José
Antonio Luengo
Recordar es una suerte de magia. Traer
a la memoria propia algo percibido, aprendido o conocido, o retener algo en la
mente. Y también, como verbo transitivo, hacer que alguien tenga presente una
cosa, un hecho, una circunstancia. Y los sinónimos, evocar, rememorar,
conmemorar, acordarse, mencionar, aludir, invocar, recapitular…
Hoy quiero pensar específicamente
en esa acepción, y experiencia, que nos acerca la idea de hacer visible algo
que no lo era hasta un momento preciso, ese en que una acción explícita o un
hecho o una vivencia personal lo trae directamente a mi mente. Y la mueve y
conmueve. Y hasta remueve. Un poco o mucho. Te endulza o amarga el día, o el
momento. A veces, simplemente, provoca una sonrisa, intemporal; que para quien
te ve o mira, en ese instante, puede suponer un gesto alejado de lo que pasa en
ese momento. Y puede llegar a ser, incluso, hasta impertinente, en el sentido de
inoportuno, hasta indiscreto, del término. O, tal vez, genera una mueca de pena
o dolor, que pasa quizás inadvertida mientras andamos por la calle, mantenemos
una conversación o sencillamente hacemos lo que ordinariamente hacemos mientras
trabajamos, miramos la pantalla de nuestro ordenador o estamos sentados
esperando algo o a alguien.
Los recuerdos son huellas de lo
pasado, de lo acontecido, de lo que hicimos, pensamos, sentimos. De cada
instante de nuestra vida. Cubren silenciosa y
escrupulosamente el recorrido que hemos hecho y hacemos como personas. Tapizan
sutilmente ese suelo, sin estridencias aparentes. Esperando su momento, ese en el que
esperan aparecer en la mente, ser protagonistas; y, en ocasiones, explicar o
dar sentido a un hecho, una respuesta, una manera de ver o interpretar las cosas.
Si echamos la vista atrás, somos
capaces de percibir un camino, un sendero que hemos ido transitando[2] desde que nacimos.
Millones y millones de segundos de nuestra vida que impresionaron nuestros
sentidos, creando la estructura cerebral que configura y soporta nuestra
conducta. Abriendo vías, cerrando espacios, cubriendo huecos, organizando el
mundo. Los recuerdos están ahí, siguen ahí. Como fotografías, más o menos
animadas, más o menos nítidas y recurrentes de situaciones que un día, hace más
o menos tiempo, vivimos. Pero no todos los recuerdos forman parte de nuestra
vida consciente. Más bien son los menos estos.
Aunque parezca obvio, no está demás
aclararlo. Un recuerdo es algo que se recuerda. Porque, realmente, ¿podemos
hablar de un recuerdo cuando no lo recordamos? Más bien, no. Podemos tenerlo in mente o presente casi de forma permanente,
aflorando con facilidad en nuestro día a día. O formar parte de esos recuerdos
que solo surgen de vez en cuando surgen, pero están muy cerca y accesibles. Casi cualquier cosa los suscita. Y no tienen que
ser precisamente recuerdos de cosas muy recientes. Podemos estar refiriéndonos
a hechos vividos hace mucho tiempo pero que forman parte explícita de los que
somos hoy. Y nos damos cuenta de ello.
Y hay recuerdos que no suelen acompañarnos, pero que reaparecen fácilmente
con ayudas específicas, ligados por ejemplo una situación concreta, a una
conversación, al encuentro fortuito con alguien a quien hace tiempo que no ves,
a la lectura de una carta (claro, mejor, de un email), a reuniones familiares
habituales, a una canción (los recuerdos de amor romántico son muy sensibles a
las canciones, esas que llamamos las canciones de nuestra vida…) o a una imagen
(ver fotografías, por ejemplo, nos transporta con facilidad a espacios, tiempos
y vivencias, provocando multitud de sensaciones y recuerdos…). Los que
almacenamos son, a mi entender, hechos, situaciones, pensamientos, afectos… Que
adquieren el papel de recuerdo cuando se hacen presentes. Y conscientes.
Sin contar los hechos que formaron parte de nuestra vida antes de la denominada edad o frontera del recuerdo, que los expertos señalan como media en torno a los tres años y medio (antes de esta edad, poco o nada se recuerda), todo está ahí, esperando,
insisto. Esperando su momento para mostrarse, asomar, incluso exhibirse. Pero pocos
son los hechos ya vividos que cobran y cobrarán vida física y mental en nuestro
día a día. Muchos, además, que hemos vivido recientemente. Irrelevantes, apenas
han supuesto impacto en nuestro hacer, ser, pensar o sentir. Simplemente olvidados,
y alojados vaya usted a saber dónde. Otros
importantes, si bien especialmente ocultos en el desarrollo de fenómenos represivos, apelando al psicoanálisis, y
señalando ese proceso psíquico o mecanismo del cual se sirve una persona para
rechazar representaciones, ideas, pensamientos, hechos o deseos y mantenerlos
en el inconsciente; ese espacio privado y normalmente inaccesible, donde
residen innumerables experiencias, pensamientos y sentimientos que están fuera
del repertorio de pensamientos de los que somos conscientes y que, de algún
modo, permanecen escondidos. El agujero de lo
inconsciente. Oscuro e insondable, pero imprescindible
también para entender quiénes somos, por qué somos como somos, cómo pensamos,
qué nos emociona y nos hace sentir (merece la pena citar aquí a Lacan y su frase
“el inconsciente, ustedes que me
preguntan si existe, les digo no existe, insiste en las formaciones del
inconsciente”. Ya sabemos, pues. No existe… Pero insiste. En esto, no
obstante, no vamos a entrar, mejor.
Los recuerdos son fundamentales
en nuestra vida, entre otras cosas, porque el acceso a los mismos habilita la
recreación de emociones específicas (que en su día vivimos y sentimos), mientras
sucedía (y nos sucedía) lo que sucedía. Recordar supone, así, evocar
sensaciones y pensamientos, pero, sobre todo, emociones. El color de nuestras
experiencias, el tejido que lee e interpreta nuestra existencia, nuestros
deseos, impulsos, motivaciones, intenciones y, el motor de búsqueda hacia la acción.
La memoria, así, nos hace ser quienes somos y saber quiénes somos.
Recordar conscientemente, como un
ejercicio específico de nuestra mente (y alma) es imprescindible para
conocernos mejor y comprender de mejor manera nuestras inercias, derivas,
tozudeces, formas de capturar la realidad, y adaptarnos, o no, a ella, interactuar
con ella, criticarla, intentar modificarla. Crecer y madurar. Hacer el
esfuerzo. Es como leer el libro de tu propia historia. Recordar nos permite
darle forma y configurar lo que hemos ido escribiendo con cada hilo de aliento
que hemos aportado a nuestra existencia. La vida que hemos vivido es nuestra
historia. Y recordarla supone adentrase en el libro de tus sueños, temores,
deseos, ansiedades, ganas, reservas y valor. También en tu presente. Pero,
sobre todo, en tu futuro. Porque recordar tu historia, tus historias,
conscientemente, como quien elige un libro de su biblioteca o de la librería para
solazarse en él, te guía, sin duda, en el paso siguiente que vas a dar. En
ocasiones, por ejemplo, decidiendo mostrarte. A quien lleva tiempo sin saber de
ti. O, tal vez, encontrando un porqué a lo que paso o hiciste. Y claro, esto,
otra vez, permite que veas con más claridad. Todo lo que aún está por llegar. Desde
el instante después de cerrar los ojos esa misma noche y dormir.
Es un día de principios del otoño. En el jardín de mi casa. Un partido de chapas. Mis hermanos, y algún amigo que nos acompaña, mayores que yo todos, según recuerdo. Es lo que tiene ser el pequeño de cuatro hermanos. Solían darme pal pelo. Esto de las chapas se me daba bien, pero jugar con mis hermanos mayores era o solía ser otra historia. A perder tocan. Esa era la canción normalmente. Claro, fui creciendo y mejorando la técnica y esas cosas. Y algún partido terminé ganando. Más de uno. Jugaba ya con cierta ventaja. Mis hermanos habían perdido el interés que algunos años atrás mostraban. Pero a mí eso me daba igual. Jugar a las chapas[1]. Con tu gente. Aun perdiendo. Cara de preocupación en una de las fotos. La estrategia a seguir, la decisión a adoptar, el movimiento aquí y allá de mis jugadores. La tensión del momento, las ganas de ganar alguna vez o algo… Los espectadores, mi hermano Carlos en la foto. Con cara también de pensar en cómo salir del entuerto en que seguro me encontraba antes de decidir que hacía.
En la segunda foto, mis hermanos Carlos y Gerardo y abajo, conmigo, Fernando un amigo de mis hermanos, y mío, claro. Una foto de pose, ésta. Para que el partido pasara a la posteridad.
Está claro que lo hizo. Y hoy me sirve para evocar historias de mi vida, atraparlas otra vez, revivirlas, capturar las emociones que suscitaban. Y volver a sentirlas. Con aire nostálgico, sí. ¿Y qué? El recuerdo te permite volver, en otra dimensión está claro. Pero volver al fin y al cabo. Y, tal vez, descolgar el teléfono (qué antiguo queda eso) y hacer alguna llamada. O mandar un mensaje. O simplemente pensar un poco. Y soñar también. No todo quedó registrado, sin duda. Pero la memoria tiene sus trucos, recreando con cierta “imaginación” y completando lo que falta. Tampoco importa demasiado. Ningún recuerdo es completo.
Aún conservo mis chapas. Las de mis últimos tiempos en el suelo, en pantalones con rodilleras… Qué invento las rodilleras. Atrás quedaron otras, de ciclistas, fantásticas. Elaboradas con una tecnología que permitía un deslizamiento suave y preciso… Hace tiempo que no las veo. Les echaré un vistazo un día de estos. Y procuraré recordar. Todo lo que pueda. Y sonreír. Echo de menos tumbarme de noche y mirar las estrellas, con mis amigos. Y charlar. E imaginar el mundo que íbamos a construir juntos. Tengo que volver a hacerlo.
Elige un recuerdo, o más de uno. Y disfruta. las imágenes ayudan. pero no solo.
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