José
Antonio Luengo
Todos hemos empleado o, al menos oído, una
expresión como esta que sigue, más o menos: “Perdí los nervios y se lio gorda”;
o, “perdiste los nervios y ya no hubo manera de que nos entendiéramos…”
Utilizar este tipo de expresiones forma parte de nuestras conversaciones más
habituales, en ese tejido de comunicación interpersonal en el que las metáforas
llegan a representar una realidad claramente identificada por los
interlocutores; sin que tomemos conciencia exactamente de los términos que
utilizamos. Figuras retóricas que, de tanto uso, llevan el sello de un
significado inequívoco.
“Perder”, dicho de una persona, supone “dejar de tener, o no hallar, aquello que
poseía, sea por culpa o descuido del poseedor, sea por contingencia o
desgracia” (RAE). Es decir, dejamos de disponer de algo que normalmente
tenemos. A veces por “estar en mil cosas”, por el estrés, las preocupaciones,
el desasosiego o la inquietud. En ocasiones también, a causa de estados
emocionales como la alegría, el miedo, la ira o la propia tristeza. Perdemos muchas cosas (entre otras, las
llaves, el paraguas, los abrigos, la bufanda…) cuando nos asalta la inseguridad,
las prisas, la intranquilidad… O, simplemente, el descuido. Dejar de tener,
pues, y dejar de poder usar, claro.
“Nervios”, o
“conjunto de fibras nerviosas en
forma de cordón blanquecino que conducen impulsos entre el sistema nervioso
central y otras partes del cuerpo”. Aunque normalmente, en el contexto de
la expresión a la que hacemos referencia, estamos haciendo mención de una
suerte de “estado psicológico agitado y
tenso de una persona” (RAE). Es decir, en el lenguaje más utilizado en la
actualidad, en muchos ámbitos (educativo, dirección de recursos humanos,
deporte, relaciones interpersonales…), lo que suele encajar en el “cajón de
sastre” de lo emocional.
“Perder los nervios” (a veces, también, “me
traicionaron los nervios”) vendría a suponer, pues, dejar de controlarse,
abandonarse a las emociones más primarias sin el más mínimo dominio racional sobre
lo que estamos sintiendo y nos está afectando en determinados momentos. Ordinariamente
intensos, claro. Emocionalmente intensos, pues…
Es curioso que otra expresión muy usada, “ponerse
nervioso”, viene a suponer un significado, si no idéntico, sí en la misma
esfera de representación de ese escenario en el que parece que nos sentimos
presos de una fuerza emocional que no somos capaces de controlar. Y nos
sentimos vulnerables. El corazón se agita, los músculos se tensan, pensamos más
torpemente y nos dejamos arrastrar por sensaciones, en una escalada que podemos
identificar dónde empieza pero no dónde culmina. Lo curioso, decía, es que las
expresiones “perder” (los nervios) y “ponerse” (nervioso) podrían ser interpretadas
de manera diferente, casi opuesta; toda vez que “perder” es no tener y “ponerse”
supone, casi, “ser dominado por”, es decir, “tener demasiados” (“nervios”, se
entiende). En fin, cosas de nuestra lengua.
En cualquier caso, hablar de lo emocional está de
moda. Mucho. No sé si demasiado, la verdad[1]. No hay
momento en el que el mundo de las emociones no surja como elemento explicativo
de casi todo lo que ocurre a nuestro alrededor, nuestra propia conducta, la educación
de nuestros hijos, las relaciones interpersonales en la escuela, las relaciones
de pareja, de amistad, en el trabajo… Hoy en día, por ejemplo, es difícil ser
un buen directivo, casi de cualquier cosa y en cualquier ámbito, si no se ha
pasado previamente por la pátina de las enseñanzas sobre lo que significa la
inteligencia emocional. De lo que supone saber gestionar las emociones propias
y las ajenas, saber captar los estados de ánimo y obrar en consecuencia…
La publicación de Emotional Intelligence de
Daniel Goleman (1995) supuso un
punto de inflexión sobre conceptos que, o bien pasaban bastante desapercibidos
en nuestra vida, o incluso eran tenidos en consideración de manera casi
marginal, o incluso como espacios inferiores y despreciables[2].
Por ir a lo más concreto, el citado Goleman (1946-) señala
cinco ámbitos singulares de la Inteligencia Emocional (IE): (1) El
reconocimiento y consciencia de las propias emociones, fundamental para su
control; (2) el manejo de las emociones y su expresión de forma adecuada; (3) la automotivación para el logro de los objetivos; (4) el reconocimiento de las
emociones de los demás o “empatía”, fundamental para sintonizar con los demás y
(5) la capacidad para establecer relaciones interpersonales, la competencia social y las habilidades para
interactuar de forma adecuada con los demás.
En mi opinión, la irrupción[3] de
Goleman supuso la visibilización de un espacio conceptual (y práctico)
imprescindible. Y la, entiendo, científica identificación de los poderosos
factores que modulan la toma de decisiones. Más allá, por supuesto, de la mera
explicación de lo que supone la amígdala, el sistema límbico y la reacción
emocional. Y más allá también de las funciones que son conocidas del lóbulo
prefrontal del cerebro humano.
Dicho lo cual, es también necesario insistir en
una idea. No caer en el error de trasferir todo el peso de lo que hacemos o
pasa a nuestro alrededor al “pesado” mundo de la denominada inteligencia
emocional, arrinconando de manera imprudente el papel de la “razón” en,
precisamente, lo que hacemos y pasa.
Las emociones son importantes para el ejercicio de la razón. Hasta aquí todos de acuerdo (bueno, seguro que
todos, no, pero casi todos). Pero, ¿no es nuestra capacidad de razonar, pensar,
ordenar elementos, calcular, ponderar, conjeturar, incluso suponer, lo que nos
permite tomar las decisiones oportunas en cada momento? ¿No es la razón y la
capacidad para prever opciones y posibilidades la que nos permite, por ejemplo,
inferir la mejor respuesta a una situación de conflicto? Cuando hablamos de
gestionar emociones, controlarlas, regularlas, identificarlas y reconocerlas,
¿de qué estamos hablando? ¿No nos referimos a nuestra capacidad de,
precisamente, eso, tomar el control, desconectar (o, al menos, atenuar), eficazmente
los impulsos de la amígdala?
Cuando hablamos de la capacidad para automotivarnos
o de establecer relaciones interpersonales, ¿no tienen peso sustantivo las
habilidades para analizar, comprender, deducir y reflexionar sobre lo que veo y
ocurre, en mí y en los demás, en las decisiones que definitivamente voy
adoptando? Pensar en cómo estoy abordando una tarea, por ejemplo, interpretar
mis sensaciones (y comprenderlas) sobre si voy por el buen camino o no,
visualizar las diferentes posibilidades y “finales” dependiendo de lo que haga
y cómo lo haga… Y, claro, encontrar y aflorar esa fuerza interior (“sacar
fuerzas de flaqueza”) que me guía hacia el esfuerzo y cierta autodisciplina
para reconsiderar lo que hago y “automotivarme”… ¿Qué procesos mentales
incorporo en ese relato? O, cuando hablamos de las relaciones interpersonales o
sociales, ¿no pongo en marcha, asimismo, todos esos procesos propios del
razonamiento para gestionar adecuadamente lo que ocurre en mí (en lo que
siento, pero también en cómo soy capaz, por ejemplo, de dimensionar lo que
siento, relativizarlo, tanto si es bueno como si es negativo…)?
Es necesario insistir. No creo que se trate de
procesos esencialmente diferenciados hasta el punto de desgajar de la
naturaleza “mental” todo lo relacionado con lo emocional. Es el equilibrio
entre dos procesos claramente mentales el que rige y fundamenta nuestra vida.
Visibilizar ese espacio, ese proceso, también
mental, que relacionamos con el “mundo de lo emocional” debe encajar, estimo,
con la oportuna presencia de los “otros” procesos mentales que englobamos
dentro de lo que señalamos como “razón”. Porque, entre otras, cosas, hay mucho
de ésta en gran parte de los espacios que de una manera un tanto simplista
relacionamos a veces con la inteligencia emocional.
En palabras de Ignacio
Morgado[4],
“el mal llamado "equilibrio
emocional" no consiste tanto en victorias o imposiciones racionales, ni en
la represión o el control de las propias emociones, como en el encaje o
acoplamiento entre nuestras emociones y nuestro razonamiento, o sea, en un
equilibrio entre diferentes procesos mentales”.
Volver
a leer a Kant me parece una buena idea.
[1] En no pocas ocasiones, en
determinados contextos, se pierde de vista la necesidad de “pensar” en lo que
supone “controlar” o “gestionar” las emociones, que, básicamente, a mi
entender, es utilizar la capacidad para leer la realidad, prever situaciones,
posibles finales de las situaciones en las que nos vemos inmersos. Y obrar en
consecuencia. Razonar, vaya. Pensar.
[2] Los
estoicos (escuela filosófica griega y grecorromana fundada por Zenón de Citio
en el siglo IV a. C.), consideraban a las emociones meras “perturbaciones del
ánimo, opiniones o juicios dictados a la ligera y, por tanto, fenómenos propias
de la ignorancia y la necedad. Asimismo, autores como Leibniz (1646-1716),
filósofo, matemático y político alemán y Spinoza (1632-1677), filósofo holandés
de origen sefardí hispano-portugués, continuador crítico del cartesianismo y
tomado como uno de los tres grandes racionalistas de la filosofía del siglo XVII,
hablaban de las emociones refiriéndose a ellas como el “pensamiento confuso”,
equivalente a la “opinión vana”, en línea con la filosofía estoica. “Errores
provisionales frente a la verdad”, o particularidades insignificantes” (Hegel,
1770-1831, filósofo del idealismo alemán).
Siguiendo a Blaise Pascal (1623-1662), matemático,
físico, escritor y filósofo francés, con quien se empieza a vislumbrar el valor
y las funciones de los sentimientos y las emociones, evidenciando el error que
supone eliminar alguna de las dos partes que normalmente operan en el
comportamiento humano, a saber, razón y emoción, los planteamientos de Kant,
filósofo prusiano de la Ilustración (1724-1804), reconoce el significado y la
función de las emociones, aunque terminará afirmando el predominio de
las facultades racionales sobre las afectivas de manera poco
cuestionable.
[3] No debemos olvidar a otros precursores
del constructo: Thorndike (inteligencia social), Weschler (relevancia de
factores no intelectivos en las decisiones), Beldoch, Leuner,
Payne (Un estudio de las
emociones: el desarrollo de la inteligencia emocional, Tesis Doctoral, 1985) o Gardner (inteligencias múltiples), entre otros.
[4] https://www.investigacionyciencia.es/blogs/psicologia-y-neurociencia/37/posts/el-equilibrio-emocin-razn-13590
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