José
Antonio Luengo
Hace ya unos años, en 2006, mandé unas reflexiones breves
a El País (Cartas al Director) sobre las ideas que suelen estar en la base de
la expresión “rehacer la vida”[1]
y mi modesta oposición a considerar tal combinación de palabras (rehacer y vida) como una forma explícita de ligar y conectar nuevas formas de
estar y ser tras una ruptura sentimental con, inexcusablemente, el encuentro de una nueva pareja con la que
acompañar la existencia, el día a día, los sentimientos, las emociones, los
sabores y los sinsabores…
Es decir, vaya, que si no encuentras nueva pareja, tras
una más o menos traumática ruptura,
no solo no puedes hallarte, encontrarte, orientarte, reorientarte, mirar, ser y
transitar, sino que, casi, ni tienes derecho a ello. El lenguaje no es neutro ni aséptico; más bien al contrario,
dibuja siempre un escenario, explícito, preciso, parcial, con carga y
peso emocional. No es lo mismo decir una cosa que otra y, en el caso que nos
ocupa, hablar de rehacer la vida,
viene a precisar un contexto en el que, ya se ha dicho, la referencia al otro,
como obligatorio e imprescindible, reduce al mínimo la competencia y capacidad
de cada persona para reorganizar sus cosas
tras una experiencia traumática que, bien es verdad, suele dejar a quien la
vive, a los pies de los caballos,
dolorida, entumecida, en ocasiones colapsada, detenida, con la boca abierta,
caída… Sin fuerzas.
¿Sabes
que Ramón está muy bien? Ha rehecho su vida. Ha conocido a una chica y está
ilusionado, otra vez vivo. ¿Nos suena de algo ésto? Habitual, es
absolutamente, habitual, incorporado a nuestro código, expresivo, pero también,
claro, comprensivo. Ha rehecho su vida. Ha encontrado a alguien. Ya no está
solo, o sola. Uno siente cierta lástima al apreciar la torpeza de los
parámetros que permiten hacer, siempre, una interpretación tan limitada de una
expresión que, por encima de todo y en puridad, debería ensalzar al ser humano, dotarle
de valor, de coraje, de entereza, fuerza, determinación y propósito. A mí, esto, no me va a tumbar. En absoluto.
Podrá hacerme tambalear, dudar, llorar, entristecerme… Pero tumbarme, nunca. Esto,
dicho, pero, sobre todo, sentido, interiorizado, vivido, es lo mejor del ser
humano. Levantarse cuando te duele el cuerpo, el alma. Alzarse cuando tus
rodillas se han desollado, y sangran. A borbotones. Levantarse, erguirse,
rebelarse incluso. Pegar un grito, un puñetazo en la mesa, y seguir.
Pero para eso, para rehacer
la vida, tras una experiencia de ruptura sentimental seria, no hacen falta
otros imprescindibles. Claro que necesitamos apoyo, sí, por supuesto, de
nuestra gente, nuestros amigos, familia… O no. No sé. Pero uno rehace su vida
desde el instante en que entiende, capta e interpreta que algo que nació, duró
y pervivió, y nos dio estabilidad y seguridad, y ánimo y alegría, se acabó.
Desde ese minuto uno, desde ese
momento lúcido, aunque doloroso, se empieza a rehacer la vida. La conmoción,
primero, la sensación de ofuscación, impacto intenso. La ilusión de que todo ha sido un
mal sueño, la tristeza, la rabia… después. A veces el odio , siempre
dependiendo de la condición de damnificado en el complejo proceso
vivido y por vivir. Y la tranquilidad, progresiva, cierta paz, levantarse y
sentir que uno ha dormido algo, que ha podido no pensar. La percepción de una imagen en el espejo que dibuja una
sonrisa por la mañana. No se ha olvidado, pero ya no duele… No duele tanto, al menos. Y,
sin solución de continuidad, la paz estable, la mirada más clara, los recuerdos
suaves… Uno siente las piernas más
fuertes, el cuerpo más erguido, la cabeza más alta. Vuelven a aparecer
sensaciones, personas, objetos. Una cerveza al mediodía produce otra vez
placer, en el gaznate, y en la mente. Como una hormona que nos cuida, nos
alivia, nos acerca a lo cotidiano, con tranquilidad y sosiego.
El cine ya no hace sufrir. No nos recuerda a alguien. O
sí, pero sin dolor. Y sales y vas a cenar y ríes. Lees el periódico y las
noticias cobran significado… ¿Hace falta alguien pegado a tu chepa? No, simple
y llanamente, no. De ello dan fe miles, cientos de miles de personas. Son
ellas, y solo ellas las que han levantado el pabellón. Y lo han hecho desde el
dolor y el sufrimiento, claro, pero desde la convicción de que lo que no hagas
tú por ti no lo va a hacer nadie.
Y para ello, han hecho falta, como nutriente básico, las
etapas iniciales, esas que no te dejaban dormir, pero imprescindibles en todo
proceso de reorganización de corazón, alma y espíritu. Ha hecho falta la travesía del desierto. Ha alimentado,
abonado el siempre difícil proceso de revisión, introspección, reflexión y, por
supuesto, reorganización de lo que supone vivir. De cómo queremos hacerlo. De
cómo deseamos sentirlo. Como propio. Individual, intransferible.
El valor de uno mismo, la construcción desde dentro, a
veces la reconstrucción, claro. El valor de ubicarse, reubicarse, mirar hacia
atrás sin ira, sin rabia, aprender, recolocarse, buscar… y encontrar. Tu
espacio, tu sitio, tu mirada, tu sonrisa, tu manera de andar, conversar, estar
y permanecer. Es la buena, esta es la buena. La buena noticia. Has vuelto a ser
tú, pero mejorado, mejorada. Y los demás, pues eso, están bien donde están.
Algunos cerca, muy cerca alguno; pues
eso, muy bien. Pero desde la seguridad personal de que eres tú y solo tú quien
domina y controla tu vida. Tú las has rehecho. Desde el minuto uno. Y eso,
siempre, es especial.
Decía, nuestro
idioma es rico en matices y deberá cuestionar esta utilización del lenguaje, de
las palabras, de una expresión que si tiene razón de ser -y desde luego que la
tiene- es para definir la experiencia de volver a mirar el futuro, con o sin
alguien a nuestro lado, con otra perspectiva, desde otro prisma, en otro
escenario de prioridades. El valor del individuo por sí mismo, sin dependencia
aburrida del otro obligatorio. Aprender a rehacer la vida es un ejercicio que
merece respeto. Y el lenguaje, y cómo lo utilizamos, tiene mucho que decir al
respecto.
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