José Antonio Luengo
Ponemos
nombre a casi todo. A todo, mejor dicho. Todo aquello nuevo que surge a nuestro
alrededor, o, incluso, en nuestras propias manos, nace ya con su denominación
expresa; o no tarda demasiado en contar con un término que captura el objeto en
cuestión, o la acción como es el caso al que vamos a referirnos. Un nombre, una
denominación, que nos lleva a un concepto, a saber, a una idea, a una
representación mental de una determinada realidad.
En
2007, al amparo del nacimiento y desarrollo de los teléfonos inteligentes (smartphones), un
joven australiano de 23 años, Alex Haigh, acuñó un término para definir y dar
significado a la acción de ignorar a las personas con las que estás dando
prioridad a lo que se cuece, y late en la pantalla de tu teléfono
móvil. Phubbing. Así lo llamó. Un palabra que surge de la fusión de dos
términos en ingles; phone (teléfono) y snubbig (desairar, despreciar,
menospreciar). Dos palabras en una que vienen a definir una situación muy
frecuente en nuestro día a día. Una situación que marca el ritmo de un buen
número de experiencias de relación en las que las personas implicadas
físicamente pueden ignorarse durante el tiempo en que, en teoría, están
relacionándose.
Todos,
seguro, podemos identificar y relatar un sin fin de situaciones en las que este
hecho se da explícito, nada enmascarado. Como si nada. Como si fuera lo normal.
Como si lo contario, es decir, mirarse a la cara y hablar, dialogar, comentar
cosas juntos, fuera, precisamente, algo reprobable. Fuera de uso, casi friki, extravagante, extraño… raro, en
definitiva. Las cosas empiezan a ser de tal guisa que lo raro es precisamente que
nadie, en una reunión del tipo que sea, saque, o saquemos, nuestros teléfonos
móviles para consultar su pantalla como si nuestra
vida-dependiera-de-ello.
A veces
de manera prudente, dejamos nuestro móvil encima de la mesa. Y no hacemos nada
más. Solo avisamos… Igual tengo que
contestar alguna llamada, o algún correo urgente. No lo digo con palabras. Lo digo
con el gesto. Retoco la ubicación de cubiertos, servilletas y vasos y, zas,
coloco mi tercera mano, mi segundo cerebro, mis otros ojos. Ahí, encima de la
mesa. Puede pasar cualquier cosa… Y tocanos el dispositivo nerviosamente. Como
pidiéndole… ¡Habla! ¿día algo! ¡Muéstrate! En otras ocasiones, nos cortamos
menos y aprovechamos cualquier oportunidad para echar un vistazo. Una
carcajada, una pausa, llega el camarero… Tenemos esa necesidad. Revisar,
conectar con el-otro-lado, a ver si ha pasado algo, si alguien ha
dicho (me ha dicho) algo que necesite saber ya. Y contestar ya, claro. Pero
podemos, incluso, superarnos. Y pasamos olímpicamente del otro. O de los otros. Quedamos,
nos saludamos, acercamos las sillas y nos sentamos juntos. Y, poco a poco, en
un pis-pás, la
conversación fluye. Pero no en las miradas cercanas, ni en los gestos, las
sonrisas cómplices con quien está a mi lado, la conversación o la palabra cara
a cara. Más bien con quien está al otro lado de la pantalla. Vemos la sonrisa,
sí, pero no es para mí. Sino para quien dice o se expresa a ese otro lado. Nada
que objetar, claro. Cada uno se comunica, y se ríe con quien quiere. ¡Pero que no
quede conmigo, coño!
Lo más
inquietante de todo esto es que estamos ante un comportamiento paradigma de la muy-mala-educación. Así, en bruto. Sin excusas. Porque, en
efecto, tal como marca la palabra snubbing, estamos desairando, menospreciando a
quien está a mi lado. Intencionalmente a mi lado, claro. Poner nombre a las
cosas suele ayudar a tomar conciencia de las cosas, de su impacto, de lo que
son y significan. Pero no parece que hayamos sido capaces de detener un modo de estar con los otros que lamina el alma misma de la
relación en las distancias cortas, del contacto físico, de la sencilla
convivencia, sentados ante un café, el menú del día en un restaurante, una
coca-cola después del trabajo o, sí, incluso esto, compartir la cama antes de
dormir. Atrás quedan ya los estudios basados en encuestas que relacionaban la
mayor o menor actividad sexual de las parejas por la noche con la presencia de
una televisión en la habitación. Huelen a antiguo, la verdad. Puede llegar a
parecernos que cualquier costumbre pasada fue mejor…Pero pueden formar parte de
un mismo continuo, aquel que da valor a lo que ocurre a nuestro alrededor,
ninguneando a quien está a nuestro lado. La sofisticación llega con nuestro
Smartphone, o Tablet… Ya existen, de hecho, investigaciones que ponen
negro sobre blanco los efectos de estas nuevas (¿nuevas?) tendencias. Con el móvil a la cama. Y sobre
aspectos no desdeñables de nuestra salud, también.
El vídeo, Olvidé
mi teléfono, muestra de un modo fidedigno el
tipo de relaciones que desembocan, en no pocas ocasiones, en una suerte de
desilusión, cuando no discusión o enfriamiento definitivo de las relaciones. En solo tres días desde su
publicación le vídeo consiguió más de 5 millones de visitas en YouTube. El
secreto de I Forgot My Phone (Olvidé mi teléfono) es,
seguramente, haber logrado que los espectadores se identifiquen con los
protagonistas en algún momento del vídeo. El corto, subido a Youtube el 22 de
agosto, está dirigido por Miles Crawford a partir de la idea de Charlene de
Guzman, la protagonista. Narra un día cualquiera en la vida de la mujer, en la
que tiene que ver cómo la gente que le rodea se apresura a hacer foto tras foto
de los momentos que pasan juntos o, simplemente, prefieren entretenerse con el
móvil en lugar de disfrutar de su compañía. El resultado de todo esto,
conocido cada vez más, el enfriamiento de relaciones sensibles. Y hasta hace
poco, también, imprescindibles. La causa. El desaire. El desinterés. Cierto
grado de menosprecio, sin duda.
Vivimos inmersos en procesos vitales marcados por comportamiento y
costumbres cuando menos cuestionables. Conductas marcadas por los actuales
ritmos digitales, que nos hablan (1) del culto a la inmediatez,
propia del mundo digital, del ya antiguo clic y
zas-lo-encontré, y de las consecuencias (frustración) de la imposible
transferencia de lo inmediato al mundo real; (2) de la creciente impaciencia por conseguirlo todo y, a poder ser,
ya… (3) de la infoxicación,
entendida como el exceso de
información, estar siempre on, recibir centenares de informaciones
cada día, a las que no puedes dedicar tiempo, no poder profundizar en nada, y
saltar de una cosa a la otra… (4) de la hiperconectividad, o estar conectado en todo
momento, con cuantas más personas mejor y con todos los dispositivos que pueda
manejar; y, (5) por la sensación de invencibilidad, o la sensación de llegar a todo, poder
con todo, a golpe de tecla, simplemente.
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