Se
trata de andar
Mediados de agosto. Vacaciones.
Hoy he salido a correr pronto. Por aquí, cerca de Sant Esteve de Guialbes, en
Girona, la mañana ha amanecido muy nublada. Fresco el ambiente, con olor a
tierra mojada de algún chaparrón de esta misma noche. Nadie por las solitarias
carreteras que conectan los pueblecitos de la zona. Llevo diez minutos trotando,
caen unas gotas, amenazando lo que está por venir. A los quince minutos más o
menos explota el cielo y empieza a jarrear. Sigo corriendo, empapado, con una
sensación rara en el cuerpo. No es cómodo trotar así pero resulta especial.
Diferente a lo ordinario. Se hace difícil claro, pero merece la pena seguir.
Cuestas, curvas, un coche que viene de frente y te da las luces. Se aparta
amablemente de su carril porque no hay arcén y corro justo por la línea de
marca la carretera. Al lado, una cuenta profunda.
No tardo mucho en dejar de correr y decido continuar andando. La lluvia persiste, intensa, con goterones que salpican al caer al suelo. Estoy como una sopa pero ya, qué más da. No hace frío. Es una tormenta de verano que está durando más de la cuenta. Pero sigo andando, a paso ligero, pero andando. Unos diez minutos después deja de llover y en el cielo se abre un arcoíris espectacular. El suelo está empapado. Y yo, claro, también. La sensación de frescura y el ambiente húmedo y luminoso ahora me hacen seguir. Ya llegaré, me ducharé y secaré. Ahora hay que disfrutar. Del camino, del agua que corre por las acequias, del olor a verde húmedo. De los pájaros que empiezan a cantar otra vez. Y de las cigarras, que aprovechan el sol que empuja entre nubes escurridizas, y llenan el aire con su zumbido abrumador. Más y más según el sol se va haciendo dueño y señor de la situación.
Ya no corro. He decidido
seguir andando un rato, y mirar, explorar, meterme en los caminos casi
infranqueables, por la vegetación, que se abren paso e ambos lados de la
estrecha carretera, por la que siguen sin pasar apenas coches. Pasados unos
minutos echo a correr otra vez. Sigo empapado, pero la sensación de libertad es
grande y me apetece apretar un poco el ritmo. Suenan mis pasos en el suelo, en los charcos dejados
por el chaparrón, o pisando las pequeñas ramas secas que han caído con la
fuerza del agua. Y el aire entra diáfano en mi pecho, la sensación de poder
casi con todo en ese momento, la percepción de lo bello en cada detalle, en
cada gesto de la naturaleza que recorro. Mientras corro y miro, con deleite y
paz.
Al final toca parar un poco,
y encontrar la ducha reparadora. En los casi setenta minutos que he estado
fuera no he dejado de pensar en una analogía sencilla y usada. En la vida uno
tiene que andar. Seguir. Buscar. Tropezarse y, a veces, caer. Y levantarse.
Cuantas veces sea preciso. Andar el camino es como vivir. Momento a momento a
momento, día a día. Paso a paso. En ocasiones será sencillo, cuesta abajo,
incluso llaneando, con buen tiempo, sin necesidad de llevar cosas a la espalda,
de las que pesan, y no puedes dejar de llevar porque ya forman parte de ti.
Otras veces será difícil. Lluvia, frío, viento, cuestas y caminos difíciles,
torceduras de tobillo… A veces la sensación de no poder. Los músculos te
queman, el oxígeno no da más de sí. Y tienes la sensación de quedarte, sin
poder seguir. No merece la pena, llegas a pensar. Pero te detienes y descansas.
Y, solo o acompañado, tienes la fuerza para seguir. Seguir andando. Y puedes
ver, una vez más, que el sol vuelve a aparecer. Que lo oscuro se va también. Y
el cansancio puede ser un vago recuerdo. A veces conseguimos ir bien equipados.
En otras, sin embargo, nos pilla el toro
y tenemos que sacar fuerzas de donde no hay. Y en ocasiones nos sorprende una
tormenta y no hay sitio donde cobijarse. Y nos tememos lo peor.
En la vida, sobre todo, se
trata de andar. Porque eso, andar es, básicamente, lo que nos permite estar
vivos, movernos, cambiar, explorar, indagar, y, por supuesto, ser. Andar, de un
sitio para otro, con otros o solos. Porque la vida, insisto, supone andar y,
especialmente, saber andar.
Anda el
bebé cuando, nada más nacer, inicia una aventura impredecible. Cada cosa que
hace, cada gesto o postura, traen consigo consecuencias. Cada una de ellas,
singular, única. Como únicas son las cosas que hace, el bebé, cuándo las hace,
cómo las hace, con quién las hace. Y únicas son también las respuestas del
entorno, de quienes están o acompañan. De sus gestos, también, de sus miradas,
de su calor, de su presencia, calidez o disposición. Lo queramos o no, vamos siendo nosotros mismos gracias a ese
camino en el que un día nacemos, el que nos toca, y por el que transitamos día
a día. Con más o menos comodidades, más o menos calor, más o menos recursos.
Recursos que atraer, asir, capturar, hacer nuestros. Casi siempre de la mano.
Un camino, ese que tenemos
enfrente es el que vamos haciendo, poco a poco, con nuestros pequeños pasos al
principio, tocándolo todo, gateando, conquistando el espacio, y las cosas.
Comprendiendo, poco a poco, lo que nos rodea. Lo que preparan a nuestro
alrededor. Y haciéndolo nuestro, con nuestro particular modo de leerlo, de integrarlo, incorporarlo a
nuestro mundo de experiencias. Dando a cada cosa que nos pasa la importancia
que en ese momento le damos. Que es personal, e intransferible. Como tantas
cosas.
De niños seguimos aferrados
a ese camino, el nuestro, el que nos ha tocado en suerte, por el que pasa,
también, nuestra gente, más o menos conocida, más o menos próxima, pero nuestra
gente al fin y al cabo. Los que están a nuestro lado y nos acompañan en el
camino. Vecinos, compañeros de clase, amigos, familiares… O gente, personas,
que viven cerca, junto a nosotros, que forman parte de nuestra vida. Y así será
durante mucho tiempo. Andaremos así tiempo, mucho, dejándonos llevar por las
señales del camino, que no son sino las instrucciones que nos dan. Lo puede o
no hacerse, tocarse, decirse… Lo que entraña riesgos, o no. Lo que es
aconsejable. Señales, señales, señales. Nuestros adultos nos llenan, el camino,
de señales. Para que no nos perdamos. En
varios sentidos la cosa. De si hay que ir despacio, o si hay que tener
precaución con la curva que se acerca, que si se estrecha el camino o hay obras
en él. Que si nos acercamos a algún cruce, o núcleo urbano. Que si pueden
aparecer animales en la calzada o hay peligro por mal estado del firme… Los
puntos kilométricos que dan fe de lo que vamos recorriendo, y lo que nos falta,
para llegar a algún sitio. O de las diferentes direcciones por las que podemos
optar según vamos andando… Señales, en definitiva, que van marcando nuestro camino.
Siendo niños las seguimos al pié de la letra, convencidos, confiados. Es lo que
hay. Y más vale seguir las instrucciones, el código de circulación que nos va siendo dado a cada instante. Y se
entiende mal la trasgresión. Los caminos por los que andamos suelen llevarnos
al colegio, a los sititos que van siendo nuestros referentes espaciales y de
relación.
Y están, a cada paso, en casa,
con los hábitos, las normas y, por supuesto, con los recursos que a nuestro
lado van depositándose, como si de un videojuego se tratara. Hay que ir
detectándolos, apreciarlos, y hacerlos nuestros. Recursos de trato, convivencia
y relación con otros. Recursos de análisis y valoración de lo que ocurre a
nuestro alrededor, y de lo que ocurre en nuestro interior, de cómo interpretamos
las cosas, de cómo reaccionamos y, poco a poco, respondemos (con cierto
criterio) a lo que sucede y nos concierne. Se trata de recursos que surgen de
las experiencias que vivimos con los demás, de ir andando por el camino, a un
ritmo razonable, todo hay que decirlo, tratándose de niños como somos a esas
edades. Y lo hacemos bien. Pisamos charcos, también, y miramos con cara de
pillo a quien, a su vez, le enternece profundamente nuestro descubrimiento,
nuestra pequeña trasgresión.
Enseguida pasan cosas.
Tenemos que seguir andando, claro, pero yo, ya, soy diferente. Llega la
adolescencia. Empujada por cambios fisiológicos de envergadura, nos sitúan ante
el camino en plena efervescencia y cambios. Cambios sustantivos que devienen de
nuestro interior. Y que hacen que la percepción del camino sea otra. Diferente.
Siguen las curvas, las cuestas, hacia abajo también, claro. Siguen las señales
y el código. Pero yo ya no soy el de antes. Miro más hacia los lados, presto
menos atención a lo que se me señala, indago y exploro más, al borde del
camino, saliéndome de él. Deliberada, conscientemente. Hay un mundo por ahí que
merece la pena descubrir, al menos ver. Un mundo de charcos, de reconocimiento intelectual y emocional, de trabada
lectura. Un mundo de sentimientos que explotan, que inundan el corazón de tu
existencia, que iluminan senderos invisibles a otros ojos, pero no a los tuyos.
Porque tu cerebro se expande, de ilusiones encontradas, contradicciones
dolorosas, paradojas inconfesables. Porque tu cuerpo se va de coordenadas. Y
salta y se adentra en lo infranqueable. El camino, que existe, sigue
existiendo, con sus límites y señales, no se cierra en las imborrables líneas
que lo franquean. Muy al contrario, sirve casi de plataforma para el salto, para
volar. Con la imaginación, la risa, los llantos, las emociones incomprensibles.
Y con el pensamiento, que desbordado ya, al mundo de lo abstracto, divisa el
norte de las cosas, la preocupación por lo intangible, la comprensión del más
allá de la acción concreta. Del aquí y ahora.
El cuerpo y la mente están
preparados para sortear y driblar la prescripción. Porque hay mil senderos, mil
curvas en las que esconderse y escaparse. Para seguir creciendo, en la huída,
en la deserción, en la duda, en la búsqueda permanente de lo que no se ve. De
lo que otros no son capaces de ver. Aunque vieron, en su día. De lo que no nos
es mostrado, de lo que no hay rastro aparente. El camino, así, se vuelve algo,
siempre, desde el que saltar. A otra dimensión. Y al que volver, sí. Eso
también. Pero siempre andando, a saltos, tal vez, en esta época,
desordenadamente, sí. Burlando al sentido común, corriendo, volando en
ocasiones. Pero andando, hacia delante. Sin parar.
El camino vuelve rápido, con
sus límites y reglas, con sus señales y parámetros de medida. Más estrictos, si
cabe. La mente, dicen, parece ordenarse. Y hasta asentarse. Debe ser eso de sentar
la cabeza, que dicen. Sentamos la cabeza y andamos, seguimos andando. A
veces, siendo adultos, entramos en una especie de tontódromo, en el que las cosas son, ya, tan previsibles, que ni
miramos. Y damos vueltas y más vueltas. Solo movemos las piernas, y los brazos.
Y vamos de un sitio a otro. Muchas veces, casi, sin despeinarnos. Si mirar, sin reparar casi en nada que no sea ya conocido,
sin pensar que aún podemos sorprendernos. Como quien no es consciente de andar.
De lo que supone andar. De lo que supone seguir aprendiendo. De la ilusión, de
la emoción, de lo inesperado, del recodo ese en el que nunca paré, del
senderito que siempre veo al pasar pero por el que nunca me he asomado. Del
paisaje que me rodea y cambia, sin que preste atención a ello. Del paisaje, que
puedo yo mismo cambiar. Porque puede andar, sortear, escabullirme,
introducirme, ir, venir, escapar, correr, tocar, observar, deleitarme. Porque
estoy vivo.
Siempre se trata de andar,
unas veces solo, otras, acompañado. O a trote
cochinero. En ocasiones rápido, casi corriendo, saltando también, incluso
volando. A veces sí, como dice Serrat, volando, cuando la vida te besa en la boca, y a colores se despliega como un atlas. Nos
pasea por las calles en volandas, y nos sentimos en buenas manos…(***) Otras
veces andando casi a rastras, por caminos embarrados, cuestas irreductibles.
Agotados, sudorosos, con miedo, incluso. Cambios de rasante, sin saber muy bien
qué te espera más allá, curvas que doblan tu espinazo, caminos sin señales,
casi sin camino.

Andar, siendo consciente de
hacerlo. Andar, erguido, seguro, consciente también de la oscuridad que
encontrarás, pero, también, de que el día llega. Siempre. Abierto, a la vida,
al corazón, a la alegría. Dando, siempre dando. Escuchando más que hablando,
compartiendo, Sonriendo, perdonando, dando fuerte la mano. Y los besos. Y los
abrazos. De verdad. Reconociendo, cuanto antes, tus errores en el camino. Y
corrigiendo, siempre, en cuanto puedas, o te dejen. Mirando atrás sin ira, con
afecto y cariño. Disfrutando de cada momento, de cada paso que das. Cayéndote y
levantándote. Sabiendo coger y sabiendo, sobre todo, soltar. Sin reservas. Mirando a los lados, y al
cielo, y a quien camina contigo. A los ojos. Sin miedo a los cambios, sabiendo,
siendo consciente de la necesidad de mirar de frente, y seguir. Aun con dudas
e incertidumbres, seguir. Al final, siempre se trata de andar. A veces, incluso, cruzar algún desierto, solos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.