José Antonio Luengo
Hay amigos y amigos. Amigos de la
infancia, de aventuras juveniles; hay amigos que se hacen mientras trabajamos… O mientras
practicamos alguna actividad deportiva o lúdica más o menos regularmente… Hay
amigos de amigos; que acaban siendo, también amigos. Amigos casi de una noche o de unas
vacaciones; experiencias que surgen y unen más de lo uno pudiera imaginar.
Momentos difíciles o, por el contrario, especialmente bellos. Que unen de
manera insospechada. Hay amigos que, la verdad, sería mejor dejar de sentirlos
como tales. Y de verlos. Mantenerlos lejos. Muy lejos. Y amigos en las redes
sociales, algunos ya amigos, o no, y otros que quieren serlo o que aceptan
nuestra solicitud de contacto y comunicación. Y también, otros más íntimos, de
internet. O, mejor, por internet.
Ya sé, ya sé… Algunos de estos amigos no lo son en realidad. O no son lo
que parecen. Y, consecuentemente, no deberíamos llamarles como tal. Pero lo
hacemos. Cuando hablamos, o recordamos, o citamos, o señalamos.
Especialmente cuando interesa que nuestro interlocutor sepa que les conocemos. Y
que podemos contactar con él. O con ella, vamos. Que tenemos su teléfono. Que,
a veces, compartimos cañas o algún vino que otro. Pero sabemos que, realmente,
no son amigos nuestros. Y no somos sus amigos. Pero hemos de hacer un ejercicio
consciente para trazar esa línea, la fina línea que separa de una manera clara
quiénes son y quiénes no son nuestros amigos. Lo curioso del asunto es que no
siempre nos salen las cuentas. No nos salen los números. Miramos los dedos
de una mano abierta y parece como si una fuerza invisible impidiera que uno a uno
fueran levantándose en esa suerte de cuenta de niños que tanta atención
concentra. O puede concentrar. Y, claro, en ocasiones, hacemos laxas las
categorías. No queda bien, contigo mismo, eso de no llegar a terminar de abrir
una mano. Y, casi, acabamos mirando hacia otro lado y terminar el jueguecito a
la mayor brevedad. Que no están los tiempos para muchas frustraciones. Ni malos
rollos. O tristezas.
Hay amigos de la infancia, decía al
principio. Esos que aún sigues viendo, claro. Porque los que viven en las fotos
sin que hayas sabido de su vida son otra cosa. O mejor, fueron. Fueron amigos.
Pero dejaron de serlo. Incluso, en algunos casos, nos cuesta recordar sus
nombres mientras nos vemos junto a ellos con esa ropa, con esas caritas, con
esa inocencia. Desconocedores de todo lo que se nos venía encima en la vida.
Pero nos gusta verlos; ahí, junto a nosotros mismos, en una instantánea que
retrata un momento, un instante irrepetible de nuestra vida. Y sonreímos con dulzura
cuando alguien nos señala y recuerda su nombre. En ese momento su vida cobra
eso, vida. Y mil anécdotas surgen sin parar. Como si el nombre resucitase del
sueño a esos personajes que, seguro, en alguna medida, contribuyeron a que hoy
seamos como somos.
¡Y qué ganas expresamos de volver a verlos! De esas, de las
ganas, aparecen, en no pocas ocasiones, emplazamientos e iniciativas que
burlando la edad, arrugas y apariencia, acaban por reunir a personas que hace
más de treinta años que jugaron juntos. Y que fueron amigos. Muchos, de verdad.
Hay amigos, decía también, que nacen en
el trabajo. Y es normal. Muchas horas. Muchas juntos, en situaciones complejas
a veces. Rutinarias otras. Divertidas algunas. Comer juntos. Unas cañas tras la
jornada. Algún que otro gin-tonic. Cenas de empresa. Comidas, cenas y
saraos en Navidad. Y a veces pasa lo que pasa… Los amigos del trabajo tienen
fuerza normalmente. Unen los intereses, los asuntos cotidianos, las filias y
fobias de cualquier empresa o grupo. Unen las horas juntos, las miradas
cómplices, el cigarro que algunos se hacen juntos de vez en cuando. O los ratos junto a la máquina del café. Las críticas también unen. Las que hacemos al jefe o a los otros. Y unen mucho las alianzas con otros. Une la edad y los
problemas parecidos. Une escuchar que a otros les pasa como a ti. Une la sonrisa
de él o ella. Une conocer a alguien que, definitivamente, te interesa. Te hace
aprender. Te ilustra. O te hace reír. Él, o ella, con quien te sientes bien,
transportado. A veces mucho.
Surgen los amigos en las fiestas, en el
deporte, en los bailes, en las actividades lúdicas que completan nuestra
cotidiano y rutinario vivir. Une el baile, el gimnasio, los grupos de
senderismo o bicicleta. Unen los patines en el Retiro.
Pero hay muy buenos amigos. Ésos que
hacen que los dedos de la mano se alcen orgullosos. Los que te quieren y se
interesan por ti. Los que nos buscan nada. Solo tenerte cerca, quererte, reír
contigo. O llorar contigo. Los que enjugan tus lágrimas y se alegran de tus
buenos momentos y alegrías. Los que llaman y preguntan por ti. Sin más motivo
que ese. Pero, ¿hay motivo más bello? Preguntar por ti ¿Cómo estás? “Quería
saber de ti, oír tu voz, saber que estás bien…” Hay amigos a los que hace años
que no ves. Y explota el mundo y la vida cuando os veis. Y os cuesta separar vuestros cuerpos cuando os abrazáis. Esta amistad requiere cierto grado de
reciprocidad, de equilibrio. De deseo mutuo, de interés mutuo. Y sincero. Se
reclaman ambos. Se citan ambos. Se llaman ambos. Y la explosión es grande en la
fusión. De ese abrazo. Ya sabes, ese de los que uno piensa que no va a
terminarse nunca.
Pero, ojo, hay, también, amigos del
alma. Ésos que aparecen en nuestra mente cuando, mirando nuestra mano,
observamos encantados que un dedo se mueve. Son, eso, amigos del alma. Y, por
tanto, muy escasos. Pero bellos e inexplicables. Son nuestras almas mismas.
Almas gemelas. Saben dónde estoy y qué soy. Qué quiero y qué anhelo. Qué
rechazo y qué ignoro. Porque, en el fondo, son, casi, nosotros mismos. Mejor
incluso. Porque nos ven desde esa barrera que ilumina las dudas. Que aclara lo
nublado. Son nosotros sin serlo. Y, claro, son nosotros, pero mejorados. Nos
fundiríamos con ellos. A veces, es cierto, incluso nos fundimos. Hombre o
mujer, joven o maduro. ¿Y qué? Nos fundimos porque, de hecho, somos casi uno.
Siempre están en nuestra mente. Dan luz a nuestras diatribas. Escuchan nuestros
desvelos. Tocan nuestro rostro maltratado. Y lo hacen sin si quiera estar a
nuestro lado. Esa es la magia de su alma. Mi alma gemela. Nuestra alma gemela.
Dan su vida por nosotros. Y nosotros la nuestra por ellos. Suerte de aquellos
que noten que un dedo se mueve. Al menos. Voy a decirles ahora mismo, a mis
almas gemelas, a quienes forman parte inseparable de mi vida, que les quiero.
Que les quiero. Lo voy a hacer ya. Con ellos el abrazo dura siempre. Y te calma el alma.
Ay, Jose Antonio! Nos tenías abandonados con estos textos tan increíblemente “enganchantes” que siempre nos mueven lo más íntimo de nosotros mismos. Me has obligado a hacer un repaso de mi vida mientras leía el texto. No sé si me gusta lo que he visto: ¡Cómo vamos cambiando a lo largo de la vida: de amigos, de maneras de pensar, de inquietudes…! Yo, particularmente, no me puedo reconocer en el niño que un día fui. Sin embargo, aunque uno cambia física y mentalmente a la vez que la sociedad, afortunadamente ahí están los amigos, siempre a nuestro lado. Buen punto de referencia. ¡Menos mal! Cuando van surgiendo nuevas amistades, nuevas sensaciones por descubrir se suelen abrir ante nosotros. ¡Es una gozada y más que enriquecedor conocer nuevos amigos! El género humano es el único animal capaz de tener y cultivar amigos, el resto de animales se lo pierde, pobrecitos… ¡Aprovechemos pues esta característica tan humana! José Antonio, gracias por tu texto de hoy. Hasta el siguiente!!!
ResponderEliminarMis saludos a los que se acercan a este tipo de reflexiones que la rutina deja para momentos de soledad o de falta de actividad.
ResponderEliminarAMIGOS, que palabra tan enorme; me da pudor, por lo pobre que me siento, ser consciente, de que cuando levanto mi mano para contar los míos, pretendo desplegar mis dedos y ... surgen dudas de si son o no son, para definitivamente sentirme muy pobre en amigos. Con la de años que llevo en esta vida y ... ¡ tan pocos !
Y el hecho de que pueda ser normal no es consuelo. Denota una postura miserable y huraña de las personas, racaneando en relaciones honestas que puedan derivar en una amistad.
Tal vez no sea racanería, si no prudencia - exceso de ella - o miedo, saber que el camino hacia la conquista de un amigo supone asumir riesgos de desnudar no tus virtudes, que se ven sin que tú las confieses, y sí tus miedos, tus debilidades, tus inseguridades.
Yo, nunca he temido reconocer mis aspectos grises cuando se trata de ir a la "caza" de un potencial amigo. La amistad se consigue con honestidad; y esta exige desnudarse y ... esperar a ver que pasa, si cuaja o no cuaja ...
Gracias, José Antonio, por estimularnos estas reflexiones y otras, por el estilo,que no somos capaces de aprhenderlas con palabras.
Hasta pronto.