Dos no
pelean si uno no quiere…
José
Antonio Luengo
El ejemplo de padres y madres como espectadores
La violencia existe entre
nosotros. No solo en los telediarios o en los periódicos. Existe en nuestras
vidas, a nuestro paso, casi a diario. La vemos y a veces la sentimos. En
nuestras propias carnes. Está tan presente entre nosotros que, en ocasiones,
tendemos a sentir que no es violencia. Nos hemos habituado a ella. Insultos,
vejaciones, miradas de desprecio, mofas… Esto también es violencia. De la
variedad más deleznable y agresiva. Se mete en nuestra mente y, claro, nos
parece que no es nada. Es algo así como lo
que hay. Y hemos de acostumbrarnos. Miramos o nos miran con ira cuando
vamos en el coche, gritamos a quien consideramos que no está haciendo algo
bien, pensando incluso que lo hace a propósito. Para incordiarnos. Lo hacemos o
nos lo hacen. Comentarios hirientes, agresivos, malhumorados.
Descalificaciones…
Sí, esto también es violencia.
Y de la peor calaña. De la que parece que no es, que no existe. Que no pasa
nada con ella, que no tiene consecuencias. Pero no es así. Y el mundo del
fútbol es un escenario ideal para su germinación y desarrollo. Se despliega con
una facilidad que asusta. Pero, claro, no pasa nada, dicen. Son cosas de este
deporte. Que bobada más grande. Qué tontería, por favor. La violencia es una
lacra que mina nuestra vida, la hace pesada, gris, fea, maloliente.
Insultos en la grada, al
árbitro, a los jugadores del equipo contrario, a los aficionados que no son de
los nuestros. Y nos reímos. Jubilosos. Somos unos valientes. ¡Que les den!,
pensamos. O decimos. Y lo hacemos a las claras. Comentando la jugada luego mientras nos tomamos una cerveza con los
nuestros. Y mientras, nuestros hijos, los que juegan, los niños que crecen mirándonos
e imitándonos, observan el espectáculo. Sufriéndolo, más bien. Sorprendidos,
algunos asustados. ¿O es que pensamos que niños de 10, 11 o 14 años han dejado
de ser niños? Que se vayan curtiendo, dicen algunos. ¿En qué artes? ¿En la ordinariez? ¿En el
descaro hiriente?
A veces, solo a veces, el
insulto y la ofensa son la antesala de la otra violencia, la física. Vuelan las
descalificaciones, los recuerdos a las
santas madres, los gestos ofensivos. Y con ellos, al final, se pasa a las
manos. Allí, en la grada. O bajamos al campo. Es igual. ¿Qué más da que
nuestros hijos estén en el campo y nos vean? Así aprenden… Pero ¿qué clase de
hediondo ejemplo estamos dando? ¿Dónde queda la responsabilidad que como
adultos, y, claro, como padres tenemos para con la educación de nuestros hijos?
Lo que queda es el espectáculo lamentable, la degradante experiencia de ver a
padres y madres, aficionados de dos equipos diferentes, dándose golpes,
empujándose, agrediéndose. Con la mirada de odio marcada a fuego. Con la ira en
cada célula de nuestro cuerpo. Manando como el pus en una herida infectada.
A veces pasa, más de lo que
quisiéramos; en nuestros campos de juego, en nuestros campos de deporte. Al
otro lado del campo, ya terminado el partido. En las gradas. O durante el
mismo. O en el campo. O en ambos sitios. Los jugadores y, en ocasiones, la batalla de los adultos. La expresión
de la violencia. Para nuestra vergüenza.
Todo
tiene su impacto. Y asistiremos a sus consecuencias. Los resultados de estas
cosas nunca son buenos. Nunca. Solo si reflexionamos, corregimos y pedimos
perdón podremos subsanar algunas de las consecuencias negativas del ejemplo y
la clase magistral impartida a
nuestros hijos, o a los hijos de nuestros amigos. Mientras estos practican
deporte… Podemos equivocarnos, pero reconozcamos el error y pidamos perdón. A
los chicos en primer lugar.
La violencia debe ser
erradicada de nuestra piel, de nuestro pensamiento. Antes de criticar con
desprecio y superioridad lo que pasa o les pasa a otros. Porque dos no pelean
si uno no quiere.
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