A veces un recuerdo
José Antonio Luengo
A veces te asalta un recuerdo. Como te sobrevienen las dudas. O el
miedo. O el rencor, la alegría o la pena. Te asalta en el sentido explícito de
la palabra. Sobreviene, irrumpe, acomete repentinamente,
por sorpresa. De pronto. Pretende, claro, conquistarte. Superar tus
defensas; y se despliega,ya, en tu
mente. En tus pensamientos.
En ocasiones enseña el recuerdo sus puntiagudas garras. Las que
quieren agarrarte y, si pueden, desgarrarte. Pausadamente, que hace más
daño. Te atrapan y, zas!, te vapulean,
golpean y zarandean. Como un pelele. Así te sientes. Eres, en ese momento, un
muñeco de paja lanzado de aquí para allá sin saber cómo parar, cómo huir. Del
dolor que te asalta. Ese recuerdo que te oprime y te lleva a la mirada amarga
de lo que hiciste, te hicieron, viste o viviste. O vivieron.
A veces, sin embargo, tenemos suerte y el recuerdo nos envuelve en
dulces imágenes, olores y aromas que entendíamos enterrados, pasados a mejor
vida. Pero que endulzan, rápido, nuestra mirada, ese pequeño momento que, sin pretenderlo, enciende mil sensaciones del
cuerpo y del alma. Esas que nos recorrieron, sin percibir, entonces, el ancla
que depositaban en el lecho húmedo de nuestra vida.
Y, por supuesto, hay veces, benditas veces a mi entender, que
inunda tu ser una suerte de marea nostálgica, unida a ese momento, a esa tarde,
a esa cálida noche. A esa mano en tu mano, esa pupila dilatada, ese andar
callado, ese torpe decir o hacer, inundado por el nervioso runrún que bloquea tu mente… No son estos recuerdos de sonrisa
fácil, de alegría sin contención. Son más bien, a ellos me refiero, gotas de
nostalgia que golpean tus sienes. Y envuelven tu pensamiento de dulce tristeza.
De mágica sensación de melancolía. No saltas ahí, en ese instante. No hay
júbilo ni brincos. Hay, más bien, cierta dosis de tristeza. Suave, delicada,
sin embargo. Amable, incluso. Ven, mira, escucha, toca, parece decirte. Ven,
sonríe, detente, calla… Conmuévete!
Son instantes, a veces un poco más que instantes. Se unen a
nuestro ser por segundos, minutos, un buen rato, si somos listos. Traen a tu
vida, la actual, esa parte de la que viviste y te hizo bien. Te hizo
importante. Dueño de un alma, de una vida, de un presente, de alguien querido.
Muy querido. Normalmente, sí, con alguien amado.
Pasó, los sabemos; no vuelve; lo sabemos. Pero está en mi mente, es decir, que sí está. Dormía acomodado, calentito, en los cojines donde tu
existencia ha ido acomodándose, poco a poco, progresivamente, ordenándose sola
para dar paso a nuevas historias, nuevos hitos, nuevos retos. Pero vive en
ti, confiada de aparecer. Un día. Y
asaltarte. Como te asaltan las ideas, o la ira, o el reproche, o el amor. O el
silencio.
A veces surgen. Nostalgia en tu presente que habla a nuestro
corazón de luces de paz en tu pasado. De momentos tranquilos y felices. Al abrigo del
calor de los tuyos. O del sol. O de la luna de agosto. Majestuosa en el cielo.
Tan lejos y tan cerca.
Estos recuerdos deben- ser-
cosa de la edad, creo. O, al menos, es posible que así sea. Llegados a
cierto tramo del camino, la mente busca encontrar momentos para refrescar tu existencia. Deseosa de
seguir sintiéndose útil, te acerca al pasado aprovechando resquicios,
episodios, lugares, olores o simplemente momentos de soledad. Ahí se encuentra
a sus anchas. Y dibuja líneas, trazos; lanza susurros, te sopla a los ojos o
acaricia tu brazo… E insinúa luces, arena, hierba, sabores y aromas. Y a veces,
no siempre, su sigilosa estrategia da en el blanco. Y vuelves al pasado. A un
pasado ligado a la infancia, a los tuyos, tus hermanos, tus padres, tus
primeros amigos, la gente con la que viviste y te hiciste. Con su calor, a su
regazo. La nostalgia anida en ese
pasado, en ése especialmente; en el de los juegos, las conversaciones durante la cena, los
paseos. O el día en la playa. Esa noche de verano, todos juntos, retrasando
adrede la hora de irse a la cama. Esa noche interminable, donde el fuego, el calor, la
risa, el diálogo, la complicidad y el cariño flotaban y recorrían cada instante vivido.
Inspirador e irrepetible.
Hoy volvía a pasear con mis padres y hermanos camino de la
estación. Con mi bici trazaba mil piruetas, millones de pequeños e
impredecibles giros. La sonrisa de mis padres, la conversación con mis
hermanos. Mi madre pendiente de dónde andaba yo con la dichosa bicicleta. La
mirada paciente, contagiosa y cómplice de mi padre. Atardece y vamos juntos los
seis. Nos espera la estación de tren. Y su mágico ir y venir de locomotoras y
mercancías. Nos espera la cantina, su terraza. Allí nos esperan los
refrescos, las aceitunas y las patatas fritas.
Y más sonrisas. Y miradas. La magia del cariño, del amor incondicional.
Incombustible.
Aún tiemblo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.