La felicidad, las
burbujas y el brindis
José
Antonio Luengo
Siempre es posible mejorar,
o, al menos, casi siempre. Es posible mirar de otro modo, estar de otro modo,
driblar la adversidad o, mejor aún, afrontarla como un reto de mejora, de
crecimiento. Siempre es posible estar mejor. Pero no siempre encontramos con
facilidad las claves que nos lo permiten, que habilitan la entrada en estados más
agradables, con independencia de lo que sucede, nos sucede, preocupa o,
incluso, agobia.
Parece difícil, muy difícil encontrar
la llave de la felicidad, ese espacio tan anhelado… Y descorchar la alegría, brindar,
sentir sus burbujas. La felicidad. Definir
este concepto no es cosa de cuatro palabras, precisamente. Ni es objeto de este
modesto conjunto de reflexiones. Sin embargo, no quiero dejar pasar la
oportunidad de decir algunas cosas sobre este asunto. Fundamentalmente,
expresar tres ideas normalmente comunes al respecto y presentar algunas
objeciones personales sobre las mismas.
La primera, la felicidad es una
experiencia pasajera y escasamente estable. La vida es profundamente cambiante
y cambia en un segundo. Por muy armado que aparentemente tengamos el espacio vital que nos aporta alegría,
tranquilidad, sosiego y la sensación de poder
casi con todo, todo, eso mismo, puede colapsar en breves instantes. Por
tanto, tal vez deberíamos hablar de estados o momentos de felicidad. Y entender
la felicidad como las cosas extraordinarias o, cuando menos, no esperadas y
agradables, que nos van sucediendo. Esta idea suele ser muy compartida, en
general. Es frecuente apelar a esta interpretación en las ociosas
conversaciones que mantenemos entre copas, con amigos, en esos momentos en que
disfrutamos la posibilidad de teorizar sobre la vida y sus entresijos.
Conversaciones que no es infrecuente verlas terminar en los manidos “carpe diem” o aprovecha el momento. Sin embargo, ¿es todo esto tan claro? ¿No es
posible mantener un tono de felicidad vital estable, incluso ante
circunstancias desfavorables? La experiencia nos dice que sí. Es posible.
Porque es posible encontrar ese estado de paz interior y equilibrio que a uno
le permite levantarse cada mañana con la sensación de que está donde debe
estar, que hace lo que debe y puede. Y un poco más. Que está con quien quiere
estar, y está bien. Que siente devoción por las personas que quiere y piensa en
ello como un estado de absoluto privilegio. Que sabe que le quieren y le
respetan, que piensan en él y con él. Tal vez se trate de personas que no piden
grandes cosas a la vida y que disfrutan
verdaderamente de lo que tienen, de lo logrado, que aprecian lo que tienen, que
expresan sin pudor lo mucho que quieren a quienes comparten su vida. Tal vez se
trate de personas que entiendan la felicidad como un estado de ánimo no como el descorchado de un cava, ni siquiera como
el frescor que inunda nuestro gaznate al probarlo, sobre todo cuando tenemos
sed, sino, tal vez, como el privilegio de darlo, de ofrecerlo, de sentir el
gozo y la alegría en quienes disfrutan de él. Descorcha tú. Tal vez se trate de personas que iluminan más su vida
con la alegría de dar y poder dar que de recibir. Por tanto, nos
enfrentaríamos, probablemente, a un estado más estable, cercano al sentimiento
de paz, ya expresado, que habla en
nuestro interior sobre nuestro día a día con voz sosegada, tranquila, con
mesura, y discreción, humilde y generosamente. Claro, en este escenario no hay
explosividad, pompa y espectáculo. No se nutre de fuegos artificiales ni de medallas. Se alimenta con la vida interior
trabajada y la auto reflexión, con la escucha, la alegría compartida, la
empatía y los pequeños detalles de
belleza y bienestar que le ofrece la vida.
La segunda, la felicidad
deviene del éxito y es inexistente en el fracaso. Claro, viendo las caras de
los medallistas olímpicos uno puede entender sin demasiado esfuerzo que eso,
sí, que ahí ,sí, que así, sí. Eso sí son buenas sensaciones, sensaciones de
éxtasis, de felicidad extrema. Sin ambages ni cortapisas. Exultantes,
grandiosos. El ánimo subido, la pena lejos, el sufrimiento olvidado. Negar esta
realidad es ridículo. El éxito en cualquier actividad que desarrollemos suele
facilitar la rápida y fácil irrupción de un sentimiento de capacidad, brillo,
incluso omnipotencia. Puede no durar demasiado. O sí. Depende de la naturaleza
de la situación, de quien lo vive, de los previos… Pero, innegablemente,
proporcionan un gran placer, una explícita y visible sensación de felicidad.
Tan grande, que, a veces, hasta da miedo. Y, por el contrario, no es demasiado
difícil entender, que la percepción de fracaso suela estar inherentemente unida
a lo que ordinariamente consideramos consecuencia de infelicidad. No he podido, me han podido, la situación me
ha superado, no he sido capaz. Casi todos hemos tenido esta sensación
metida en nuestra piel, como un mal olor que no se va, como un prurito peleón e
irritante. Dicho lo cual, siempre matizable e interpretable, no podemos ni
debemos limitar la sensación de felicidad a este tipo de burbujeantes
experiencias de vida. Porque una cosa son las sensaciones de éxito o fracaso y
otra, cualitativamente diferente, la de felicidad o infelicidad. Lo que sabemos
y hemos aprendido es que la felicidad estable, la que verdaderamente nutre y
esponja nuestro corazón y nuestra mente, es posible sin mediar experiencias de subidón o éxito. O, tal vez mejor
expresado, la felicidad es posible cuando somos capaces de reconocer y valorar los
múltiples éxitos que hemos ido atesorando (nunca mejor dicho, tesoros que hemos
ido acumulando) y, en no pocas ocasiones, obviando, minimizando, incluso
arrinconando. Algo que forma parte de nuestra vida, lo que tenemos, aquello con
lo que contamos, que nos acompaña y que, no lo olvidemos, resultó un auténtico
éxito en nuestra vida. Las personas con las que vivimos, nuestra pareja, los
hijos, los hitos por lo que pasamos y pasaron. Se ha dicho muchas veces, la
felicidad es un viaje, un recorrido, no un destino. De esto, precisamente,
saben mucho los deportistas, unos y otros; esos que se han colgado medallas,
los menos, y los que no lo han logrado, los más. Unos por la satisfacción del
deber cumplido, alcanzando los objetivos perseguidos y las metas planificadas,
y otros, sin perjuicio de las situaciones de fatalidad que a veces ocurren y
echan al traste todo el trabajo (lesiones de última hora, fallos mecánicos…)
por el amor propio, por el propio deber cumplido, por haber hecho lo que tenían
que hacer, con esfuerzo, dignidad y responsabilidad. Aunque no hayan conseguido
el éxito, aunque no se hayan colgado la medalla. Ahí queda su recorrido, su viaje, su trabajo, su dedicación, sus
ganas, sus renuncias. ¿Podríamos decir que entre los deportistas de estas
recientes Olimpiadas solo hay ganadores y perdedores? Me ruborizo solo de
pensar que podríamos ser capaces de clasificar sin más de esta manera.
¿Entonces, si solo el éxito nos aporta felicidad, qué demostraban las caras de
todos los deportistas que aun permanecían ayer en Londres y acudían al acto de
clausura? ¿Fracaso, tal vez? En absoluto. Los deportistas, precisamente ellos,
saben muy bien que ganar sienta bien, de lleva a la cima… Pero que ya está, se
acabó. Hay que seguir trabajando, para la próxima, preparando lo próximo, con
más esfuerzo si cabe. Porque todos intentarán mejorar. Y el que ha perdido sabe
muy bien, y así lo expresa su rostro, que perder duele, y mucho a veces. Pero
no te hunde. Incluso, te hace más fuerte. Porque ha habido quien lo ha hecho
mejor, sí. Pero eso solo te muestra el camino para seguir mejorando. Lágrimas,
sí. ¿Sensaciones de impotencia? Probablemente también. ¿Infelicidad? Puede
que un invasivo sentimiento de pena por no llegar, de frustración. Pero ahí
están ahora, seguro, planificando ya sus próximos entrenamientos y deseando
reconocer aquellos detalles que no les han permitido llegar, eso así, por un
día, a lo más alto. Reducir la felicidad a la experiencia de éxito representa
una visión muy estrecha de lo que supone realmente la sensación de bienestar.
La tercera, la felicidad viene
o no, pero no se puede atraer. Esta visión fatalista de las cosas sugiere una
vida en la que, no por esforzarte en ello, vas a ser más feliz. Viendo así las
cosas, la felicidad es una suerte de experiencia que nos es dada por la
fortuna, por el destino, por el vaya
usted a saber qué, que decide posarse sobre nuestras cabezas imponiendo un
nuevo orden, muy en la onda de lo que llega sin esperarse, lo que surge y nos
cambia la vida, casi de la noche a la mañana. Esta es una visión menos
utilizada en las conversaciones al efecto, si bien muy asentada en la mente de
todos nosotros. Las vueltas que da la vida… Como para saber yo dónde está la
felicidad. Bastante tengo con el día a día. Ahí, precisamente, en el día a día
es donde probablemente se halle, con más seguridad, el germen de eso que
denominamos la felicidad. La felicidad se hace, día a día. Con optimismo, cuidando la salud, siendo generoso, con
sentido del humor, apreciando a los demás, aprendiendo a apreciarnos a nosotros
mismos, siendo proactivos, eligiendo siempre hacer, hacer algo, actuar, movernos,
intentar cambiar lo que no nos gusta. Y, también, reconociendo nuestros
errores, pidiendo perdón nada más ser conscientes de los mismos, pensando en
quiénes somos y en lo que hacemos cada día, reeditando en lo posible nuestra
mejor versión. La felicidad, tal como la entiendo, está mucho más cerca de lo
que parece. Está en los pequeños detalles,
se suele decir. Y probablemente sea así. Pequeñas cosas que nos hacen
grandes. Miles de experiencias agradables por descubrir y vivir, a solas o con
los demás. Hay para todos. Tal vez podamos brindar más de lo que pensamos… Y
sentir las burbujas en el gaznate.
Más veces de lo que pensamos. Y si llega el subidón,
pues a disfrutar, pero que no te arruge la paz. Solo un poco, si cabe.
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