José Antonio Luengo
En esta época en la que los resultados escolares surgen como explicación y solución de casi cualquier cosa que tenga que ver con la vida de un país, de su capacidad para medrar entre los demás y, claro, su presencia y protagonismo en el mundo en que vivimos, es necesario detenerse un poco, al menos, y pensar sobre el ideario que sustenta la argumentación al respecto de lo que pasa, por qué pasa y de las consecuencias a corto, medio y largo plazo de lo que pasa. Orientados, parece, hacia un escenario de pruebas de evaluación y filtros por doquier, el riesgo de dirigir los objetivos y propósitos de la escuela, hoy, a la parametrización de claves y mecanismos para la superación de acciones de evaluación externas y rankings es una posibilidad nada despreciable.
Los resultados escolares son un contenido recurrente ya en nuestros medios de comunicación. Que si Finlandia, que si Japón, que si nos gana este o aquel país. Que si no llegamos a los niveles de no se qué puntuación media. Que si Europa, que si Asia, que si América... Y no está mal medir, claro. Ni siquiera comparar, por supuesto. Mirar lo que producimos y analizar lo que producen otros es razonable. Y hasta pertinente. Otra cosa es hacerlo y trasladar, luego, a la opinión pública, lo que puede ser más o menos interesante para sustentar una manera de hacer política. Sin prestar demasiada atención a claves interpretativas imprescindibles en cualquier proceso de análisis comparado.
En este contexto, cabe decir que pensar que los resultados escolares son solo responsabilidad de la escuela es un reduccionismo interesado, bajo y hasta perverso. Interesado porque interesa, claro, orientar la carga de la culpa, o, lo que es lo mismo, desviar las culpas a alguien, a algo, a algunos. No es que la escuela no tenga responsabilidades en esta cuestión; claro que las tiene. No pocas. Pero, ¿de qué escuela hablamos? ¿De una que pierde recursos y efectivos a marchas forzadas? ¿De una que, lejos de vertebrarse con solidez en el tejido de un país, es abandonada a su suerte en un discurso competitivo y lastrado por intereses de futuro puramente económicos? ¿De una organización escolar lastrada por un ideario y valores sustentado por la OCDE? Determinadas ideas del preámbulo del Anteproyecto LOMCE no son neutros, precisamente: “La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país. El nivel educativo de un país determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro" .
Pero, incluso, orientar la mirada en esa exclusiva dirección, sin prestar atención a otros condicionantes de calado profundo es, insisto, una burda estrategia, que, por otro lado, suele funcionar. Los resultados escolares son, no pueden ser otra cosa, resultado del trabajo de una sociedad en su conjunto, de cómo se organiza, de qué valores pone en juego, de qué propósitos prioriza. Los resultados escolares son, también, resultado de las políticas de infancia, de apoyo a las familias, especialmente a las más desfavorecidas, pero no solo; y del desarrollo cultural en los barrios, especialmente en aquellos menos favorecidos.
Cualquiera que tiene hijos sabe, por supuesto que lo sabe, la singular importancia que tienen las expectativas, el apoyo, el cuidado, el sosegado (y a veces inquieto) estar ahí, a su lado, al lado de los que miran el mundo siempre desde abajo, con su corta estatura. Cualquiera puede hasta medir la inversión de tiempo en acompañarles, guiarles, orientarles. Y escucharles mucho. Casi cada día. Con los libros y los cuadernos. Revisando, comprobando. Explicando. O, simplemente, apoyando; o sonriendo, a su lado, orgullosos al verles avanzar, comprender mejor el mundo. Pero no todos pueden. Ni les alcanza el día. El tiempo. La angustia de vivir casi de la nada. Y con la nada. ¿Expectativas? ¿Apoyo? ¿Estar ahí? ¿Dónde?, preguntan algunos, angustiados, sometidos a una vida que les empuja a la cuneta, que les expulsa, casi, de cualquier esperanza. Y, a sus hijos, claro.
Cualquiera de nosotros conoce la influencia de una sociedad vertebrada. Con valores sociales solidarios. Que atiende a las personas, no solo al poder económico, sin perjuicio de su valor. Y puede adivinar, también, los efectos de una organización escorada, siempre hacia el pedestal, la poltrona, el espacio del poderoso, asfixiando a muchos, muchos que cada día soportan el lado más trágico y doloroso de la maquinaria. Muchos que no pueden ni pensar en expectativas para sus hijos ¿Qué es eso?, dicen nerviosos.
Los resultados escolares son cosa de todos. Y también, claro, del marco social en que ajustamos nuestras vidas, de los horarios, la necesidad de vivir, sobrevivir. De los tiempos de que disponemos para educar, de los espacios para compartir, para construir, para edificar nuevas ideas, estar con nuestros alumnos o con nuestros hijos. Y de los modelos que les ofrecemos. Modelos de vida, de presencia, de convivencia, de mirada interior y exterior. De objetivos. De valores. De vertebración social, como estructura sólida, solidaria, justa. Ser optimista es difícil, la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.