José Antonio Luengo
Hoy, hace nada, una media hora más o menos, me he equivocado. Y mucho. Lo peor no es cometer un error, sino cometerlo siendo mezquino. Poco inteligente. Falto de sensatez. Lo peor es cometer un error sabiendo que lo estás cometiendo y no saber parar. Y el efecto que provoca. Siendo egoísta, puedes pensar y centrarte en cómo quedas ante esa persona con la que te has equivocado, con la que has estado desacertado, incluso ridículo. Pensar en las consecuencias que provocas en ti mismo. Y eso, también, es un error. En cadena. Esa mirada egocéntrica que analiza como un escánner lo que surge, lo que ocurre en ti, la vergüenza, el bochorno, la mancha, la merma en tu auto-complacencia. Pero, realmente, ¡qué importa eso ahora! Lo verdaderamente importante es intentar comprender el efecto que provocas en la otra persona, en quien ha sido receptor, azotado por la incomprensión, y por tu torpeza. Y no basta con pedir perdón. No creo que baste. Es necesario, pero no suficiente. La confianza se resiente. Y se resquebrajan los hilos, más o menos poderosos, que hasta ese momento cosían las miradas, incluso la sonrisa. Queda mirar de frente, admitir la equivocación y respetar el silencio. El que, sin duda, surge entre quienes aun se miran. Antes de despedirse. Queda también saber que nunca sabes cuando vas a recibir la mejor lección.
Equivocarse es un fenómeno complejo. Y una experiencia compleja también. Cuando nos equivocamos, erramos, fallamos, tropezamos. Solemos identificarlo también con términos como columpiarse, colarse. O desbarrar. O meter la pata. Equivocarse forma parte de la vida. El error, propio o ajeno, nos acompaña desde que tenemos uso de razón. Antes seguramente también. Pero, claro, sin razón, el error es menos error. Forma parte de la construcción de nuestra naturaleza. De las probaturas y ensayos con los que incorporamos la existencia. En un entorno progresivamente descifrable. En sus paradojas, contradicciones y, en ocasiones, sinrazón. De hecho, de muy pequeños, nos oponemos con frecuencia a la idea predominante, a la opinión general, al sentido común. Pero, al fin y al cabo, somos niños pequeños.
Equivocarse es un fenómeno complejo. Y una experiencia compleja también. Cuando nos equivocamos, erramos, fallamos, tropezamos. Solemos identificarlo también con términos como columpiarse, colarse. O desbarrar. O meter la pata. Equivocarse forma parte de la vida. El error, propio o ajeno, nos acompaña desde que tenemos uso de razón. Antes seguramente también. Pero, claro, sin razón, el error es menos error. Forma parte de la construcción de nuestra naturaleza. De las probaturas y ensayos con los que incorporamos la existencia. En un entorno progresivamente descifrable. En sus paradojas, contradicciones y, en ocasiones, sinrazón. De hecho, de muy pequeños, nos oponemos con frecuencia a la idea predominante, a la opinión general, al sentido común. Pero, al fin y al cabo, somos niños pequeños.
No siempre es fácil saber, en esa época de la vida, la posición
y valor exactos de las cosas, de los hechos, de las acciones, de las ideas. O
el valor real de las enseñanzas, de las certezas que se nos muestran, de las
miradas que se nos trasladan, Y que confirman, poco a poco, que conviene
equivocarse menos. Cometer menos errores. Que interesa acertar más. Y hacer
sonreír siempre, cumplir expectativas, asentir. Y entrar. Por el aro. Por los
aros.
Nos equivocamos siendo niños pequeños
De niños, con poco uso de razón por cuestión de edad, se
entiende el error. Se explica. Incluso se elogia. Del error se aprende, el
error guía. Caerse para levantar la mirada. Y mirar mejor la próxima vez. Y
forma parte de la responsabilidad de los adultos, claro, guiar a los pequeños
por la senda de la razón, adquirirla, capturarla. Como quien encuentra un
tesoro. Ese, el tesoro, ahondará en el difícil arte de acomodarse,
desenvolverse, y cambiar, no demasiado, la realidad que nos da cobijo y marca
nuestra presencia.
Nos equivocamos también siendo un poco mayores
Luego, por supuesto, seguimos equivocándonos. Solo faltaría.
Resulta curioso, no obstante, cómo la llegada del citado uso de razón coincide
con una época de marcada estabilidad, en términos generales, en el desarrollo
del niño. Cumplen sus siete u ocho años y parece que desaparecen. Que se
volatilizan. En sentido figurado, por supuesto. Están, claro, pero parece que
no. Van al cole, son cada vez más autónomos, colaboran y ayudan en casa... Se
muestran cariñosos. Hasta ven la televisión con nosotros. Les llevamos al cine
y les vemos saltar de alegría. Compramos las entradas y ahí están, pegados a
nosotros, deseosos de entrar, llamándonos papi o mami con una sonrisa de oreja
a oreja que ilumina los corazones. Comiéndonos a besos. Sonrientes. Papi
esto, mami aquello ¿Me compras palomitas? Es la época de la familia
en sentido más intenso. Todos juntos a todos los sitios. Con hijos pequeños.
Con niños y niñas pequeños. Esos que ya no se ponen enfermos, curtidos ya en
mil batallas con familias de virus que, hace no demasiado, inundaban sus
mucosas, provocando toses interminables, fiebre y noches y noches sin dormir… Momentos plácidos
en general para la educación y la convivencia. La que se vive en cada casa y la
que se cuece y desarrolla en las escuelas. Se introducen en nuestros poros y
hacen más grande nuestra vida. La llenan de magia, no hay duda. Y, en el día a
día, reconocen su existencia en el discurso de la nuestra, con nuestros ritmos,
prioridades (ellos mismos, entre otras), esperanzas y desesperanzas. Pero
parece que no están.
Nos equivocamos siendo adolescentes
No tardarán mucho en reaparecer. Nuestros niños reaparecen,
casi de un día para otro, y lo hacen en forma de adolescentes. Casi no les
conocemos. Ya no se sientan con nosotros a ver la tele, ni nos piden que les
expliquemos alguna cosa. Toman posesión de su dormitorio como de un santuario.
El orden de antaño deviene en caos. El flujo hormonal, casi cómo un río en mil
ríos dentro de su cuerpo, o mejor, una potente corriente, termina por hacerles
sobresalir cambiados. Muy cambiados. Chicos y chicas. Testosterona y estrógenos
representan la forma química de la rebeldía, del carácter huidizo, de la
búsqueda de la identidad en sentido estricto. Y el error, la equivocación
reaparecen también. Vuelven. Renace explosiva la naturaleza. Se hace notar. Con
sus ideas, emociones, valores, dudas y certidumbres. Con dolor también. Y
alegría. Y riesgo y búsqueda. Permanente búsqueda. En este escenario, la
equivocación se torna de nuevo más visible. Más evidente. A veces insoportable
para el mundo adulto. Que la entiende alarmante, desproporcionada. Lábil.
Desvencijada. Su espacio, el de los adolescentes, se torna quebradizo. Y raro,
para los no adolescentes. Muy raro. Y magnifican sus resbalones. Definiéndolos
en términos de problema y no de crecimiento y búsqueda. Aparece el inefable
adolescente.
¿Quién dijo que esto iba a ser fácil? Pero los adultos ya no
somos tan indulgentes. Del error se aprende, oye, pero acierta más, por favor.
Equivocarse no sale ya gratis, ni provoca sonrisas cómplices. Sin embargo,
seamos justos. En la adolescencia, equivocarse es, también, crecer. Y no otra
cosa. Especialmente. Es hacer. Es andar. Es moverse, probar, estar, exponer,
exponerse, sufrir. Es arriesgarse. Envalentonarse. Y también correr y, en
cierta medida, acertar. Porque acierta el que rompe con moldes que ya no le
sirven. Con patrones para niños. El que busca con intensidad, aunque ceda, en
ocasiones, caído, empujado, por las circunstancias. Y por la inexperiencia. Y,
a veces, por la falta de tino y autocontrol, sí. Los adultos llevamos mal las
equivocaciones de nuestros adolescentes. Llevamos mal sus errores, sus
meteduras de pata, su incansable sensación de omnisciencia, de omnipotencia.
Pero, si lo pensamos bien, ¿cómo no van a equivocarse? Su cerebro y capacidad
cognitiva les permite atisbar que existe el futuro, no solo el presente. Y
están creciendo. Sometidos a una presión intrapsíquica y externa no siempre
fácil de integrar y gestionar. Su capacidad para pensar en abstracto les hace
convulsionar cognitivamente. Para ellos todo es cuestionable. Nada es rígido.
No tiene por qué existir un porqué a cada cosa, a cada situación, a cada
experiencia. Encapsulados en su cerebro dominado por los circuitos emocionales,
se lanzan a tumba abierta por las laderas de la experiencia, armados con su
ilusión por recorrer, por estar, por conocer y tocar. Acuciados por la
necesidad de hacer, en ocasiones, lo contrario de lo que otros estiman como lo
correcto o pertinente. Pero ¿cómo comprender el mundo, su mundo, sin esa
actitud? ¿Cómo abonar su crecimiento e identidad sin rebeldía, sin el placer de
hacer y pulsar?
La equivocación, su equivocación, cuando existe, es
comprensible. Y necesaria. Les permitirá conocer y conocerse. Expandirse. Y
desembocar. Como el Guadiana, en el mar. El Guadiana lo hace en el Golfo de
Cádiz, nada menos, entre España y Portugal. Todo un lujo para la vista. Los
adolescentes desembocan en la juventud, y, enseguida, en el mundo adulto. Que
es como desembocar en el mar. Palabras mayores. Y aparecemos como adultos,
curtidos en algunas batallas. Pensamos que muchas. ¡Inocentes! ¡Lo que nos
queda por vivir! Un mar de experiencias nos espera. Vapuleado por los vientos y
las corrientes. A todas horas. A cada instante. Aquí o allá.
Y nos equivocamos siendo adultos
Los adultos también nos equivocamos. A estas
alturas del partido casi deberíamos decir que, en efecto, metemos la pata.
¿Pero es que no hemos aprendido ya? Parece que no. Errar, fallar, columpiarse.
A pesar del paso del tiempo, la edad adulta se convierte en un escenario idóneo
para la equivocación. Siempre encontraremos excusas para justificar nuestros
fallos. Eso sí lo hemos aprendido bien. Buscar argumentos que expliquen el
porqué de nuestros errores. Somos especialmente hábiles en ese modo de respuesta
a las circunstancias incómodas con las que nos topamos. Teóricamente deberíamos
encontrarnos en condiciones para equivocarnos menos, salvar mejor las
situaciones confusas, leer e interpretar mejor lo que pasa y nos pasa.
Teóricamente. Tal vez sean las condiciones, a veces complejas, en las que nos
desenvolvemos. O la inestabilidad y miedos que nos atenazan. O la intensidad y
rapidez con la que pasan las que discurren los acontecimientos en los que somos
protagonistas. Quizá sea la inseguridad que en ocasiones nos atenaza. O el
miedo mismo a fallar. Tal vez sea esto. Tener miedo a fallar te hace fallar más
frecuentemente. O que nos importa poco equivocarnos. Cierta indulgencia con
nosotros mismos y un sentido de la autocomplacencia potente nos preservan del malestar
que, lógicamente, debería seguir a nuestro fallo. Cuando nos damos cuenta de
él, claro.
Equivocarse es fácil. No siempre es fácil ser conscientes del
error. Y no siempre, cuando lo percibimos, aprendemos de él. Se supone que para
meter menos la pata en el futuro. Como adultos deberíamos ser más conscientes
de nuestros errores, intentar preverlos, gestionarlos y, sobre todo, responder
adecuadamente a sus consecuencias. Podemos equivocarnos en mil ámbitos de
nuestra experiencia. Pero me preocupa especialmente el error en el terreno de
lo personal, ese espacio en el que la comunicación se convierte en vehículo
híbrido de la relación. La mirada, las palabras, las percepciones y
expectativas. La escucha, el discurso, la presencia o la ausencia. El silencio,
a veces. Andar juntos sin hablar. También.
No llevo bien equivocarme con las personas. Me refiero a fallar
yo. No ser sensible, no reparar en cosas importantes, no acertar con las
palabras. No llevo bien fallar en la mirada, en la atención, en la dedicación.
Soy exigente con mi comportamiento, la verdad. Suelo equivocarme muchas veces
pero procuro no hacerlo. Insisto en reflexionar sobre la mejor manera de
comprender a quien me acompaña. Sentir lo que siente. Comprender su punto de
vista. Sus emociones. Pero no siempre acierto. Y no me gusta. No me gusto. A
estas alturas, no entiendo la equivocación como un aprendizaje sino como una
metedura de pata. Que te aleja de la paz y el sosiego.
Meter la pata con alguien conocido, con un compañero de trabajo, con amigos o familiares. Equivocarme con alguien a quien se quiere o se ha querido especialmente. Me provoca un gran dolor. Y no suelo encontrar justificación. Mi reacción suele ser rápida. Pedir disculpas, a la mayor brevedad, cuando reparo en lo que estoy haciendo, en lo que he hecho; o reconducir mi conducta, si hay tiempo, antes de culminar el error. Casi empezar de nuevo. Porque pedir perdón, creo, no es suficiente. Entiendo exigible acertar antes. Me exijo acertar antes. Antes del resbalón hay tiempo. Casi siempre.
No siempre tenemos un buen día, es cierto. Y también lo es que
no siempre podemos acertar. Que la perfección no existe. Y menos en el cara a
cara, cargado habitualmente de tantas trazas emocionales. Pero no es
suficiente. Hace poco me he equivocado. Con alguien especial. Y no encuentro
justificación suficiente. La hallaría si quisiera. Seguro. Pero ¿de qué me
serviría? A mi edad no pretendo acallar mi conciencia con explicaciones
autocomplacientes. Prefiero reconocer el error y, especialmente, no volver a
cometerlo. Con nadie. Porque equivocarse con las personas no es cualquier cosa.
Ni mucho menos.
Siempre hay tiempo. Un tiempo antes, décimas, milésimas de segundo, que te harán de tu reacción una respuesta. Y por tanto, alejarte del error. La equivocación como aprendizaje tiene otros escenarios, creo. Perdonarse es otra cosa. Fenómeno complejo también. Pero imprescindible para seguir viviendo. Ya, ya sé, que equivocarse es humano.
Hoy me he equivocado. Mucho. Y me han dado una insuperable lección. ¿Podrás perdonarme?, he expresado hace un poco. Sí, me han respondido. Una lección que me llevo en el corazón. Una más. Y van...
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