José
Antonio Luengo
Soy de los que piensa que lo que, al final, somos en la vida no es sino resultado de los infinitos procesos de toma de decisiones que hemos ido adoptando desde que tenemos uso de razón, momento que, por cierto, no es fácil identificar y depende en gran manera de cada persona y de sus circunstancias. Eso cuando podemos identificarlo… Una idea como la planteada, sencilla y fácil de argumentar, choca con la opinión de quienes defienden que, por el contrario, nuestro discurso en la vida acaba siendo la consecuencia de un conjunto de situaciones que, sin solución de continuidad, van anegando nuestra existencia. Situaciones no buscadas, incluso temidas, incluso odiadas, que, por cuestiones ligadas al azar o a la suerte (a la mala suerte habría que decir) penetran en nuestras vidas y capturan su esencia, tornando éstas una suerte de dolorosos y, en no pocos casos, insoportables escenarios. Y seguramente no les falte razón a quien piense así. Muestras y ejemplos hay, seguro, miles: la pobreza desde la cuna, la marginalidad sobrevenida por los desmanes de otros, la cruel enfermedad que ataca cuando y a quien menos lo esperas… No faltan ejemplos, no.
Pero en estas líneas
permitidme hablar de los contextos más ordinarios, esos que circulan a nuestro
alrededor y en los que nos vemos inmersos por razones laborales, familiares,
afectivas o emocionales; permitidme que me refiera simplemente a los procesos
que envuelven la vida de la mayoría, de los que tenemos la suerte de
tener lo básico para estar, ser y vivir, y, sin embargo, acabamos más de una
noche sin poder dormir por lo que, formando parte de lo que es la vida, acaba
alterando nuestra tranquilidad, minando seguridad, torpedeando los cimientos de
ese espacio estable en el que querríamos sentirnos gratamente acunados. Es aquí
donde quiero instalar algunas reflexiones que surgen de la experiencia propia,
de lo que me pasó y pasa; y también de lo que veo y de lo visto, que, a mi
edad, no es poco. Hablo, en definitiva, de la gran cantidad de pequeñas
decisiones que tomamos en cada momento, casi sin percibirlo, sin ser
conscientes de lo que hacemos y de las repercusiones que tendrán. Y no hablo
especialmente de las grandes
decisiones, de esas que afectan a la vida de uno mismo o de los demás cercanos
en su conjunto, a saber, cambios de trabajo, de domicilio o cuestiones
relacionadas con la estabilidad (o no) de la pareja…
Quiero hablar de las
pequeñas decisiones, de las muchas pequeñas decisiones que configuran nuestro
día a día en el más estricto de la palabra y de las que, como he resaltado,
casi ni somos conscientes. Hablo de cómo afrontamos la percepción de nuestro
propio rostro en el espejo cada mañana y de las consecuencias e impactos que eso
tiene en cómo nos vestimos, con qué nos vestimos, cómo miramos y qué decimos a
los que están a nuestro lado, Hablo de cómo decidimos salir de casa, qué estado
de ánimo decidimos escoger de nuestro particular armario emocional. Quiero
hablar de cómo miramos a y qué
pensamos de las personas con las que nos cruzamos por la calle, con las que
compartimos el espacio, a veces insufrible, del metro en hora punta, de cómo
aceptamos el gesto, la mirada, el aspecto, las conversaciones o el periódico de
los demás. Hablo de cómo gestionamos la sensación de que nuestro compañero de
asiento mire el periódico que acabamos de comprar o el que, de distribución
gratuita, hemos recogido en la boca del suburbano (aún recuerdo con cierto desasosiego la bronca que me echó un propio
cuando, después de recoger él uno de estos ejemplares gratuitos en el propio
asiento al entrar en el vagón, observó con alarmante enfado cómo quien suscribe
miraba tranquilamente a su lado las noticias que él y solo él entendía tener
derecho a ver y leer. Qué sufrimiento le provoqué, por Dios. Y me la armó. Me
levanté y me fui a otro sitio, entre las miradas de indiferencia de los que nos
rodeaban).
Hablo de cómo entramos en la oficina o en el lugar de
trabajo. Qué decimos, cómo nos dirigimos a nuestros compañeros, con qué interés
percibo sus rostros, con qué ganas me acerco a sus cosas, con qué intención
real pregunto eso de cómo va todo o qué tal ayer, o el fin de semana. ¿Me
importa? Hablo de cómo nos situamos ante las pequeñas adversidades de cada día
en el trabajo, cómo interpreto y qué hago inmediatamente después de una mirada
extraña, de una observación distante o de reproche del jefe o de un compañero.
De cómo afronto mis tareas, de cómo gestiono mis tiempos, de cómo valoro o no
eso de mejor lo dejo para mañana.
Hablo, y esto es
importante, creo, de cómo llego a casa, de cómo saludo al entrar, de si me
intereso o no por los que están, por sus cosas, por lo que les ha pasado cada
día. Hablo de cómo pregunto, de si oigo o escucho, de si me importa o no, de si
le doy tiempo o no, de si quiero o no que me contesten… Hablo de si realmente me interesa lo que pasa, de
provoco sonrisas a mi alrededor, de si valoro verdaderamente dónde estoy, qué
hago, con quién estoy, lo que vale mi comportamiento, lo que provoca, sus
repercusiones, el ejemplo que doy o quiero dar…
Hablo de cómo afronto
las discusiones, que las ha habido, las hay y las habrá. De cómo me pongo en el
lugar de los demás, de si verdaderamente creo estar siempre en posesión de la
verdad y, si no lo creo, por qué me cuesta tanto reconocerlo. Hablo de cómo
decido querer, de cómo decido demostrarlo, de cómo abrazo y de por qué, a
veces, o muchas veces, no lo hago. Y de por qué no lo hago. ¿Se me agota la
energía con los abrazos? O, muy al contrario, la repone hasta los topes.
Hablo de si me doy
cuenta de que cada cosa que digo, cada reacción que tengo, cada postura que
adopto ante las cosas que pasan, buenas, malas y regulares, están sometidas a
un proceso mágico que es el de mi libertad. La libertad de elegir. Elegir, qué
hacer, qué decir, que no hacer, qué no decir, si sonreír o no, si abrazar o no,
si elevar o no la voz, si irme o aguantar el chaparrón. Afrontar, con criterio,
razón, afecto y ecuanimidad, o huir Amedrentar al otro o escucharle y comprender.
Aceptar o enrabietarnos. El sosiego o la intranquilidad. Podemos decidir.
Hace un par de años
leí un libro de esos que a veces caen en tus manos sin saber muy bien cómo. No
recuerdo haberlo comprado. Pero me enganchó.
Lo que sabe la gente feliz, de
Dan Baker y Cameron Stauth, 2007 (Urano). Trascribo aquí una parte que me
pareció especialmente interesante:
Podemos cambiar la manera de percibir las cosas. Nada
está tallado en piedra, ni siquiera la forma de percibir el mundo que nos rodea
en ese momento. En cada momento de la vida y en cada percepción hay un instante
de oportunidad en el que uno puede elegir la manera de percibir el mundo. Esta
capacidad de alterar la percepción es una de las capacidades humanas más
fabulosas. Significa que, por difícil que se nos vuelva la vida, siempre
tendremos el poder para vencer el sufrimiento. Significa que podemos elegir una
perspectiva de la realidad que nos enriquezca, en lugar de disminuirnos. (…/…)
Cuando las reacciones físicas se suman a los pensamientos
negativos, el miedo puede adquirir un ímpetu irresistible. Hace ya muchos años
que el psicólogo William James hizo la siguiente observación: El terror aumenta
con la huida, y ceder a los síntomas de la rabia intensifica esas mismas
emociones.
El terror generalizado por la amígdala (nuestro cerebro
más primitivo) se autoalimenta y obnubila la razón. Empiezan a aparecer
pensamientos negativos, como salidos de ninguna parte, y avasallan el
neocórtex. El miedo comienza a cobrar vida y el cerebro queda secuestrado por
el miedo. Pero existe la posibilidad de salvación: hay un instante, que dura
alrededor de un cuarto de segundo, en que se puede prevenir ese secuestro. Ese
cuarto de segundo, del que habló por primera vez la influyente psicoterapeuta y
escritora Tara Bennett-Goleman en Alquimia emocional, fue descubierto por el
neurocirujano Benjamin Libet. (…/…) Todos los impulsos que sentimos, entre ellos
todos los provocados por el miedo y por la rabia, contienen una ventana de
oportunidad de un cuarto de segundo en la que podemos desengancharnos de ese
impulso. La importancia de esto es extraordinaria. Un cuarto de segundo podría
no parecer mucho tiempo pero en el terreno del pensamiento es una eternidad
virtual. Es tiempo más que suficiente para elegir interpretar de otro modo las
percepciones. Este cuarto de segundo es nuestro poder definitivo sobre la
percepción. Es tiempo suficiente para comprender que un ruido fuerte no es una
bomba, que una ramita en la hierba no es una serpiente, que un comentario sarcástico
no se ha hecho con la intención de herir, o que un resbalón por culpa de una
cáscara de plátano es divertido en lugar de irritante.
Son cientos, miles, las decisiones que tomamos cada día, cada semana, cada mes... Decisiones en muchos casos imperceptibles. Decisiones que hacen que cada situación vivida sea como es, se desarrolle y cuaje de una determinada manera. Nos hacen predecible. Crean un modo de respuesta al entorno, de integración en y del mismo. Y configuran una forma de estar, de ser, de actuar. Y organizan nuestra vida. Lo realmente notable es que cambian nuestra vida a cada instante. Porque nuestra vida puede discurrir con una u otra orientación en función de lo que decidimos hacer. Miles de gestos, miles de palabras. Miles de acciones simples, sencillas, del día a día, que hacen que seamos como somos. Y que, sí, podamos cambiar lo que no nos gusta, lo que no nos hace crecer, lo que no nos permite disfrutar, lo que dificulta nuestra relación con los demás, lo que nos hace, en ocasiones, insufrible, intratable... Y potenciar lo que nos acerca a nuestro mejor yo. Que afrontemos este reto depende de nosotros.
Un cuarto de segundo, medio segundo, contar hasta diez... Lo interesante es que nuestro cerebro es libre para elegir. Soy, así, no puedo evitarlo. No es verdad. Puedo hacerlo. Puedo hacer de mí lo que estime que debo ser. Elegir y ampliar nuestras opciones, hacerlas más amables, afectuosas, cercanas a las necesidades de los demás. Ser más cariñoso, más empático, más flexible, más cercano. Todo, en definitiva, puede estar ligado a un cuarto de segundo. Nos puede cambiar la vida. En cada instante, cada momento.
Un cuarto de segundo, medio segundo, contar hasta diez... Lo interesante es que nuestro cerebro es libre para elegir. Soy, así, no puedo evitarlo. No es verdad. Puedo hacerlo. Puedo hacer de mí lo que estime que debo ser. Elegir y ampliar nuestras opciones, hacerlas más amables, afectuosas, cercanas a las necesidades de los demás. Ser más cariñoso, más empático, más flexible, más cercano. Todo, en definitiva, puede estar ligado a un cuarto de segundo. Nos puede cambiar la vida. En cada instante, cada momento.
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