José
Antonio Luengo
El conocido como fenómeno de
la ballena azul llegó de
manera relevante a los medios de comunicación de nuestro país hace solo unos
meses. Alertaba de las situaciones trágicas, ligadas de modo definitivo a
suicidios de adolescentes que, al parecer, habían tenido lugar en Rusia, donde
supuestamente un joven de 21 años y administrador de algunos grupos en redes
sociales, había iniciado esta macabra y siniestra aventura. Un aventura que,
también al parecer, se extendió peligrosamente en países sudamericanos como
Brasil o Chile. Todo presunto.
Y en muy poco tiempo, casi sin
que nos diéramos cuenta, el asunto formaba parte de las conversaciones entre
chicos y chicas; en nuestros centros educativos, en sus patios y pasillos, en
los recreos y entre clases, Y, por supuesto, en sus conversaciones on line.
Noticias ligadas a la también
presunta relación de determinados comportamientos de adolescentes españoles con
esta desagraciada aberración vieron la luz también en la reciente primavera. Hechos
al parecer acontecidos en Barcelona o Palma
de Mallorca. Y hace muy poco, este mes de junio, aparecieron asimismo
noticias que ligaban este fenómeno con las conductas de dos adolescentes en localidades
de la Comunidad
de Madrid. Noticias todas que abundan en lo presunto, en lo supuesto. Ahí lo lanzo. Y ahí lo dejo… Que corra la información. Sabemos muy poco aún. Pero sí algunas
cosas que es necesario considerar, someter a reflexión y, claro, profundizar en
ellas.
Entre todos hemos de cuidar
especialmente el flujo de influencias que llegan y penetran en la mente y el
corazón de nuestros chicos y chicas. Y medir las consecuencias y el impacto de lo
que expresamos, mostramos y visibilizamos. La viralidad
de este tipo de informaciones tiene efectos indeseables, ligados, por
ejemplo, a las búsquedas que se realizan en la red. La necesidad de informar
sobre los fenómenos que afectan a nuestra sociedad, a nuestros ritmos y cadencias,
al modo en que vivimos, a lo que nos aporta crecimiento y bienestar y a lo que,
por el contrario, nos aturde y encenaga, no debería ser cuestionada. Muy al
contrario. La información nos permite crecer. Y también prevenir. Desarrollar
acciones que den respuestas a los conflictos, a lo inquietante. Y al tejido
ominoso y execrable que genera nuestro propio recorrido como colectividad. Porque
la información debe ayudar a formar también; especialmente cuando están en juego
mimbres del crecimiento de nuestros niños y adolescentes. Y mimar los parámetros
de la noticia. Rigor, margen de veracidad, impacto, viralidad, riesgos y
expansividad de alarma social… Es necesario, por tanto, mesura y tino. Y
análisis profesional riguroso de lo que poco que aún se conoce.
Lo que sabemos, al menos en
nuestro país, al respecto de los comportamientos de algunos adolescentes y su
posible vinculación con el fenómeno de la ballena
azul, es que se trata de situaciones en las que éstos tratan de imitar
alguna parte del itinerario de conductas a las que acceden sin control alguno en
las informaciones
que pueden encontrarse en la red.
Y esto, evidentemente, debe
considerarse una señal a tener en cuenta. No es inocente, precisamente. Porque sabemos
que existe una horquilla de población adolescente muy vulnerable; y
extremadamente sensible a estas desasosegantes novedades. Chicos y chicas expuestos
a la influencia silenciosa. Sin que su entorno detecte el efecto mimético. Chicos
y chicas con necesidad de ganar notoriedad. Ante sus compañeros. Algunas de las
cosas que sabemos sobre sus conductas iniciales o, al menos, sobre lo que dicen
que han empezado a hacer o están dispuestos a hacer, hemos llegado a conocerlas
por sus propios comentarios en los recreos. Con sus compañeros. Como quien no
quiere la cosa. Puede que estos chicos no accedan a grupos de redes sociales
que teledirijan sus comportamientos hacia abyectos recorridos y
comportamientos. Puede que no conozcan, es lo que parece, a ningún facilitador, guardián o curador, que
seduce y luego extorsiona (como parece que puede haber ocurrido en alguno de
los casos citados fuera de nuestro país) a nuestro vulnerable adolescente. Pero
puede éste se implique, desdichadamente, en un círculo de conductas del que no sepa cómo salir… Hemos de ser conscientes de
que nuestros hijos y alumnos viven o pueden vivir una vida
secreta en la red. Y no siempre el panorama es neutro.
Y así, las cosas, ¿qué hacemos
los adultos? ¿Qué podemos hacer? ¿Decidimos no entrar, por si acaso? ¿Estamos o
nos sentimos preparados para hablar y ayudar a reflexionar sobre temas de esta
naturaleza? Creo, sinceramente que debemos hacerlo. En casa, con prudencia, con
sencillez, sin amenazas. Conversar. Explicar que conocemos, que sabemos. Que no
lo sabemos todo. Pero que conocemos lo suficiente. Alejarse de este tipo de
escenarios. Sin más. Y que creemos en nuestros hijos. Que confiamos en ellos.
Que estamos a su lado. Que deben sentirnos a su lado.
¿Y en los centros educativos?
¿Qué podemos hacer? Este que tratamos en estas líneas representa un contenido
muy extendido en las conversaciones de nuestros chicos y chicas. Sin embargo,
no soy de la opinión de introducirlo como un tema específico en una de las
actividades que desarrollamos en el marco de la acción tutorial. Sino, más
bien, incorporarlo en alguna sesión que permita reflexionar sobre las influencias
que nuestros adolescentes tienen hoy en día. Incluyendo, por ejemplo, la serie
de Netflix, Por
trece razones. O en el contexto, más amplio, de profundizar en el
fenómeno de los influencers.
La idea puede concretarse con el apoyo de los integrantes de los
departamentos de orientación. Y detallarse en modo de unidad didáctica en la
que demos, incluso, a los propios alumnos el protagonismo para su diseño y
desarrollo.
Es necesario hacerles ver que
estamos, que sabemos, que podemos tener opinión, que queremos compartirla. Con
respeto y capacidad de observación.
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