Periódico Escuela, febrero-Marzo 2015
Lo peor, más allá de su existencia, es que todavía no
se sabe exactamente qué hacer contra él. Hay ideas, programas y proyectos –el
último, un videojuego–. Pero no retrocede. Aunque no se vea, el ciberacoso está
ahí. Afecta a entre un 10% y un 37% de los jóvenes, los principales afectados,
a los que hay sumar los espectadores. Y sus consecuencias trascienden a las
víctimas, llegando a toda la comunidad. No son pequeñeces de adolescentes: en
los casos más extremos han acabado con el suicidio de la víctima.
El ciberacoso –el acoso realizado a través de
Internet, con todo lo que ello implica– va desde el insulto a través de una red
social hasta la publicación de fotos íntimas o la suplantación de identidad en
la Red, pasando por una amplia gama de exclusiones, vejaciones, amenazas,
hostigamiento, etc. “Pero presenta unas características específicas: ubicuidad,
tienen lugar siete días a la semana y puede ser potencialmente más dañino,
porque la víctima no puede escapar de sus acosadores”, explica la doctora en
Sociología, Maialen Garmendia, directora de EU Kids Online, el grupo de
investigación de la Universidad del País Vasco. Aquí hay un hecho diferencial
importante con el acoso tradicional: no se acaba cuando la víctima se va a casa.
“El ciberacoso es uno de los fenómenos más negativos
que tiene el uso de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC)
por parte de chicos y adolescentes que más preocupa en Europa”, destaca José
Antonio Luengo, especialista en Psicología Educativa, profesor de la
Universidad Camilo José Cela y autor de una de las pocas guías sobre la materia
existentes.
Su carácter cambiante al ritmo que evoluciona la Web,
la disparidad en el perfil de las víctimas (prácticamente cualquiera puede ser
agredido o agresor), la proliferación de teléfonos inteligentes con acceso a
Internet entre los jóvenes, la brecha digital (menguante) entre padres e hijos,
y su poca visibilidad por el miedo a denunciar de quienes lo sufren, complican el
estudio y tratamiento de este fenómeno, explican los expertos.
Pero en algo coinciden los consultados: la solución
está en la educación, aunque precisamente las escuelas e institutos todavía van
a remolque del problema y no lo tratan como deberían. “Aunque es variable,
muchas veces son las ONG las que ofrecen sus programas de formación y
sensibilización sobre estos temas, y los centros se van acogiendo a ello”,
afirma Francisco Javier Fernández, profesor del departamento de Psicología
Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Málaga.
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