26 de septiembre de 2019

Perder los nervios


José Antonio Luengo

Todos hemos empleado o, al menos oído, una expresión como esta que sigue, más o menos: “Perdí los nervios y se lio gorda”; o, “perdiste los nervios y ya no hubo manera de que nos entendiéramos…” Utilizar este tipo de expresiones forma parte de nuestras conversaciones más habituales, en ese tejido de comunicación interpersonal en el que las metáforas llegan a representar una realidad claramente identificada por los interlocutores; sin que tomemos conciencia exactamente de los términos que utilizamos. Figuras retóricas que, de tanto uso, llevan el sello de un significado inequívoco.


“Perder”, dicho de una persona, supone “dejar de tener, o no hallar, aquello que poseía, sea por culpa o descuido del poseedor, sea por contingencia o desgracia” (RAE). Es decir, dejamos de disponer de algo que normalmente tenemos. A veces por “estar en mil cosas”, por el estrés, las preocupaciones, el desasosiego o la inquietud. En ocasiones también, a causa de estados emocionales como la alegría, el miedo, la ira o la propia tristeza. Perdemos muchas cosas (entre otras, las llaves, el paraguas, los abrigos, la bufanda…) cuando nos asalta la inseguridad, las prisas, la intranquilidad… O, simplemente, el descuido. Dejar de tener, pues, y dejar de poder usar, claro.

“Nervios”, o  “conjunto de fibras nerviosas en forma de cordón blanquecino que conducen impulsos entre el sistema nervioso central y otras partes del cuerpo”. Aunque normalmente, en el contexto de la expresión a la que hacemos referencia, estamos haciendo mención de una suerte de “estado psicológico agitado y tenso de una persona” (RAE). Es decir, en el lenguaje más utilizado en la actualidad, en muchos ámbitos (educativo, dirección de recursos humanos, deporte, relaciones interpersonales…), lo que suele encajar en el “cajón de sastre” de lo emocional.

“Perder los nervios” (a veces, también, “me traicionaron los nervios”) vendría a suponer, pues, dejar de controlarse, abandonarse a las emociones más primarias sin el más mínimo dominio racional sobre lo que estamos sintiendo y nos está afectando en determinados momentos. Ordinariamente intensos, claro. Emocionalmente intensos, pues…

Es curioso que otra expresión muy usada, “ponerse nervioso”, viene a suponer un significado, si no idéntico, sí en la misma esfera de representación de ese escenario en el que parece que nos sentimos presos de una fuerza emocional que no somos capaces de controlar. Y nos sentimos vulnerables. El corazón se agita, los músculos se tensan, pensamos más torpemente y nos dejamos arrastrar por sensaciones, en una escalada que podemos identificar dónde empieza pero no dónde culmina. Lo curioso, decía, es que las expresiones “perder” (los nervios) y “ponerse” (nervioso) podrían ser interpretadas de manera diferente, casi opuesta; toda vez que “perder” es no tener y “ponerse” supone, casi, “ser dominado por”, es decir, “tener demasiados” (“nervios”, se entiende). En fin, cosas de nuestra lengua.

En cualquier caso, hablar de lo emocional está de moda. Mucho. No sé si demasiado, la verdad[1]. No hay momento en el que el mundo de las emociones no surja como elemento explicativo de casi todo lo que ocurre a nuestro alrededor, nuestra propia conducta, la educación de nuestros hijos, las relaciones interpersonales en la escuela, las relaciones de pareja, de amistad, en el trabajo… Hoy en día, por ejemplo, es difícil ser un buen directivo, casi de cualquier cosa y en cualquier ámbito, si no se ha pasado previamente por la pátina de las enseñanzas sobre lo que significa la inteligencia emocional. De lo que supone saber gestionar las emociones propias y las ajenas, saber captar los estados de ánimo y obrar en consecuencia…

La publicación de Emotional Intelligence de Daniel Goleman (1995) supuso un punto de inflexión sobre conceptos que, o bien pasaban bastante desapercibidos en nuestra vida, o incluso eran tenidos en consideración de manera casi marginal, o incluso como espacios inferiores y despreciables[2].

Por ir a lo más concreto, el citado Goleman (1946-) señala cinco ámbitos singulares de la Inteligencia Emocional (IE): (1) El reconocimiento y consciencia de las propias emociones, fundamental para su control; (2) el manejo de las emociones y su expresión de forma adecuada; (3) la automotivación para el logro de los objetivos; (4) el reconocimiento de las emociones de los demás o “empatía”, fundamental para sintonizar con los demás y (5) la capacidad para establecer relaciones interpersonales, la competencia social y las habilidades para interactuar de forma adecuada con los demás. 

En mi opinión, la irrupción[3] de Goleman supuso la visibilización de un espacio conceptual (y práctico) imprescindible. Y la, entiendo, científica identificación de los poderosos factores que modulan la toma de decisiones. Más allá, por supuesto, de la mera explicación de lo que supone la amígdala, el sistema límbico y la reacción emocional. Y más allá también de las funciones que son conocidas del lóbulo prefrontal del cerebro humano.

Dicho lo cual, es también necesario insistir en una idea. No caer en el error de trasferir todo el peso de lo que hacemos o pasa a nuestro alrededor al “pesado” mundo de la denominada inteligencia emocional, arrinconando de manera imprudente el papel de la “razón” en, precisamente, lo que hacemos y pasa. 

Las emociones son importantes para el ejercicio de la razón. Hasta aquí todos de acuerdo (bueno, seguro que todos, no, pero casi todos). Pero, ¿no es nuestra capacidad de razonar, pensar, ordenar elementos, calcular, ponderar, conjeturar, incluso suponer, lo que nos permite tomar las decisiones oportunas en cada momento? ¿No es la razón y la capacidad para prever opciones y posibilidades la que nos permite, por ejemplo, inferir la mejor respuesta a una situación de conflicto? Cuando hablamos de gestionar emociones, controlarlas, regularlas, identificarlas y reconocerlas, ¿de qué estamos hablando? ¿No nos referimos a nuestra capacidad de, precisamente, eso, tomar el control, desconectar (o, al menos, atenuar), eficazmente los impulsos de la amígdala? 

Cuando hablamos de la capacidad para automotivarnos o de establecer relaciones interpersonales, ¿no tienen peso sustantivo las habilidades para analizar, comprender, deducir y reflexionar sobre lo que veo y ocurre, en mí y en los demás, en las decisiones que definitivamente voy adoptando? Pensar en cómo estoy abordando una tarea, por ejemplo, interpretar mis sensaciones (y comprenderlas) sobre si voy por el buen camino o no, visualizar las diferentes posibilidades y “finales” dependiendo de lo que haga y cómo lo haga… Y, claro, encontrar y aflorar esa fuerza interior (“sacar fuerzas de flaqueza”) que me guía hacia el esfuerzo y cierta autodisciplina para reconsiderar lo que hago y “automotivarme”… ¿Qué procesos mentales incorporo en ese relato? O, cuando hablamos de las relaciones interpersonales o sociales, ¿no pongo en marcha, asimismo, todos esos procesos propios del razonamiento para gestionar adecuadamente lo que ocurre en mí (en lo que siento, pero también en cómo soy capaz, por ejemplo, de dimensionar lo que siento, relativizarlo, tanto si es bueno como si es negativo…)?

Es necesario insistir. No creo que se trate de procesos esencialmente diferenciados hasta el punto de desgajar de la naturaleza “mental” todo lo relacionado con lo emocional. Es el equilibrio entre dos procesos claramente mentales el que rige y fundamenta nuestra vida.

Visibilizar ese espacio, ese proceso, también mental, que relacionamos con el “mundo de lo emocional” debe encajar, estimo, con la oportuna presencia de los “otros” procesos mentales que englobamos dentro de lo que señalamos como “razón”. Porque, entre otras, cosas, hay mucho de ésta en gran parte de los espacios que de una manera un tanto simplista relacionamos a veces con la inteligencia emocional.

En palabras de Ignacio Morgado[4], “el mal llamado "equilibrio emocional" no consiste tanto en victorias o imposiciones racionales, ni en la represión o el control de las propias emociones, como en el encaje o acoplamiento entre nuestras emociones y nuestro razonamiento, o sea, en un equilibrio entre diferentes procesos mentales”.

Volver a leer a Kant me parece una buena idea.


[1] En no pocas ocasiones, en determinados contextos, se pierde de vista la necesidad de “pensar” en lo que supone “controlar” o “gestionar” las emociones, que, básicamente, a mi entender, es utilizar la capacidad para leer la realidad, prever situaciones, posibles finales de las situaciones en las que nos vemos inmersos. Y obrar en consecuencia. Razonar, vaya. Pensar.

[2] Los estoicos (escuela filosófica griega y grecorromana fundada por Zenón de Citio en el siglo IV a. C.), consideraban a las emociones meras “perturbaciones del ánimo, opiniones o juicios dictados a la ligera y, por tanto, fenómenos propias de la ignorancia y la necedad. Asimismo, autores como Leibniz (1646-1716), filósofo, matemático y político alemán y Spinoza (1632-1677), filósofo holandés de origen sefardí hispano-portugués, continuador crítico del cartesianismo y tomado como uno de los tres grandes racionalistas de la filosofía del siglo XVII, hablaban de las emociones refiriéndose a ellas como el “pensamiento confuso”, equivalente a la “opinión vana”, en línea con la filosofía estoica. “Errores provisionales frente a la verdad”, o particularidades insignificantes” (Hegel, 1770-1831, filósofo del idealismo alemán).

Siguiendo a Blaise Pascal (1623-1662), matemático, físico, escritor y filósofo francés, con quien se empieza a vislumbrar el valor y las funciones de los sentimientos y las emociones, evidenciando el error que supone eliminar alguna de las dos partes que normalmente operan en el comportamiento humano, a saber, razón y emoción, los planteamientos de Kant, filósofo prusiano de la Ilustración (1724-1804), reconoce el significado y la función de las emociones, aunque terminará afirmando el predominio de las facultades racionales sobre las afectivas de manera poco cuestionable.

[3] No debemos olvidar a otros precursores del constructo: Thorndike (inteligencia social), Weschler (relevancia de factores no intelectivos en las decisiones), Beldoch, Leuner, Payne (Un estudio de las emociones: el desarrollo de la inteligencia emocional, Tesis Doctoral, 1985) o Gardner (inteligencias múltiples), entre otros.

[4] https://www.investigacionyciencia.es/blogs/psicologia-y-neurociencia/37/posts/el-equilibrio-emocin-razn-13590

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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