José Antonio Luengo Latorre
Twitter: @jaluengolatorre
Acabamos de empezar un periodo de confinamiento en casa. Lo que hace nada suponía una basal recomendación, se ha convertido, casi de la noche a la mañana, en una instrucción incontestable. Hace nada lo acabábamos de ver en uno de nuestros países casi hermanos. Hermanos de mar, de cultura, de amor por el sol, de culto al deleite por el paseo relajado (la passeggiata), por la relación en la calle. Y con la calle.
Me asomo a la ventana de casa que da a la calle. Solo son dos, pero suficientes para respirar un poco de aire fresco. Salir de las cuatro paredes, mirar hacia abajo, ver la calle vacía. Mirar hacia el frente y verme reflejado en las miradas de algunos vecinos del barrio que, como yo, han optado por darse este paseo casi virtual. Aunque solo sea para oler algo diferente, oír algo distinto, mirar hacia otras cuatro paredes en las que, casi con toda seguridad, otras personas disfrutan de ese momento; como si la vida nos regalase, a ellos y a mí, un premio sencillo por nuestra obediencia, por nuestro sentido ciudadano: por nuestra responsabilidad.
La mente me pide huir, escaparme. Y el corazón, si me pide algo, es, sobre todo, salir corriendo, zambullirme en el mar, escalar esa colina verde cargada de pinos que se eleva desde el río en el pueblecito en el que nací. Escuchando a los pájaros, sintiendo el aire prístino, amplio cimbreante y sereno de la inmensidad del campo. De ese campo que recorrí en bici tantas veces, con toda la vida por delante, alentado por esa niñez que predijo mi andadura. Mi caminar. Mi transitar por la vida. Primero cargado de hormonas e impulsos de adolescente originario. Luego, repleto de ilusiones e incertidumbres, de desvelos y coscorrones. Y de sonrisas inmaculadas. De amores, idas y venidas del actor en el que me iba convirtiendo. Escritor de hechos y secuencias, de pasos y tropezones: de planes y sueños. Cargado de sueños.
Salgo a mi ventana a respirar, sí. Pero a pensar. El aire fresco me ayuda. Siempre fue mi aliado fiel. Unas zapatillas, ropa de runner y a correr. Y ese aire fresco en la cara que despierta tus emociones, que las hace girar y danzar hasta encontrar el qué y porqué de tantos pasos, de tantas zancadas. De tanto ir. Y, seguro, huir. Aunque sea un poco.
Las crisis van y vienen. Unas más hondas; otras superficiales. En ocasiones sabemos de dónde vienen. Y hasta el porqué de las mismas. De otras, sin embargo, no. Sabemos que vienen cuando surgen, las vemos venir, amenazantes; o no. Pero las vemos. Sobrevuelan nuestras vidas, como un dron ominoso y abyecto. Giran y rotan. Doblan y vuelven. Y a veces, solo a veces, nos miran a los ojos con rostro abominable y te tumban. Aunque solo te rocen, te tumban, te abaten. Y el ser humano, de aquí o allá, descubre abrumado, el pestilente olor de su faz, de su boca insalubre. Y te atrapan en un bucle de zozobra que amenaza la raíz misma sobre la que construimos nuestra propia vida.
Las crisis van y vienen. Pero cuando vienen y te zarandean, como si de un tentetieso se tratase, los impactos no tardan en mostrar su cara más dramática. Especialmente a las poblaciones más vulnerables primero. Terrible, pero casi siempre con el mismo patrón: mayores, enfermos, discapacitados, mujeres, niños y niñas, desempleados… Luego, sin solución de continuidad, siguen arrastrando a la sombra, a profundas cunetas, a mucha más gente de la que en principio se sintió concernida. Sus tentáculos son largos, poderosos, sinuosos. Algunas crisis vienen para quedarse. Otras, sin embargo, vienen, laminan nuestras vidas y luego, un día, desaparecen. O eso parece. Que no. Porque no se van. Se quedan con nosotros. Con sus efectos, algunos invisibles para la gran mayoría. La mayoría que recupera sus rutinas y trayectoria. Pero encendidos como inquietantes e incendiarias ascuas voladoras. En otros casos, con efectos sobrecogedores e insondables para colectivos desfavorecidos.
La crisis que nos afecta en la actualidad, esta pandemia aterradora, de cifras y guarismos ambiguos y desconcertantes, ha terminado por recluirnos en nuestros domicilios. Sabedores de que, solo así, seremos capaces de permitir la eficiencia de un sistema sanitario castigado pero valeroso, tenaz, bravo, solidario, entregado fielmente a la causa de la salud pública y del cuidado apasionado de las personas. La crisis que nos afecta no sabemos aún cómo y cuánto nos va a afectar, a vapulear, a golpear y zarandear. Pero somos conocedores, al menos, de cómo luchar contra ella para impedir el colapso de la tención sanitaria e impedir la propagación de su vil secuela.
La crisis que nos afecta nos ha cambiado la vida. Al menos en el escenario temporal de dos semanas. Que parecen siglos. Como una suerte de colapso, de síncope de nuestro modo de vivir, de estar, de sentir, de hacer, de relacionarnos. En el mejor de los casos, sin la enfermedad en nuestra sangre o en la de los que consideramos “los nuestros”, ese es el escenario. Quince días sin pisar la calle, o muy poco. Quince días de marzo. Y, casi, a partir del mismo día 15 del mes. Lamentablemente, muy lejos de los “idus de marzo” de nuestra Roma imperial querida. Muy lejos de los días de fiesta que celebraban el comienzo del año para sus ciudadanos. Aunque también en las fechas en que ilustres patricios decidieron acabar con la vida del irrepetible Julio. César. Era el 44 a.C.
Aquí, en nuestras calles, bajo mi ventana, bajo la ventana de mis vecinos que me ven salir a la ventana y mirar, como una mascota encerrada, nos hay fiesta, verbena, espectáculo o reunión. Más bien hay incertidumbre, desasosiego, inquietud, ansiedad y miedo. Se ve en las miradas, en los gestos, en la duda, en cierta suspicacia que parece habernos ganado el alma. Y la mente. Como si acabaran de culminar el magnicidio del citado dictador. Y miedo. Miedo a lo que se nos viene encima. Recogidos entre nuestras cuatro paredes. Con la incesante lluvia de datos e informaciones que inundan la mañana, la tarde. También la noche.
Y en ello estábamos, un poco tristes y desconcertados, cuando, de pronto, sale el mediterráneo que hay en nosotros, el ser que ama el sol, la siesta, los paseos y la calle. En ello estamos, apenas hemos conseguido tragar el estado de alarma, cuando sale el español que hay en nosotros. Con su espíritu y su vida. Y su solidaridad. Y su bondad. Y su esfuerzo. Y su abnegación. La ventana, esa simple puerta al infinito, rodeada de otras infinitas ventanas, y puertas, se convierte casi por ensalmo en una mirada esperanzada. Lo vamos a conseguir. Salgamos y aplaudamos a quienes nos cuidan y atienden en la enfermedad, pero no solo. También a los que trabajan en los establecimientos que nos permiten acceder a los alimentos y productos de primera necesidad, a los transportistas, a las personas que trabajan en la calle, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, a la UME... Y también, por supuesto, al profesorado que está trabajando con sus alumnos a través de las aplicaciones y plataformas informáticas, manteniendo esta relación tan sanadora.
Cantemos, y jaleemos a la gente maravillosa que tenemos. Y con la que compartimos valores, cultura, razón y corazón. Capturemos la aventura de creer que podremos. Que vamos a poder. Juntos. Pensando en los demás. En quiénes somos todos. Demos la espalda al revés, a la rodilla en tierra; dibujemos mil sonrisas. ¡Qué digo mil! Miles, un millón, 46 millones de sonrisas. Mostremos nuestro lado más amable, cariñoso, afectivo, confiado. De quienes se querrían abrazar, y besar. Aunque no ahora. Pero pronto, sí. “Parece que no poder acercarnos nos está uniendo”(texto de una viñeta que vuela por la red).
Cantemos, y jaleemos a la gente maravillosa que tenemos. Y con la que compartimos valores, cultura, razón y corazón. Capturemos la aventura de creer que podremos. Que vamos a poder. Juntos. Pensando en los demás. En quiénes somos todos. Demos la espalda al revés, a la rodilla en tierra; dibujemos mil sonrisas. ¡Qué digo mil! Miles, un millón, 46 millones de sonrisas. Mostremos nuestro lado más amable, cariñoso, afectivo, confiado. De quienes se querrían abrazar, y besar. Aunque no ahora. Pero pronto, sí. “Parece que no poder acercarnos nos está uniendo”(texto de una viñeta que vuela por la red).
En ello estábamos cuando surge ante nosotros la imagen de una nueva manera de estar y ser en la vida. Al menos, la posibilidad de percibirla y hacerla nuestra. El confinamiento actual nos muestra, por contraste, la realidad del vertiginoso e inquietante ritmo que atenaza y rige nuestras vidas. Y que, poderoso y soberbio, inflige profundos daños en nutrientes esenciales de las mismas: normalizando la falta de tiempo para los hijos, la pareja, nuestros mayores y para nosotros mismos; ninguneando el valor del afecto y la amabilidad en el trato cotidiano; arrinconando la bondad; potenciando el individualismo voraz y el egoísmo zafio, patán, chabacano y grosero. Y abonando de manera estúpida e inconsciente el hedonismo, el exhibicionismo y el narcisismo infames.
En ello estábamos cuando topamos con la posibilidad de poder hacer lo que nunca nos dio tiempo a hacer. Aburrirnos, incluso. Pero también estar con los nuestros, planificar espacios, tiempos y actividades para hacer cosas juntos, desayunar, comer y cenar juntos. Ahondar en el valor de cada persona, de quienes son, de qué buscan, de qué les inquieta y les reconforta. Leer algo más de las cinco páginas de ese libro que nunca terminamos porque nos quedamos dormidos con las gafas puestas y la luz encendida por la noche. Mirar a nuestros hijos mientras están a nuestro lado. Mirar su rostro. Penetrar en su corazón. Ese que no somos capaces de descubrir en nuestras rutinas inacabables. Recordar cómo eran, cómo nos miraban. Comprender sus dudas e inseguridades. Abrazarles con el alma. Con el alma ancha, expandida, ilusionada.
Sería imposible terminar este conjunto de reflexiones sin apelar al respeto y cariño más profundo hacia quienes esa experiencia de confinamiento supone, sin duda, un nuevo dolor en sus vidas. Hacia las personas que se encuentran solas y no se sienten bien tratadas, a nuestros mayores dejados, casi abandonados, a los que no tienen hogar; a quienes sienten muy de cerca el sufrimiento de la enfermedad de sus seres queridos, a los afectados por esta u otra dolencia; y, por supuesto, mi afecto insondable e incombustible por quienes ya han vivido la pérdida de un ser querido en esta terrible crisis. Para ellos, mi corazón.
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