8
de marzo. Un día para cambiar el mundo
José Antonio Luengo
El día 8 de marzo debería ser un día para cambiar el mundo. Un día
para recordar, para reflexionar, madurar y sentir. Pero también para hacer. No
es un día para las flores. Aunque podría serlo. Regalar flores siempre está
bien. Pero no es infrecuente quedarse ahí. En ese acto social, vestido de
sonrisas y afectos. Muchos sentidos, otros simplemente consentidos. Un acto, sin embargo, ceñido más de la
cuenta a una costumbre que arranca, o parece arrancar, menos verdades de las
que serían necesarias ver brotar en nuestro cotidiano vivir, en el modo en que
nos organizamos y organizamos las cosas; menos verdades de las que son
necesarias aflorar en la consideración y gestión de la igualdad entre hombres y
mujeres. En la búsqueda, que debería ser definitiva, de un modo de entender la
realidad que valorase en su justa medida a la mujer, su capacidad, su
inteligencia, su sensibilidad. Por supuesto, también a su belleza. Pero también
a sus interminables experiencias de sufrimiento y dolor; de invisibilidad. De
arrinconamiento en las esquinas. Y en las cunetas, incluso.
El día 8 de marzo quiere mostrarnos a la mujer. Con mayúsculas. Y es necesario. Lo seguirá
siendo, lamentablemente muchos años, creo. Pero lo que es necesario es cambiar
el mundo. Y ubicar en él a la mujer. Con todas las consecuencias y en
condiciones absolutas de igualdad con respecto al hombre. Qué poder atesora el
hombre que sigue atizando las lumbres del machismo. Oculto muchas veces en
mensajes grandilocuentes que no hacen sino alimentar una disonancia abyecta y
despreciable. Un mensaje oficial que esconde, sin embargo, el poder
omnímodo de lo atávico, adherido al tuétano de nuestra historia.
Discriminación, exclusión, violencia incluso. Un mundo para unos. Otro
para otros. No hace falta situarnos en sociedades ajenas a nuestro fantástico y
omnipresente primer mundo. Aún estamos ahí, cerca de la cloaca. Próximos al
hedor de la injustificable diferencia de trato. Con escenarios de desigualdad
ocultos, larvados, latentes en muchos ámbitos. Patentes, claros y explícitos en
otros. Seguimos muy lejos de proporcionar modelos educativos igualitarios. El
tejido que anida en nuestro interior perpetúa desagradablemente la visión de la
diferencia; ésa que acaba marcando las diferencias. La diferencia, sin embargo,
nutre en lugar de minar. Alimenta, suma, potencia. La diferencia no justifica,
no puede justificar, la indiferencia ante la desigualdad de trato.
La mujer es el ejemplo puro de la lucha por la libertad, por la
igualdad. Desde el silencia, la humildad y la discreción, a veces. Desde el
combate abierto y visible. Cierto, claro, indudable. La lucha por los derechos,
por la educación, por el trabajo, y los trabajos, dignos y justamente valorado;
también por su papel y lugar en la toma de decisiones sobre el modo en que
decidimos organizarnos como sociedad, en la vida cotidiana, en las actividades
y responsabilidades familiares, en la vida laboral, en el siempre complicado
entramado político. ¿Cuánto seguiremos tardando en no aprovechar su
capacidad, su inteligencia, su sensibilidad? ¿Cuánto tiempo seguiremos ondeando
banderas que no acabamos, lamentablemente, de creernos? Cuántos años más
deberemos seguir regalando flores sin cambiar, de verdad, nuestro mundo?
Porque, es una evidencia. Con ellas de verdad, el mundo será mejor. Mucho
mejor.
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