José
Antonio Luengo
Al menos una vez en la vida… Hay muchas cosas que tendríamos que vivir, al menos, una vez en la vida. No es para menos. Vivimos sin parar. Ni de noche paramos. La mente sigue y sigue. Con su discurso surrealista, a veces, plomizo. O vívido y evidente en otras ocasiones. Pero elocuente casi siempre. Vivimos sin parar. Desde que nacemos se pone en marcha la maquinaria, dirigida por un cerebro que lucha denodadamente por capturar, comprender, adaptarse e interactuar con todo lo que se le viene encima. El factor sorpresa supone la gasolina de este proceso. Porque todo es nuevo. Una sorpresa que dilata nuestras pupilas. Porque impresiona, sorprende, abre y cultiva la curiosidad. Una mariposa que revolotea a nuestro alrededor se convierte, sin más, en el más preciado tesoro. Se mueve, vuela… Parece incluso que quisiera jugar con nosotros. Pero escapa cuando acercamos la mano. Hasta oímos su risa traviesa. No me pillas, te dice… El sonido de las cosas al caer, las voces de los nuestros, los rostros nuevos, montar en el coche, luces y colores. Sensaciones mil, todas ellas intensas, por desconocidas. Nuevas en nuestro mundo. Durante un tiempo.
Lo nuevo sigue surgiendo. Lo ya
visto está ahí, también. Pero no acelera el corazón ya. Deja de hacerlo. Está
registrado, inscrito. Reconocido como habitual. La mariposa no nos hace volver
la mirada. O lo hacemos de soslayo. Y ella, no lo apreciamos, nos mira triste.
Buscará otros ojos, otras miradas, otras mentes ávidas por su movimiento.
Pero, según crecemos, cosas nuevas surgen,
experiencias de aquí y allá. Que sobresaltan y catapultan nuestro interés.
Porque la vida es mucha vida. El mundo, mucho mundo… La existencia, mucha
existencia. Lo apreciamos especialmente cuando el amor, y lo que trae consigo,
hace acto de presencia. Ya somos adolescentes, dicen... El amor romántico. Surge de repente, de manera
inesperada, brusca en ocasiones. Inunda nuestra vida. De emociones
incontrolables. El corazón explota, alimentado por mil mariposas revoloteando.
Es como una lección de vida. Dejaste de mirarme, de admirarme. Ahora te
inquieto, de otra manera, te dice. El desasosiego anida y captura nuestro interior.
Y no podemos quedarnos quietos. Ni dejar de pensar. Deseamos ver, estar, tocar,
acompañar. Sin parar. Deseamos que el tiempo corra, vuele; para repetir, para
revivir, para zambullirse… Y dejarse ir. Y, cuando estamos, deseamos
que el tiempo se pare, que no pasen los segundos, que se detenga la vida, el
mundo, que me dejen así, como estoy, a su lado, a su lado. Que no me toquen,
que no me digan, que no hablen. Así, así, a su lado. Solo eso, por favor. Y que
no se acabe.
Porque cuando se acaba ese momento mágico y extraordinario … Todo
parece terminarse. Eso parece, al menos. ¿Será, habrá sido, un sueño? Es que no
quiero que esto termine. Y no paramos de movernos en la cama, inquietos,
intranquilos. La desazón nos aturde. El teléfono surge como nexo, como cable,
enlace en las ondas. Cuelga tú, no cuelga tú. Pero casi es una
condena. Casi quedas peor al dejar de oír su voz. Pero eso era antes, claro.
Ahora la condena tiene forma de terminal intergaláctico. Y nombre de
escupitajo. Whatsapp[1]. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa
contigo? En versión de tonto enamorado, ¿cómo estás, cariño…? Todo
ello diez segundos después de haber dejado de estar a su lado. Dime,
¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Me echas de menos? ¡Te echo de menos! ¿Aún me
quieres?
El tiempo pasa. El flujo y
reflujo hormonal pierde influencia en el normal existir. Y las cosas,
aparentemente, pierden intensidad fisiológica. La ebullición va
quedando atrás. Y somos presa, progresivamente, del poder de nuestra corteza
prefrontal. La función ejecutiva entra en escena. Poco a poco, pero entra. Y
con ella, el valor de las reglas, del orden, del criterio, de la conciencia
crítica. Se hacen planes, desarrollan programas, se evalúan resultados. Se
analiza, se estudia, y se responde, más que reaccionar. Es el momento del
establecimiento de metas, de la anticipación, de la autorregulación… La
optimización de procesos cognitivos al servicio de la resolución de
situaciones complejas. Es el momento pleno de control atencional, la
organización temporal de la conducta, el sentido de la responsabilidad hacia sí
mismo y los demás o la capacidad empática. Atrás, pues, quedan (¿deberían
quedar?) la inmadurez y la impulsividad, reflejo del poder ejercido por el
circuito mesolímbico y de la dopamina en la adolescencia.
Poco a poco, la función ejecutiva
toma el control. Pero, afortunadamente, no del todo. Porque el amor romántico
sigue a su ritmo, disparándose por aquí y por allá. Como un resorte
irresistible, el amor romántico acecha en cada esquina, burla los controles de
la lógica, se introduce, sinuoso, por cada hueco, imperceptible. Y, a veces, no
siempre, estalla, convulso, excitado. Impredecible. A cualquier edad. El amor romántico,
afortunadamente, sigue vivo. Y guía, también nuestras vidas. No siempre,
precisamente, hacia la felicidad. No siempre. Muchas veces hacia el más triste
de los infortunios, de las desesperanzas. Pero una vez brotado, se hace
imposible dejar de sentirlo. Imposible aplastarlo. Liquidarlo. Ni todas las
fuerzas de nuestro flamante poder ejecutivo puede con él. El amor romántico
envuelve, y nos vuelve tarumbas, atolondrados, medio locos. Nos
funde en un mar de sentimientos incontrolables. Y confunde el intelecto. Lo
hace quebradizo, delicado. No sirven los planes, la anticipación. No valen las
certezas. ¿Qué son las certezas? Solo soñar, pensar, querer, amar, desear. Solo
queda la emoción por, otra vez, ver, estar, tocar, acompañar. Sin parar. Desear
que el tiempo corra, que vuele; para repetir, para revivir, para zambullirse… Y
dejarse ir. Dejarse ir. ¿Dónde? ¡Qué más da! Porque lo ejecutivo no funciona.
Lo hace, funcionan, la emoción y el sentimiento. Y lo hacen a todo ritmo,
intensos, como si nuestra vida dependiera de ello. Tal vez sea así.
Lo emocional domina, otra vez.
Afortunadamente lo hace. Incluso en tierra enemiga. Lo ejecutivo amenaza
con entrar, con irrumpir, con sus reglas, sus cartabones, sus calibradores. Lo
intenta sudoroso, enojado, embravecido. Lo intenta una y otra vez. Y una y otra
vez tropieza, cae, se desmorona. Está en territorio hostil para la razón y el
control. La atmósfera le asfixia. Y suele rendirse… y esperar mejor ocasión
para intervenir.
Una vez en la vida deberíamos
poder sentir así. Sentirnos morir de amor. Correspondido o no. Mejor el
primero, pero. Sentirse morir. Porque, sentirse morir, por amor, es
vivir. Vive. No hay otra. Ama. Y haz que cada experiencia, sin duda, sea
única, aunque muera un día. Vive, ama, desea. Esas noches, las miradas, las
manos que se tocan, los labios que se acercan y solo, solo, se rozan. El beso
en la comisura de los labios, el perfume, suave, taladrando. Perforando todo. Inundando de
eternidad el momento. Sentiré calor solo pensando en ti. Y mi corazón latirá
otra vez. Vibrará, abrazará cada segundo. Acariciando el momento, aquel
momento. Las manos, el tacto, la mirada. El mundo, en ese instante, puede
esperar. Porque, ¿qué es el mundo en ese instante? Vosotros dos, uno casi. Casi
un alma, casi un cuerpo. La comisura de la boca. Rozada. Casi sin sentir. Ya no
se olvidará. No cambies nunca. Mi alma depende de ello. No habrá noche que no
estés en mí. Aunque ya no estés. Esa es, o puede ser, el hechizo del amor[2]
La canción que Cole Porter dedicó
a su mujer, Linda, representa un bello ejemplo del poder del amor… Sobre todo
lo demás. Un ejemplo. Una vez en la vida, al menos, sentirse así. Todo al
final pasa, se acaba, se difumina. Pero el momento, los momentos, nos hacen
inmortales. Y eso, solo eso, ya es mágico. Como la propia vida. Una vez en la
vida, al menos. Sentir, sentirse así. Dejarlo todo, dejarse ir. Morir un poco
cada vez. Para vivir siempre.
Una canción para llevársela. Contigo
Every Time We Say Goodbye
Cole Porter
Cole Porter
Everytime we say goodbye
I die a little
Everytime we say goodbye
I wonder why a little
Why the gods above me
Who must be in the know
Think so little of me
They allow you to go
When you're near
There's such an air
Of spring about it
I can hear a lark somewhere
Begin to sing about it
There's no love song finer
But how strange the change
From major to minor
Everytime we say goodbye
There's no love song finer
But how strange the change
From major to minor
Everytime we say goodbye
[1] A veces esta suerte de comunicación acaba en tortuoso
control… Ejemplos no faltan. Y son de rabiosa actualidad.
[2] http://blogluengo.blogspot.com.es/2012/09/existe-el-amor-ocho-razones-para-pensar.html
me viene a la cabeza un poema de Lope de Vega, que viene a explicar qué pasa dentro de uno cuando se llena de amor:
ResponderEliminarDesmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.