Enfadarse
José Antonio Luengo
El enfado es una constante
en el día a día del ser humano. Más o menos, antes o después, durante mucho o
poco tiempo, enfadarse forma parte de lo estructural que tenemos en la especie.
Claro, también les pasa a otros miembros del mundo animal. Cosas relacionadas
con la territorialidad, sentirse invadidos,
la susceptibilidad ante el riesgo de perder poder o la hembra de turno o,
simplemente, sentirse molestos por otro congénere que no entiende del respeto al descanso o la tranquilidad,
pasado ya el estrés por conseguir comida o huir, precisamente, de ser
engullido.
Los animales, sin embargo, se enfadan menos. Y por
cosas entendibles, razonables,
incluso, aún tratándose de seres sin nuestra capacidad mental. Los seres
humanos nos enfadamos más. Y por cosas, en no pocas ocasiones, absolutamente
absurdas. A veces, se trata de un acto consciente. Decidimos enfadarnos. Tomamos
la decisión de cruzar esa frontera, de tener que cruzarla. Impelidos por una
suerte de inercia imparable, notamos crecer en nuestro interior el furor
intenso que acabará por exprimir nuestro lado más obtuso (de torpe, lerdo o
cazurro), más amargo, más feo. Es decir, a veces, ni siquiera se trata de una reacción
a una determinada situación; dominada ésta, en tanto reacción, por un tejido espeso y
viscoso de emocionalidad. Hay ocasiones, incluso, en que somos conscientes de
que hemos de enfadarnos, de que vamos a enfadarnos, acuciados por el deber de hacerlo, estimulados por una
fuerza interior que marca los tiempos hacia lo que consideramos un estado
necesario, tal vez imprescindible. Que se note, vaya. Que se note que me he
enfadado… Que se vea. Es una respuesta, casi pensada y, por tanto, premeditada.
Sí, puede que sean solo segundos los que medien entre lo que pasa y lo que va a pasar conmigo… Décimas de
segundo a veces. Pero sabemos que nos va a pasar y decidimos que pase. Que
ocurra. Que discurra, se vea, se escuche, se note y hasta se sienta. El enfado.
Esa reacción, en ocasiones respuesta, que todo lo cambia. Ya. Ya está ocurrió.
Me enfadé. Se ha notado. Ahora toca desenfadarse, claro.
Enfadarse puede ser
necesario. Tal vez. Y útil… Bueno, tal vez. Pero no acabo de tenerlo claro. El
acto de enfadarse ocurre ordinariamente ligado a situaciones incómodas, a
momentos en los que las cosas no salen como pretendemos, a hechos que incordian
nuestro statu quo, esto es, nuestro equilibrio,
ese tan deseado y, en ocasiones, casi imposible equilibrio. Lo que nos hace un compañero, o, peor, un jefe,
o nuestra pareja, o los hijos… Los inconvenientes disruptivos e imprevistos en
el trabajo, los impredecibles atascos en la carretera, las averías en el hogar
o el coche, extendidas en estos últimos años a lo que le puede ocurrirle a
nuestro amado móvil o el ordenador, como si de una enfermedad les aquejase,
postrados ellos en la cama, dolientes, sudorosos, cariacontecidos…
Cariacontecidos nosotros, sí, ante estas cosas, ante estos desastres, que, oh, pueden amargarnos el día, casi la vida,
hacernos rasgar las vestiduras, considerar, incluso, que alguien con mala baba ha determinado mirarnos así, es decir,
mal. Te ha tocado, ergo… A enfadarse
tocan.
El viernes pasado me enfadé.
Llevaba trabajando en un documento de esos que uno cuida y mima en cada
palabra. Repasa las frases, las pausas, cuándo parar y cuándo continuar. De
esos que uno visualiza casi terminado, sus párrafos, su secuencia, su discurso
y desarrollo. Lo pule, cambia, corrige. Casi lo escucha crecer en cada tecla
que presiona para ir alimentándolo. No cuidé su archivo progresivo y, en un mal movimiento, intentando ir zanjando
diferentes tareas de modo simultáneo, observé cómo, sin poder evitarlo, daba
órdenes a la máquina de que lo cerrara sin guardar los cambios hechos. La máquina
me preguntó, conste. Mi tontería de ir de aquí para allá, zanjando unas cosas,
respondiendo a otras y pretendiendo continuar sin más en lo que yo consideraba lo fundamental, provocó el desastre.
Diez páginas de cuidado escribir, tras cuidadoso pensar, se fueron a la
papelera virtual sin reserva ni custodia alguna de los cambios que habían ido
produciéndose a base de golpes de tecla que dejaban constancia de las ideas que
habían ido fluyendo esa mañana. Dos compañeros me acompañaban en el
despacho en ese momento. Uno de ellos intentó socorrerme
intentando descifrar posibles salidas al desaguisado en cuestión. Nada, no fue
posible. El trabajo de unas horas se escapó por ese desagüe insondable,
dejándome, seguro, una cara de tonto de las que hacen época. Recuerdo que tuve
ganas de maldecir mucho. Algo me salió por la boca, seguro también. Me quité
las gafas, y las solté con disgusto y desdén en la mesa. Recuerdo con toda
claridad las sensaciones. Seré imbécil, pensé.
Creo que lo dije, incluso. Imbécil monumental. Me levanté. Voy a que me dé el aire, dije.
No tardé en volver. No sé, debieron transcurrir en torno a cinco minutos.
Que podría describir con detalle. La incomodidad de ser el único responsable de
la situación se mezclaba con el resultado de la misma, a saber, la nada más
absoluta. El trabajo vacío. El tiempo perdido. Un enfado más. Sí. Me fui a
abrir unas botellas de vino que íbamos a tomarnos al final de la jornada,
celebrando el viernes, de esos que no llegan a santo, pero sí a liberador, como
casi todos los viernes… El rostro de mis compañeros, su sonrisa por llegar al
fin de semana, celebrar… Celebrar que estábamos juntos, que teníamos nuestros
planes, que estábamos bien, que íbamos a ver pronto a gente muy querida, que había teatro, cine, paseos, aperitivo, buena cena... Cosas en las que pensar, personas con las que estar, a las que querer,
a las que decir que se quiere… Ahí estaba. Ahí estaba la respuesta. Al demonio con el documento. Al demonio con
ese tiempo invertido. Una lección más. Una tontería más. Esta vez fueron cinco
minutos, no mucho más. Esos sí fueron minutos perdidos. Los de la cara de tonto, los de no comprender,
desde el primer momento, que esas cosas no tiene importancia. Esos sí fueron
minutos y tiempo, mal invertido. Tirado a la papelera.
Sí, lo sé, hay enfados y
enfados. Porque, en realidad, cada enfado es diferente. Hay enfados que
asustan, enfados que anulan, a otros o a ti mismo. Enfados que lloran, que
saltan, que claman, que rompen y rasgan.
Enfados de golpe en la mesa,
enfados de llanto, de rabia y víscera. Y enfados pensados, con premeditación, con
hoja de ruta, con plan incorporado.
Estos, a mi entender son los peores. Los más dañinos. Dañinos y ominosos.
Buscan que se sienta, se note, se recuerde, penetre, hasta duela… Sí, hay
enfados-reacción. Les guía y nutre la emoción, el sentimiento. Se disparan,
zas, como un resorte. Que Dios nos pille confesados. Ahí van, como un toro. De
cero a diez en milésimas de segundo. No se piensan, no se rumian. Explotan,
estallan. Como un exabrupto. Y hay enfados-respuesta. Los que uno incuba, aun
en poco tiempo, los rumiados, masticados, cocidos en salsa de reproche y
afrenta. Y, por supuesto, claro, hay enfados más justificados que otros.
Algunos nunca son justificados, ni justificables. Como el mío del viernes. Que
le den al documento.
Mi teoría es simple. El
enfado no sirve para nada. Te hace perder el tiempo. El tiempo del enfado no
sirve para nada. Te agria y limita. Te amarga. Aparece tu peor versión. Te
muestras feo, ante ti mismo y los demás. Te arruga, la cara, el corazón y el
alma. Te lastra y debilita. El enfado mancha tu rostro. Y tus decisiones. Porque
el enfado, amigos, no es la decisión. No es la idea. El enfado es la víscera
salida de tono, la emoción desbocada. La idea, el argumento o la decisión que
suelen ir acompañadas al hecho de enfadarse pueden estar ahí, vivir, mostrarse,
expresarse, manifestarse. Sobrevivir. Incluso entenderse mejor. Sin el enfado,
sin la emoción lanzada, sin el disparo excitado, las cosas fluyen, y se
explican. Se argumentan. O se silencian. Parar la exaltación, la inflamación.
Ahí probablemente radique nuestra diferencia más sustancial si hablamos,
también, de enfados, entre animales y seres humanos. Al final buscamos la
calma, ¿no? Por qué esperar al final. Podemos, y debemos saber parar. Parar la emoción desbocada. Seguir con el argumento, pero detener la exaltación. Calibrar, ajustar los tiempos, los efectos, las consecuencias... Proporcionar la decisión, la acción. Sin la crispación. Sabemos y podemos. Ese es un reto bello, e inteligente.
¡Ah! ¡Que no se me olvide!
Tengo que pedir perdón a mis compañeros. El viernes me enfadé. Con ellos
delante. No me gusta. No me gusto. No me parece bien. Nada bien.
¿Sabes qué?. A mi que soy una de las compañeras con las que compartes despacho, me extrañó verte así -aunque soy testigo de que ni tenías cara de tonto y mucho menos de imbécil-, pero egoístamente, me alegró. Pensé, "mira si hasta un experto profesional pierde los nervios, está sobradamente justificado que yo también los pierda de vez en cuando". Tú que de por sí eres una persona muy cercana, en ese momento te ví más entrañable si cabe. Ahora has llegado al despacho y lo primero que has hecho es pedirnos perdón, no sólo de palabra, si no que también nos has impreso este escrito que has hecho en tu blog.
ResponderEliminarYo hago lo propio y reproduzco tus mismos esquemas, primero lo he hecho de palabra y ahora te digo por escrito que no hay nada que perdonar y mucho sobre lo que reflexionar.
Muchas gracias compañero.