7 de septiembre de 2012

Rehacer la vida (2)





Rehacer la vida (2)
José Antonio Luengo



Hace ya unos años, en 2006, mandé unas reflexiones breves a El País (Cartas al Director) sobre las ideas que suelen estar en la base de la expresión “rehacer la vida”[1] y mi modesta oposición a considerar tal combinación de palabras (rehacer y vida) como una forma explícita de ligar y conectar nuevas formas de estar y ser tras una ruptura sentimental con, inexcusablemente, el encuentro de una nueva pareja con la que acompañar la existencia, el día a día, los sentimientos, las emociones, los sabores y los sinsabores…

Es decir, vaya, que si no encuentras nueva pareja, tras una más o menos traumática ruptura, no solo no puedes hallarte, encontrarte, orientarte, reorientarte, mirar, ser y transitar, sino que, casi, ni tienes derecho a ello. El lenguaje no es neutro ni aséptico; más bien al contrario, dibuja siempre un escenario, explícito, preciso, parcial, con carga y peso emocional. No es lo mismo decir una cosa que otra y, en el caso que nos ocupa, hablar de rehacer la vida, viene a precisar un contexto en el que, ya se ha dicho, la referencia al otro, como obligatorio e imprescindible, reduce al mínimo la competencia y capacidad de cada persona para reorganizar sus cosas tras una experiencia traumática que, bien es verdad, suele dejar a quien la vive, a los pies de los caballos, dolorida, entumecida, en ocasiones colapsada, detenida, con la boca abierta, caída… Sin fuerzas.

¿Sabes que Ramón está muy bien? Ha rehecho su vida. Ha conocido a una chica y está ilusionado, otra vez vivo. ¿Nos suena de algo ésto? Habitual, es absolutamente, habitual, incorporado a nuestro código, expresivo, pero también, claro, comprensivo. Ha rehecho su vida. Ha encontrado a alguien. Ya no está solo, o sola. Uno siente cierta lástima al apreciar la torpeza de los parámetros que permiten hacer, siempre, una interpretación tan limitada de una expresión que, por encima de todo y en puridad, debería ensalzar al ser humano, dotarle de valor, de coraje, de entereza, fuerza, determinación y propósito. A mí, esto, no me va a tumbar. En absoluto. Podrá hacerme tambalear, dudar, llorar, entristecerme… Pero tumbarme, nunca. Esto, dicho, pero, sobre todo, sentido, interiorizado, vivido, es lo mejor del ser humano. Levantarse cuando te duele el cuerpo, el alma. Alzarse cuando tus rodillas se han desollado, y sangran. A borbotones. Levantarse, erguirse, rebelarse incluso. Pegar un grito, un puñetazo en la mesa, y seguir.

Pero para eso, para rehacer la vida, tras una experiencia de ruptura sentimental seria, no hacen falta otros imprescindibles. Claro que necesitamos apoyo, sí, por supuesto, de nuestra gente, nuestros amigos, familia… O no. No sé. Pero uno rehace su vida desde el instante en que entiende, capta e interpreta que algo que nació, duró y pervivió, y nos dio estabilidad y seguridad, y ánimo y alegría, se acabó. Desde ese minuto uno, desde ese momento lúcido, aunque doloroso, se empieza a rehacer la vida. La conmoción, primero, la sensación de ofuscación, impacto intenso. La ilusión de que todo ha sido un mal sueño, la tristeza, la rabia… después. A veces el odio , siempre dependiendo de la condición de damnificado en el complejo proceso vivido y por vivir. Y la tranquilidad, progresiva, cierta paz, levantarse y sentir que uno ha dormido algo, que ha podido no pensar. La percepción de una imagen en el espejo que dibuja una sonrisa por la mañana. No se ha olvidado, pero ya no duele… No duele tanto, al menos. Y, sin solución de continuidad, la paz estable, la mirada más clara, los recuerdos suaves… Uno siente las piernas más fuertes, el cuerpo más erguido, la cabeza más alta. Vuelven a aparecer  sensaciones, personas, objetos. Una cerveza al mediodía produce otra vez placer, en el gaznate, y en la mente. Como una hormona que nos cuida, nos alivia, nos acerca a lo cotidiano, con tranquilidad y sosiego. 

El cine ya no hace sufrir. No nos recuerda a alguien. O sí, pero sin dolor. Y sales y vas a cenar y ríes. Lees el periódico y las noticias cobran significado… ¿Hace falta alguien pegado a tu chepa? No, simple y llanamente, no. De ello dan fe miles, cientos de miles de personas. Son ellas, y solo ellas las que han levantado el pabellón. Y lo han hecho desde el dolor y el sufrimiento, claro, pero desde la convicción de que lo que no hagas tú por ti no lo va a hacer nadie.

Y para ello, han hecho falta, como nutriente básico, las etapas iniciales, esas que no te dejaban dormir, pero imprescindibles en todo proceso de reorganización de corazón, alma y espíritu. Ha hecho falta la travesía del desierto. Ha alimentado, abonado el siempre difícil proceso de revisión, introspección, reflexión y, por supuesto, reorganización de lo que supone vivir. De cómo queremos hacerlo. De cómo deseamos sentirlo. Como propio. Individual, intransferible.

El valor de uno mismo, la construcción desde dentro, a veces la reconstrucción, claro. El valor de ubicarse, reubicarse, mirar hacia atrás sin ira, sin rabia, aprender, recolocarse, buscar… y encontrar. Tu espacio, tu sitio, tu mirada, tu sonrisa, tu manera de andar, conversar, estar y permanecer. Es la buena, esta es la buena. La buena noticia. Has vuelto a ser tú, pero mejorado, mejorada. Y los demás, pues eso, están bien donde están. Algunos cerca,  muy cerca alguno; pues eso, muy bien. Pero desde la seguridad personal de que eres tú y solo tú quien domina y controla tu vida. Tú las has rehecho. Desde el minuto uno. Y eso, siempre, es especial.

Decía, nuestro idioma es rico en matices y deberá cuestionar esta utilización del lenguaje, de las palabras, de una expresión que si tiene razón de ser -y desde luego que la tiene- es para definir la experiencia de volver a mirar el futuro, con o sin alguien a nuestro lado, con otra perspectiva, desde otro prisma, en otro escenario de prioridades. El valor del individuo por sí mismo, sin dependencia aburrida del otro obligatorio. Aprender a rehacer la vida es un ejercicio que merece respeto. Y el lenguaje, y cómo lo utilizamos, tiene mucho que decir al respecto.


[1] http://elpais.com/diario/2006/08/27/opinion/1156629606_850215.html

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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