. Y sigue jugando
en cuanto tiene un segundo, en cuanto tiene un metro para moverse, saltar, en
cuanto tiene algo que tocar, mover, girar o hacer sonar. En cuanto tiene
alguien que le sugiere, que le sigue, que sostiene, incluso, el juego. La
maravilla de las maravillas para un niño. Un espacio y un tiempo en el que nada
se agota, todo se mueve. Y se conmueve. Todo es posible. Imaginado o no. Todo explota (cruel paradoja) en un mar de
colores, vivo e intenso en su mente. Su fresca y abierta mente.
Eso hacía, recuerdo, jugar con
mi hermanita. Mientras mis padres miraban asustados hacia el techo del lugar
que esa noche nos acogía. No sabía muy bien por qué. No recuerdo qué hora era.
Si habíamos comido o no. Recuerdo que éramos muchos. De mi familia y de otras.
No había mucho espacio y los niños revoloteábamos por allí. Como podíamos.
Sujetados algunos por sus padres, temerosos de cualquier cosa, de cualquier
movimiento. Eso parecía. Pero quién sujeta a un niño que tiene otros niños con
los que compartir suelo, miradas, alguna pequeña travesura...
Un segundo y el mundo se acaba. Un instante y ya no hay nada.
Un sonido ensordecedor y el silencio. Porque quienes estaban ya no están,
porque quienes miraban ya no miran. Porque quienes respiraban han dejado de
hacerlo. Y ahí estoy yo. Sin saber quién soy ni qué me pasa. Tengo siete años.
Y casi estoy muerto. Digo casi porque respiro, sé que respiro. Ahogado en polvo
y saliva. Dificultado por algo que oprime todo mi cuerpo. No siento dolor
porque apenas siento nada. Tal vez que no existo, que nada existe. Salvo mi
pequeño corazón latiendo torpemente. Cercano al silencio total.
Un segundo otra vez y el silencio
mortal da paso a gritos ahogados, lamentos, rabia y desolación. Alaridos,
chillidos… Voces rasgadas. Algo pasa a mi alrededor. Voces de personas. Algo se
mueve. Un minúsculo haz de luz golpea mis ojos. No puedo abrirlos. La luz es ya
una realidad. Alguien grita mi nombre y chilla fuera de sí. Oigo mi nombre. Reconozco mi nombre. Pero sigo sin poder moverme. Con cuidado retiran los escombros que me cubren. Y
alguien, no puedo ver, me recoge con mimo y cuidado, me toma en sus brazos.
Pasa, mi cuerpo casi inerte, de regazo en regazo hasta que, pasado un tiempo,
me tienden sobre una camilla o algo así. Estoy rodeado de gente que grita, se
mueve sin parar. Limpian mi cuerpo y acierto a escuchar unas palabras que,
creo, se refieren a mí. Mi cuerpo mutilado.
No sé dónde están papá y mamá.
Ni Nadiya, mi hermanita. No sé nada de lo que fue mi mundo. Quiero irme. O
dejarme ir. Apenas puedo llorar. Estoy vivo, pero el mundo, mi mundo se ha acabado.
En recuerdo a todos los niños y niñas que ya no tienen la oportunidad de seguir sonriendo por cualquier guerra.
Heal the world
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