José
Antonio Luengo
¿Tenemos que visibilizar de una vez el suicidio en
nuestra sociedad? Según la Organización Mundial de la Salud, el suicidio se
puede producir durante toda la vida y es la segunda causa principal de muerte
entre los 15-29 años en todo el mundo. En el mundo se registran más de 800.000
muertes por suicidio al año. Las tasas de suicidio son especialmente
elevadas entre los grupos vulnerables que sufren discriminación, como refugiados,
inmigrantes, población LGBTi, población reclusa, etc. Sin obviar, por supuesto,
las situaciones derivadas del acoso entre iguales. Las
muertes por suicidio bajaron en 2015 hasta los 3.602 fallecidos en nuestro país
(frente a los 3910 de 2014), un 7,9% menos que el año anterior, pero todavía
duplican, por ejemplo, el número de fallecimientos por accidente de tráfico.
Pero ¿qué pasa con nuestros adolescentes? Según los datos del INE, teniendo en
cuenta los últimos tres años de los que se dispone de información (2012-2015), 201
niños y adolescentes, entre 10 y 19 años, decidieron quitarse la vida. Datos
que resultan escalofriantes y que ponen de manifiesto que seguimos fallando.
Los datos desagregados dan cuenta de que 9, 10 y 8 niños de entre 10 y 14 años y
57, 59 y 58, de entre 15 y 19 años se suicidaron en los años 2013, 2014 y 2015
respectivamente. Pese a
las cifras, y el profundo impacto que provoca el fenómeno, el estigma social y
el miedo al efecto contagio siguen haciendo del suicidio un contenido tabú.
La relación entre
el suicidio y los trastornos mentales (en particular los trastornos relacionados
con la depresión y el consumo de alcohol) está bien documentada en los países
más desarrollados, si bien muchos suicidios ocurren de forma impulsiva en
momentos de crisis que pueden afectar a la capacidad de hacer frente a situaciones
especialmente dolorosas y estresantes. Los adolescentes experimentan en su vida
cotidiana fuertes sentimientos de estrés, confusión, dudas sobre sí mismos y
otros miedos e inquietudes. Les influye especialmente el grupo, su posición y papel
en él. Sentirse apreciado, incluido, tenido en consideración, valorado. O no,
claro. Para algunos adolescentes, el suicidio, pensar en él como un modo de quitarse
de en medio y dejar de sufrir aparenta ser una vía de escape a sus
problemas y al estrés. En el
caso de los jóvenes y adolescentes, la literatura científica coincide al
señalar como posibles factores de riesgo de conducta suicida sufrir una
enfermedad crónica dolorosa, un trastorno psicológico que no necesariamente ha
sido diagnosticado, una tentativa previa de suicidio, y variables concretas de
personalidad, como un carácter impulsivo con falta de control de las emociones
y la alta carga de estrés emocional que padecen. Otra de las causas en auge
durante los últimos años es el acoso entre iguales (Navarro-Gómez,
2017).
¿Tenemos que visibilizar el suicidio? ¿Hemos de hacer
patente ante la sociedad la necesidad de abordar definitivamente la prevención
de este fenómeno tan cruel y en creciente evolución? Parece evidente que sí.
Hemos de hacerlo, con tino, con esmero, de forma adecuada, sin escándalos ni
exabruptos mediáticos y con prudencia. Pero hemos de hacerlo. Entre otras
cosas, porque no parece que vayamos a ningún lado si no lo hacemos. Llevamos
mucho tiempo ocultando la realidad o haciendo visible sus características en
forma de detalle sobre su prevalencia e incidencia en días específicos. Pero, ¿cómo
hemos de hacerlo? Desde luego no con el silencio y la ocultación del fenómeno. El
temor al efecto contagio es un clásico en este contexto. Pero tampoco con
movimientos ni acciones puramente sensacionalistas. Se precisa información
y recursos profesionales adecuados, pautada, medida. Desarrollada por
profesionales y en entornos donde puedan controlarse todas las variables de
implementación e impacto. Sensibilizar a golpe de noticia, de acontecimiento
puntual o de simples guarismos en una gráfica supone rascar simplemente la
superficie del proceso. Y entraña, además no pocos riesgos. Hablar de modo
adecuado del suicidio, controlando qué, cómo, dónde, a quién y para qué se
hace. Los medios
de comunicación son relevantes en este proceso. Pero han de trabajar con criterio
profesional. Y adecuadamente orientado. No basta con dar noticias. Éstas
deben estar muy contrastadas. Y medidas. Destaca en estos días, por ejemplo, la
noticia sobre el fenómeno de la ballena
azul, el supuesto juego el vinculado a suicidios y lesiones de menores. Es curiosa la vinculación de este juego con la temática de una película relativamente reciente, Nerve (2016), una visión crítica del fenómeno de los juegos on-line, la popularidad instantánea en redes sociales y los reality shows.
Y hemos de ser cuidadosos, por supuesto, con la
programación de películas
o series de televisión que aborden este fenómeno sin ningún tipo de control
adulto; de su visualización, gestión racional y emocional por parte del
adolescente que las ve, y de sus consecuencias. ¿Vale todo? Es evidente que no.
Hablamos de contenidos de alta sensibilidad que requieren de contextos
adecuados para la reflexión educativa. Peligrosos
sin la adecuada supervisión.
Hemos de ser prudentes con qué decimos a los niños,
asimismo, en los planes desarrollados en los centros educativos
para sensibilizar sobre el fenómeno del acoso entre iguales. Llevo insistiendo
desde hace mucho tiempo en una idea: no debemos abordar sin más, con algún
comentario al hilo de un par de diapositivas, el fenómeno del suicidio de niños
y adolescentes (normalmente en el contexto de programas para la información y sensibilización
sobre el acoso escolar) en la etapa de educación primaria. Incluso cabe esta
observación para el trabajo con el alumnado de los primeros años de educación
secundaria. ¿Sabemos realmente el impacto que provoca en ellos? ¿Conocemos quiénes
son y cómo pueden estar leyendo (uno, alguno, ¿todo el grupo?) lo que
les contamos? Incluso, ¿sabemos todo lo que hay que saber sobre aquello que les
contamos y sobre la noticia que ordinariamente ilustra la explicación? Este no
es un tema pequeño…
La depresión y la ideación
y tendencias suicidas son desórdenes mentales que se pueden tratar. Y deben
tratarse. Hay que trabajar con esmero y recursos por detectar, reconocer y
diagnosticar la presencia de esas situaciones tanto en niños como en
adolescentes y deben desarrollarse planes de tratamiento apropiados.
Y necesitamos adecuados programas
para la prevención de la depresión y de la conducta suicida en el adolescente.
El plan europeo que promueve que los servicios sanitarios hagan un seguimiento
estrecho de las depresiones ha demostrado su eficacia para prevenir intentos de
suicidio hasta un 30%. Este programa, aplicado en Sabadell
de forma pionera en España, empezó a funcionar en Cataluña en el año 2005. Los
resultados no se han hecho esperar. Podemos encontrar una excelente revisión de
programas para la implementación en centros escolares de en el artículo de Bustamante y Florenzano
(2013).
Necesitamos mayor y más rápida accesibilidad a los
servicios de salud mental infanto-juvenil. Necesitamos
profesionales formados. Necesitamos en los centros de prevención en los
centros educativos; de detección y, en su caso, derivación de cuadros
depresivos. Necesitamos mejorar significativamente los procedimientos y
formatos de coordinación entre salud mental y profesorado. Nos estamos jugando
mucho en ello. Las posibilidades reales de detección, derivación, y tratamiento
de situaciones de esta naturaleza están a años luz de lo que deberíamos poder
afrontar en un país como el nuestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.