Sencillamente mejor
La necesaria organización del tiempo, de
los recursos y de las fuerzas obliga a una reorientación que no conviene
dejar simplemente en manos de la coyuntura de los momentos. Se trata de
establecer prioridades. Y no es preciso insistir en
que suelen resultar decisivos los afectos, los entornos, la proximidad
cordial. Y las condiciones dignas de vida. La sencillez es también la
búsqueda de lo fundamental.
La sencillez es un saber, no un acopio de conocimientos, sino una forma de vida. Podríamos decir sin exceso que es una sabiduría
que se busca. Resulta extraordinariamente agradable encontrarse con
quien la entiende como una forma de de entrega, sin ostentación, de
dedicación intensa sin aspavientos, sin reclamar permanentemente
reconocimiento, y sin medir permanentemente el poder de los demás o el
interés. Pero sencillo no significa falto de exigencia o tibio.
Por eso resulta tan llamativa la autosuficiencia.
También se es incauto, que es un modo de ser simple, por exceso de
confianza o por prepotencia. No faltan quienes aún hablan como si ya
estuviera todo claro, como si no dudaran, como si siempre supieran
perfectamente lo que hay que hacer, como si todo estuviera en sus manos,
todo y todos, como si fuera la gran ocasión para la frase ocurrente, la
determinación que todo lo zanja. Tal vez no es sólo falta de sencillez,
también lo es de modestia. Otra cosa es que, por lo
visto, es importante dar una imagen de contundencia, de dominio, pero la
sencillez no impide la cuidada firmeza.
Nos sentimos respetados por quienes son
sencillos, por quienes no se dirigen a nosotros exhibiéndose, propalando
sus conocimientos, sino ofreciéndonos caminos o solicitando compañía
para procurárnoslos conjuntamente. En el peor de los casos, algunos nos
dictan permanentemente lo que ha de hacerse, lo que nos conviene, lo que
es y cómo es, porque a su juicio somos nosotros quienes hemos de
cambiar. Su supuesta superioridad carece de sencillez.
La sencillez es un desafío para todos. Nos
permite tratar de comprender el alcance y el sentido del vivir, y el
carácter pleno y efímero de la existencia, que se expresa en las
experiencias cotidianas. Este saber tan sentido y labrado en personas
admirables nos enseña a no pretender el permanente deslumbramiento de
una presunta brillantez, siempre con acciones de impacto. Ello nos
conduciría a la parálisis que Hegel atribuye al alma bella.
Tan convencida está de la importancia de las acciones determinantes,
que no encuentra ninguna que esté a la altura de su voluntad. Y así, con
su arrogancia, no hace nada y “el alma bella se deshace en una nostálgica tuberculosis”.
Esa supuesta ambición es finalmente más ineficaz que la tarea permanente, diaria, pormenorizada, cuidadosa, de lo sencillamente bien hecho. Es difícil lograrlo. Es un desafío para todos ya que, como señalamos, precisa gran sabiduría. E intensidad. E insistencia.
En definitiva, ello nos permite escuchar limpiamente lo que nos dice el oráculo de Delfos, “conócete a ti mismo”,
no como una llamada anacrónica a la introspección, sino como la
convocatoria a asumir los propios límites y limitaciones de nuestra
condición humana que, por cierto, no es poca cosa. Pero el oráculo nos
recuerda que no somos dioses. Así es, somos mortales. Puede resultar
llamativo que nos veamos en la necesidad de recordárnoslo. Nos ayuda la
reescritura y la relectura entonada de las conocidas preguntas de Kant,
que todo ilustrado ha de plantearse: ¿Qué otra cosa se puede esperar si
somos seres humanos, sencillamente humanos? Y esto no nos frena, nos
convoca.
En lugar de una mirada precipitada,
atolondrada, excesiva, obsesiva en acaparar, dominar y consumir, se
requiere la intensidad sencilla, y no menos ambiciosa, de vivir libre,
adecuada y justamente. Cuando eso ocurre, se distingue más claramente lo
que nos falta y lo que nos sobra. No es preciso enmascarar ni envolver
cada acción con más de lo que es. A ver si queriendo otra cosa, acabamos
deseando ser antes simples que sencillos. Como el agua moja, el sol
brilla y el verso dice, la sencillez tiene su propia elocuencia.
(Imágenes: Kitagawa Utamaro ( 1753-1806), Pescadoras de mariscos; cuadro de Lola Abellán; y fotografía de Roger McLassus
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