José Antonio Luengo
A veces la vida te enfrenta a tragedias
impensables, de esas que descuajaringan, que laminan tu existir. Casi de un
golpe. En un instante. Antes, unos segundos antes, simplemente estar, hacer, ir
de acá para allá, en tu cotidiano trabajar. En ocasiones, sin embargo, un
desasosiego, un temblor inesperado, una premonición, tal vez. De que algo no va
bien. De que algo ocurre. O va a ocurrir. Subimos las escaleras con la duda
anudada al cuello. Prieta, inquietante. Quiero llegar y saber, quiero ver y
sentir. Que todo va bien, que puedo hacer, seguir haciendo, seguir cuidando,
seguir insistiendo. Seguir, casi, viviendo.
Ayer, a última hora, estaba. Estábamos.
Hablábamos, sentíamos, hacíamos. Miradas que se cruzan, palabras que van y
vienen, salen y entran. Palabras que hablan del ayer, del hoy; de mañana,
también. El tacto, el contacto tranquilizador, la mano, la mirada, por
supuesto, la sonrisa… Y el abrazo, ése que cuando se da casi te obliga a cerrar
tus ojos. Porque te fundes. En una experiencia única. Te fundes casi en uno
solo. Con aquel a quien te abrazas. Al que te das. Al que acoges. En tu
corazón. Intensamente. Con quien también, de algún modo, se da a ti. Como
puede.
Hoy pasa algo. Lo sé. Lo advierto. Mi
cuerpo tiembla, mi mente tiembla, mi corazón se escapa a borbotones. El tiempo
acaba dándome la razón. Y mi vida ya no es vida. Ya no está. No está. No
estará. Nunca. Y mi mente se reblandece hasta casi desaparecer. Toda mi existencia
se convierte en nada. En nadie. En pocos instantes, el silencio. En un mar de
ruidos estridentes. El dolor, sin máscaras. El dolor más cruel, sin posibilidad
de alivio. Silencio en un torbellino de rasgados llantos. Explícitos o no. De
preguntas sin respuesta, de vacíos insondables. Silencio. Silencio…
El silencio, también, cuando las piernas
no te sostienen. Porque nada en ti está entero. Porque está huido, despavorido.
Todo tú eres un amasijo. De casi nada. Que se sostiene inconscientemente.
Conmocionado. Que habla y mueve sus miembros casi para sobrevivir. Pides,
ruegas, clamas ayuda. Lloras sin parar. Por dentro o por fuera. Tal vez de las
dos maneras. Crees, por momentos, que esto no está pasando, que es el pasaje
negro de un negro sueño. Pero ves que no. Que es real.
Sacas fuerzas de la nada. Y la nada
estalla casi en la cara. Tus recursos. Tú, vosotros, tendréis que hacer frente
a esto. Mirarlo de frente. Y afrontarlo. Temblando. Sin poder decir, casi,
palabra alguna. Miras a tu alrededor. Y sigues gritando. Que alguien te
escuche. Estás, estáis ahí, pero necesitas un hombro en quien llorar un poco,
o, cuando menos, un brazo al que asirte, para no rendirte. Para no caer. Para
que tus rodillas sostengan el desesperante peso de tu cuerpo. Y de tu dolor
inconmensurable.
Y decides actuar. Te levantas. Porque
estás ahí. Porque siempre has estado ahí. Porque es tu obligación. Pero, sobre
todo, porque quieres cuidar, seguir cuidando. De quienes son los tuyos. Esos
con quienes compartes cada segundo de tu actividad, entre pasillos, aulas y
despachos. Y también en tu mente, cuando vuelves a casa, cuando decides que ya
toca dormir, cuando entras cada día por esa puerta que da acceso a la escuela. Y
a la EDUCACIÓN. En el sentido amplio y puro del término. Hacer lo que hay que
hacer. Lo que se tenga que hacer. Me cueste lo que me cueste. Con la cabeza
alta. Ajeno al incontenible devenir de pensamientos, dudas, hechos y
circunstancias que uno, aún aturdido, sabe que vienen a hacia ti. Hacia todos
vosotros. Los que con mano firme, entre temblores inconfesables, debéis
afrontar las decisiones más duras en la tarea docente. Las que no aparecen en
el manual de instrucciones. Con el
que, pensamos, vamos a poder cumplir con eficiencia y responsabilidad la tarea
que tenemos encomendada.
El dolor es insoportable. Como
insoportable se hace pensar en cada segundo que seguirá al que en este momento
me hace sentir vivo. Me cruza el corazón y lo rasga sin compasión. Lo desgarra.
Pero decides levantarte. Sostenerte. No sabes cómo pero lo vas a hacer. Os
apoyáis unos en los otros. Brazos con brazos, hombro con hombro. Y hacéis.
Decidir y hacer. En una suerte de inquebrantable destino. Hay muchos a los que
cuidar. Muchos que sufrirán. De forma indescriptible. Y tu deber, vuestro deber
para quien os mira cada día, os sigue cada día. Para quien os va a mirar, sin
duda, cada mañana. Con los ojos aún arrugados por los madrugones. Para quien es
la razón de vuestro quehacer. Que no es sino esa indestructible vocación. Ser
maestro, ser profesor…
Y esa condición te arma. Te mantiene e
impulsa. Y, así, armado, te sirves incluso del dolor para volver a ser tú. Y
guiarte con profesionalidad. El dolor que quiso tumbarte, sin conseguirlo. Y
actúas. Pasas a la acción. Sumido en una tensión indefinible. Tambaleado,
desequilibrado incluso. Y te enfrentas, os enfrentáis. A expresar, a contar, a
decir. Y, sobre todo, a abrazar, a cuidar, a seguir cuidando. En el peor de los
escenarios. Pero el único razonable. Hoy, ahora, nos toca. Y estás, estáis. Con
valor. Con amor. Con miedo, también. Claro. Con un cariño que riega, ahora, tus
venas…
Los chicos lloran, se abrazan, lamentan y
mueven sin cesar. Enjaulados en un sentimiento que les ahoga. Que les quita el
aliento, el resuello. Las palabras surgen y surgen las lágrimas, los abrazos.
El desconsuelo voraz. El golpe al corazón. Certero. Duro. Pero cuidar, querer,
hoy, es esto. No hay otra. Afrontar el momento. Cuidar, cuidarles. Eres tú,
sois vosotros quienes debéis afrontar sus miradas, su ora, también, su desesperanza,
por supuesto… Y estáis. Vaya si estáis. Donde debéis estar. Pase lo que pase.
Y definís el camino, la acción precisa,
la que respete con sensibilidad la herida en una comunidad educativa doblada
por la angustia. Definís la acogida al volver a clase, preparáis la escucha, la
explicación, la mirada y el abrazo incondicional. Porque el duelo será la
asignatura. La única con la que estar en la que coincidir, querer y amar. Ahí
estaréis también. Y estáis. Donde hay que estar. A pesar del ruido, de los
gritos interesados, de las cámaras insensibles. De las miradas indiscretas y
lacerantes. Porque los vuestros, vuestros alumnos son el valor a cuidar, a
mimar. Especialmente ahora, con el dolor entreverado en cada célula.
Los días han pasado. Pasados también la
sinrazón mediática, la insensibilidad. Siguen, claro, el dolor y la
indignación. La incomprensión. Conmoción y tristeza. Ira también. Recordáis
como nunca a quien se fue. Y será así siempre. Y estáis ahí, con la cabeza
alta. Con dignidad. Zarandeados. Pero en pié. Por vuestros alumnos y alumnas.
En
humilde homenaje al profesorado del IES Ciudad de Jaén, y, en especial, de
quienes afrontaron y afrontan el lado más triste de la trágica experiencia. En
homenaje también a todo el alumnado. Y a los compañeros de Arancha. Y a Arancha. A la que
nunca olvidaremos.
Gracias por estar, por alumbrarnos con tu luz, por mostrarnos el camino. Nunca podré agradecértelo como te mereces. A.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, A! De todo corazón. Pero la luz la ví allí, con vosotros.
Eliminar