José
Antonio Luengo
A veces uno se enfrenta a un
momento. Un momento especial. Ese en el que un paisaje, unido al momento, a
determinado momento, se convierte en algo especial, mágico. Mágico como
maravilloso. Casi único. Todo parece confabularse para hacer de ese fragmento
de tiempo, el que sea, largo o casi imperceptible, una experiencia inabarcable,
inexpresable, imposible de traducir en palabras, o gestos. O ambos.
A veces uno vive algo que no
tiene comparación alguna. Tal vez la soledad, o, al contrario, la compañía. Tal
vez la tranquilidad, y el sosiego. Tal vez el silencio, o alguna música de esas
que penetran hasta el tuétano. A veces sentados, o apoyados, en pié. Apoyados a
un banco, sentados en él, o cogidos de una mano, casi soldadas ambas. A veces
el sol ilumina tu rostro. O, por el contrario, te dice adiós entre montañas. O
allá a los lejos, introduciendo su calor e incandescencia en el viejo mar. Allá
a lo lejos. Diciéndonos adiós con la mirada, con su mirada. La que no se
olvida. Esa que esperamos, incluso, cada atardecer, siempre diferente, incluso
divergente. Porque cada día, cada tarde, nosotros somos, también, diferentes. Y
divergentes. Discrepantes. Del mundo, de lo que nos rodea, de la maldad, de la
arrogancia, de la injuria, de la mentira recurrente.
El sol, en esos momentos,
nos lanza su adiós de esperanza. Todo puede ser mejor. Como ahora, en este
preciso momento. El espíritu está volando, nuestro espíritu, nuestra alma.
Vuela en otro espacio. Casi en otro tiempo. Compartiendo el momento o solos,
nuestro corazón se inunda de paz, de silencio. Pero al mismo tiempo de mil
mensajes, mil palabras, mil miradas, mil sonidos. Que hablan que es posible. No
sabemos muy bien qué. Tal vez repetir (nunca repetimos), quizá un sueño, o una
idea. O un amor. O un desamor. Es posible que, simplemente, un instante de paz,
de huída a un espacio inexistente, pero real. En nuestra mente. En nuestro
corazón.
Miramos al frente. Siempre,
en esos momentos, miramos al frente. Porque allí, enfrente, se encuentra eso
que no sabemos siquiera describir, pero que inunda nuestras venas, nuestros
tejidos. Cada poro de nuestra piel. Cada célula, cada órgano. En una esmerada,
y siempre esperada, sensación. De libertad. De unión incombustible con el
mundo, con cada imagen, cada hoja, cada árbol, cada nube, cada flor, cada gota
de lluvia, o rayo de sol.
Primeros días de septiembre.
Estoy sentado con una copa de vino en la mano. Sentado en un viejo banco de
piedra. Ante mí el día se agota, dice sus últimas palabras, expresa sus
últimas ideas. Las que inundan el mundo sin que éste acabe de enterarse nunca.
En lo alto. A lo lejos el horizonte, y hasta llegar a él, incontables y
perfectas colinas. Y en ellas, serpenteantes caminos en zigzag. Algunos, los
más visibles, vigilados por centinelas de madera, cipreses gigantescos, negros
y elevados. Vigilantes de la tierra, de las cosechas, de las gentes, del trigo,
girasoles y vides. Centinelas de la vida. Responsables de llamarla, cada
mañana, cada día. Y de acostarla suavemente por las noches, con el trago de un
vino recio de la tierra. De esta tierra que ama la vida, que es la vida; que se
nutre y explota con cada respiración, cada mirada, cada saludo al sol.
Todo a lo lejos es seda,
suavidad concentrada. Imágenes concentradas, amor concentrado, vigilia y sueño
en paz. Todo a lo lejos se torna mágico. Luces titilantes, susurros
centelleantes. Soplos de vida, de escucha, de silencios y luces tibias. De
coraje comprometido. Con la lentitud y el sosiego. Con la vid y el vino. El
maíz y el girasol. De olivos y rosales silvestres. Los ocres, verdes y rosados
inundan el cielo. Inundan el aire., tiñéndolo de suaves rojos y pardos rojizos.
El sol se está yendo, se nos está yendo. Pero volverá. Mañana volverá. De
momento, hoy, ahora, nos deja la paz, la alegría de sentirnos vivos y poder
decirle adiós. Con el alma encogida. Con el corazón temblando.
Bebo un sorbo de vino y me
levanto. Apoyo mis brazos en el muro que protege el cortado en el que me
encuentro. Siento que los ojos se humedecen. De alegría. Por estar ahí. Por
decirle hoy adiós. Y saludar a la noche. Que ya es mi noche. Para toda mi vida.
Una bandada de miles de pájaros surca el cielo. Se mueven como un todo y
dibujan mil figuras. Agradecidos, sin duda, a su amigo el sol. Que tanto les
da. Y les protege. Quedo rendido a sus pies. Y mi corazón llora. De alegría.
La vida se nos va en un
suspiro. Acaricio este momento. Mi momento. Hay que brindar por estar vivo. Y por esta tierra de magos. De magia y amor por la vida.
En Pienza, Toscana. Septiembre de 2013
Excelente, conmovedor, emotivo, soberbio, turbador, inquietante, enternecedor, profundo, magnífico. Así defino tu texto hoy, querido José Antonio. Gracias.
ResponderEliminarGracias a ti. Por tus palabras. Tan bonitas
Eliminar