Jugar
a las chapas
José
Antonio Luengo
De niño jugué mucho a las chapas. Un juego de amigos. Con
mis amigos, reunidos en ese espacio mágico que deleita y abre la mente cuando la vida
es una realidad para ser absorbida a borbotones. Eso es la infancia, un tiempo, y un lugar, en los que el corazón se esponja y vuela. De un sitio a otro, impulsado por la necesidad de jugar, de saltar, de hacer... En compañía, con la alegría de
estar con los tuyos, con tiempo por delante, en ese momento en que el ocio o las
vacaciones tendían a acunarnos, protegidos de otros mundos, absortos en el
disfrute, la alegría compartida, la imaginación, la ilusión por estar y hacer
con los otros, en la calle, dejados a un lado los libros, los deberes y otras
presiones.
Las chapas, además de un juego que trascendía las calles,
barrios, pueblos y ciudades (todos los niños y niñas, viviéramos donde viviéramos, jugábamos a las chapas), supusieron
también un contexto de curiosa investigación. Chapas de ciclistas o de
futbolistas, chapas rellenas de plomo, adecuadamente aplanado y recortado, o de
masilla utilizada en la época en las juntas de los cristales en las ventanas;
chapas vestidas, también, de pasta de
papel. Trabajadas en su base con un martillo (que alisaba cuidadosamente la
superficie para facilitar su desplazamiento), o, simplemente, en bruto; abiertas como una
flor, delicadamente, con precisos alicates, o limadas en sus bordes para favorecer
un limpio y poco agresivo golpeo con el oportuno dedo; normalmente el corazón.
En ocasiones el índice.
Un mundo de artesanía, tecnología
e innovación pensado y vivido para pasar el rato; el rato no, más bien las horas. Para
reunirnos, hacer equipos, campeonatos, clasificaciones. Un mundo para la
conversación también. Para seguir mejorando, haciendo nuestras las mejoras, los
prototipos. Un mundo para estar juntos, en la calle, nuestra calle. La mirada y
la voz, las risas y las carreras, como espacio para la relación, y la
comunicación. Y para aprender juntos, muchas cosas.
Hace poco han caído en mis manos unas fotos familiares. En ellas aparezco jugando a las chapas en la compañía de mis hermanos. Los recuerdos de la infancia se nutren con las fotos; de ellas surgen, otra vez, los colores, los olores, las sensaciones, las risas del momento. Un momento único, irrepetible. Cargado de imágenes en paralelo. Y de sonidos, charlas y conversaciones. Las que manteníamos entre nosotros, en la confianza del grupo, con su espontaneidad y complicidad. Con mucha complicidad. O las que manteníamos con nuestra madre, mientras jugábamos en la calle, que avisaba de la hora de entrar en casa o de que el bocadillo estaba listo. ¡Madre mía!, nunca mejor dicho, los bocadillos de tortilla fría que me habré comido mientras sentados, los amigos, charlábamos de nuestras cosas, mil cosas, del último partido jugado, o de la nueva tecnología (para las chapas) que había diseñado alguno de la panda… La sonrisa en nuestra cara, la alegría en grupo, la mirada fresca, las ganas de seguir ahí, con ellos. Las ganas de retrasar, por favor, la orden de vuelta a casa que indefectiblemente iba a llegar antes o después. Sentados en el suelo, o en los bancos; o tumbados en la hierba, mirando al cielo. A veces estrellado. En las noches de verano. Sin tener que levantarse temprano a la mañana siguiente. Con el curso terminado. Con los padres a sus cosas. Y nosotros a lo nuestro. Imaginando, creando juntos, y construyendo, también, los mejores cimientos de nuestro mundo interior. Sin darnos demasiada cuenta. Pero siempre con ellos, con tus amigos.
Hace poco han caído en mis manos unas fotos familiares. En ellas aparezco jugando a las chapas en la compañía de mis hermanos. Los recuerdos de la infancia se nutren con las fotos; de ellas surgen, otra vez, los colores, los olores, las sensaciones, las risas del momento. Un momento único, irrepetible. Cargado de imágenes en paralelo. Y de sonidos, charlas y conversaciones. Las que manteníamos entre nosotros, en la confianza del grupo, con su espontaneidad y complicidad. Con mucha complicidad. O las que manteníamos con nuestra madre, mientras jugábamos en la calle, que avisaba de la hora de entrar en casa o de que el bocadillo estaba listo. ¡Madre mía!, nunca mejor dicho, los bocadillos de tortilla fría que me habré comido mientras sentados, los amigos, charlábamos de nuestras cosas, mil cosas, del último partido jugado, o de la nueva tecnología (para las chapas) que había diseñado alguno de la panda… La sonrisa en nuestra cara, la alegría en grupo, la mirada fresca, las ganas de seguir ahí, con ellos. Las ganas de retrasar, por favor, la orden de vuelta a casa que indefectiblemente iba a llegar antes o después. Sentados en el suelo, o en los bancos; o tumbados en la hierba, mirando al cielo. A veces estrellado. En las noches de verano. Sin tener que levantarse temprano a la mañana siguiente. Con el curso terminado. Con los padres a sus cosas. Y nosotros a lo nuestro. Imaginando, creando juntos, y construyendo, también, los mejores cimientos de nuestro mundo interior. Sin darnos demasiada cuenta. Pero siempre con ellos, con tus amigos.
Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Sinceramente lo
creo. Cumplida ya cierta edad, según vamos madurando, es decir, echando años a la espalda, existe una
cierta tendencia a repasar lo pasado, a mirar atrás, recapitular a veces o,
simplemente, recordar. Lo hacemos con frecuencia. Esta tendencia a pensar en lo recorrido
con anterioridad y pensar en lo que vivimos antaño tiene cierta lógica toda vez
que los acontecimientos que nos llegan en el presente, los que vivimos en el
día a día, lo que nos pasa o les pasa a quien conocemos, son más fácilmente
comprensibles si los comparamos con lo que ya ocurrió, lo que sucedió, aquello
que situó nuestra experiencia en el mapa
que hemos ido trazando mientras vivíamos. Un mapa real, construido poco a poco,
expansivo, en ocasiones explosivo, suave y plácido en otras. Cargado también de
accidentes, esos que nos permitieron
ver salidas y caídas que nunca hubiéramos imaginado. Los caminos que
recorrimos, las experiencias que tuvimos, las personas con las que crecimos,
los amigos del alma, los conocidos, aquéllos que significaron algo y los que
no. El mundo que habitamos, con sus ritmos, cadencias, música, monstruos y
salvadores. Con sus demonios y ángeles.
Tendemos a comparar. Lo actual y lo pasado. Lo que ocurre y pudo ocurrir, años atrás. En nuestra vida, pero no solo. En la vida, en general. Comparamos vivencias, sensaciones, sentimientos, experiencias, ideas, miradas, amores, silencios y alegrías. Comparamos, claro, el dolor con el dolor vivido, la angustia con la ansiedad pasada, la ilusión presente con la ilusión sentida, años atrás. Y comparamos, también, valores. Los que, lo queramos o no, galvanizan la experiencia y decisiones adoptadas, y explican su sentido y orientación. Comparamos porque hemos vivido, muchos ya mucho; y guardado, almacenado hechos y momentos sustanciales en el proceso. Hechos y momentos que abrieron o cerraron puertas, abrazaron o laminaron ilusiones, intenciones, deseos o la fuerza que llegamos a sentir en nuestro interior; para ser, crecer, casi volar, del presente al futuro. Para construirnos un futuro.
Pasados los cincuenta corremos el riesgo de comparar
demasiado. Y ser, un poco, el abuelo
cebolleta que siempre tiene una anécdota para dar comentar lo último que
escucha, ve o vive incluso. Batallitas, películas, que pretenden dar respuesta a los porqués de lo que ocurre, a cada cosa nueva digna de ser
comentada. Procuro huir como de un
nublado de esa pose de sabelotodo ante las cosas y ante los demás, sobre todo si son más
jóvenes que tú; cosa (estar rodeado de gente más joven) que, por otro lado, cada vez se da con más frecuencia. Metidos
en este mundo en que la comunicación anida de modo especial en lo virtual y en
las pantallas, e inquieto por el escaso valor de la calle como espacio
educativo en nuestra organización social, he de reconocer que pensar en las
chapas y en cómo jugábamos por aquel entonces
me ha hecho pensar en la posibilidad de hacer alguna comparación. Aprovechada,
sin duda. Pero no lo voy a hacer. Cada tiempo tiene su momento y cada momento
abre la puerta al tiempo. Al tiempo que permite a los seres humanos encontrarse
con su propio yo, conocerse,
reconocerse. Y estar, ser, construirse día a día. Y ahora parece tocar lo que
toca.
Aún conservo mis chapas. Las de mis últimos tiempos en el suelo, en pantalones con
rodilleras… Qué invento las rodilleras. Atrás quedaron otras, de ciclistas, fantásticas. Elaboradas
con una tecnología que permitía un deslizamiento suave y preciso… Hace tiempo
que no las veo. Les echaré un vistazo un día de estos. Y procuraré recordar.
Todo lo que pueda. Y sonreír. Echo de menos tumbarme de noche y mirar las
estrellas, con mis amigos. Y charlar. E imaginar el mundo que íbamos a construir
juntos. Tengo que volver a hacerlo. Este verano, sin falta.
Me has vuelto a emocionar de nuevo, José Antonio. Excelente reflexión que no le falta de absolutamente nada. Y se nota que andamos por la misma edad, porque los recuerdos son similares... ¡Hay que ver lo felices que éramos con tan poco! La verdad es que ahora podemos ser también felices en ciertos momentos, pero creo que esa felicidad no la sentimos del mismo modo que como cuando éramos tan inocentes y sin ninguna preocupación. Se puede ser muy, muy feliz hoy en dia, y eso se lleva desde dentro y le toca a cada uno el esfuerzo de sacarlo afuera. Antes, también vivíamos más integrados en la naturaleza y ahora es el cemento lo que nos rodea, eso también cambia el escenario…. A mi me encanta de vez en cuando, y gracias a tu reflexión, recordar el pasado y lo feliz que fui, para darme cuenta de lo afortunado que soy de las experiencias que he vivido. Y de lo malo, método fácil: sacar lo positivo de ello. Se puede ser feliz todos los días!!! Un saludo, José Antonio, de parte de un fan tuyo.
ResponderEliminarUna vez más gracias, amigo anónimo.
Eliminarde nada, j.a. y si queremos conocer las reflexiones de un niño sobre el hecho de "madurar", he aqui un video muy simpatico. A disfrutarlo!!!
Eliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=brYtzu8aH0c
En una de las fotos querría identificar a Rexach, Migueli, Neskens (?), Cruyff ("pelotero caro donde los haya")...
ResponderEliminarRecuerdos de la "Colonia", el partido de fútbol de los domingos en el campo de atrás (fútbol, mucho fútbol, ¿quizás demasiado?), jugar al escondite, las bicicletas (esas primeras bicis "de carreras"), el quiosco "del manco",...
¡Cuánto tiempo...!
Espero que te vaya bien.
Recuerdos fantásticos. Pero lástima no saber quién eres!
Eliminar"Barre".
EliminarUn saludo.