José Antonio
Luengo
No es fácil siempre interpretar
el alcance, la dimensión y, por supuesto, las posibles consecuencias de los
muchos conflictos que, por razón natural de convivencia y relación continuada,
podemos observar entre nuestros alumnos en los centros educativos. No lo es. Y
es esta una de las principales preocupaciones de maestros, profesores y centros
educativos para atender adecuadamente la cada vez más frecuente demanda de
atinar siempre y a la mayor brevedad en la más adecuada respuesta, la más
correcta medida a lo observado. La RAE define el término conflicto como lucha, pelea, apuro, situación desgraciada y de difícil salida.
Aunque puede hablarse técnicamente de conflictos interiores, apelando a estados personales que definen la duda para salir o resolver una situación que nos está costando gestionar, en términos
generales, podría entenderse el conflicto como una situación en la que dos o más individuos
con intereses diferentes y contrapuestos entran en confrontación o emprenden
acciones mutuamente opuestas, con el objetivo de neutralizar, contrarrestar o
dañar a la parte que se considera rival. Se trata por tanto de una crisis, de un atasco
en la relación entre al menos dos personas, con más o menos agitación y encrespamiento o irritación. Y
puede, claro, ser más o menos duradero. Y virulento. No obstante, hablamos de
confrontación, de intereses contrapuestos claros y evidenciados. La cosa puede
llevar a escenarios de intercambio verbal o incluso físico, con más o menos
impacto para quienes lo observan por
cualquier razón al estar cerca del mismo, física y/o psicológicamente.
Conflictos entre iguales, entre compañeros, ya se ha
dicho, hay muchos a lo largo de los largos periodos en que unos y otros
comparten aulas, pasillos, recreos y, también, redes sociales. Y hay enfados, y
peleas, que duran más o menos, como hay hermanamientos, alegrías compartidas e
incombustibles. Conviviendo aprendemos a vivir
con los otros, es decir, a ganar, y también a perder; a ceder, a callar o a
hablar; a argumentar y defender nuestras ideas, a comprender las de los demás, a
ponernos en su lugar; a tolerar; a compadecer y a ayudar. Y, cómo no, a ver
frustradas nuestras expectativas o ilusiones. Y seguir caminando, no obstante, un
poco más fuertes cada día. Los conflictos marcan nuestra vida. Y nuestros
alumnos suelen salir mejores personas conforme van enfrentándose a ellos,
viviéndolos, gestionándolos. Superándolos. Y experimentando la vida en su
recorrido.
Pero en ese espacio, necesario y siempre controvertido, los alumnos
también necesitan nuestra ayuda, la de los adultos: y, en el supuesto que nos
ocupa, la de quienes ejercemos de modelo desde nuestras responsabilidades como
maestros, profesores y educadores. Y mucha ayuda necesitan. Necesitan nuestros
argumentos, explicaciones, maneras de ver lo que sucede; necesitan vernos
responder, con criterio, sensibilidad y disposición. No reaccionar sin más.
Precisan también nuestro modelo de ser y estar. Ayudarles a leer la realidad,
desdramatizar, encauzar sus enfados y enfrentamientos. Siempre hay una luz en
el camino. A veces al final, pero la hay.
Las disputas entre compañeros se inician desde que les
colocamos juntos, a unos y otros, en nuestras aulas. Desde bien chiquititos.
Desde la escuela infantil, por supuesto. Sonajeros y juguetes se convierten con
facilidad en elementos de fricción entre los más pequeños. A ver quien se lo
lleva a la boca antes se convierte a veces en una pequeña reyerta. Entre
llantos y algún que otro arañazo. Enfados y pequeñas peleas, desavenencias
entre niños y niñas en educación infantil requieren de nuestra práctica para
extraer siempre la mejor solución, la más creativa enseñanza de y por lo vivido
tan intensamente. Salen así de su egocentrismo (que no egoísmo) y aprender a
enfocar las cosas entendiendo que no están solos, que no va a ser todo tan
fácil como llegar y besar el santo…
Amistades que se hacen... En los primeros años niños y niñas se hacen amigos por tener el mismo color o rizado del pelo, llevar la misma o parecida ropa o simplemente por
coincidir y verse en un parque un día cualquiera. Y también se deshacen. Casi por idénticos motivos. Amores profundos que dejan de serlo
en cuestión de segundos. Grupos que acogían ayer y dejan de acoger a determinados miembros hoy.
Por cualquier motivo, incluso de lo más peregrino. Mamá, mis amigas (o amigos) no me dejan jugar con ellas (o ellos) en el
recreo… Y la consulta de los padres llega, cada vez con más frecuencia y
probablemente intensidad, a la escuela. La alarma por las consecuencias de la
frustración, por los posibles traumas
sobrevenidos, por lo que no sale bien o como simplemente se esperaba, se activa y salta con
una facilidad pasmosa y acaba detallándose en los despachos de los tutores o equipos directivos.
El miedo actual al acoso y las consecuencias que este puede
traer consigo ha penetrado contundentemente. Y surgen muchas dudas. Entre los
grupos de padres y madres y en los propios centros educativos. ¿Será acoso?
¿Qué puede pasarle a mi hijo? ¿Será acoso? ¿Qué debo hacer? ¿Qué pasos seguir? En los procesos de valoración y percepción social, el
movimiento del péndulo ha pasado de
habitar en la zona de invisibilidad absoluta de esta realidad a rozar la franja
de alerta máxima. Con todos los alarmismos y falsos positivos que esta situación puede traer aparejados.
Acabaremos inventando un conflictómetro que sea el responsable, a poder ser en modo de aplicación
informática, de resolver estas dudas. Meteremos los datos y saldrá
automáticamente una respuesta. Con mediciones precisas de grados, intensidad,
perfiles y, cómo no, consecuencias previsibles. Y una, asimismo, rápida y
eficiente tabla de soluciones al problema en cuestión. En un pis-pas. Lo que tarda la impresora en
poner negro sobre blanco a nuestra cuitas.
La cosa debe ir, creo en otra dirección. Hablamos de violencia como “aquella situación en que dos o más individuos se encuentran en una confrontación en la cual una o más de una de las personas sale perjudicada, siendo agredida física o psicológicamente” (Jordi Planella, 1998). Es necesario,
por supuesto entender que el denominado acoso entre iguales, para ser
considerado como tal, debe ser entendido como una forma de violencia, y por tanto, una forma de
maltrato. Implica intencionalidad, permanencia en la acción y cierto grado de
desequilibrio jerárquico entre agresores y víctimas. El acoso entre iguales no
es un conflicto en sí mismo (aunque en determinados casos éste puede derivar en una situación de acoso, desequilibrada...) El acoso es un comportamiento que pretende hacer daño, con desequilibrio entre las partes. En
ocasiones iniciado, sí, como una simple broma; pero perpetuado con alevosía e
intención de herir.
Por
tanto, acoso, maltrato y violencia se reconocen en sus perfiles y conviven en
la acción. Desgraciadamente para la víctima, pero no solo. También para los
observadores, que no es infrecuente se mantengan en silencio, o mirando hacia
otro lado; y para los agresores (aunque no solamos detenernos en esta
observación), que caen a tumba abierta por un precipicio ominoso que no les
lleva a ningún sitio… O sí. Jaleados y animados por cohortes de compañeros
incapaces también de entender el dolor que puede anidar en el corazón y el alma
de las víctimas.
Tal
vez lo del conflictómetro no sea tan mala idea… Pero uno de los que funciona con la mirada y la observación, la escucha, el diálogo, la comprensión. La evaluación medida y justa de las cosas. Y la sensibilidad. No es este,
precisamente, un momento sencillo. Probablemente, estemos en un momento en el
que es necesario, imprescindible, diría yo, concebir la convivencia, y sus
retos, como el corazón de la vida de los centros educativos. Y considerar que,
en efecto, en nuestro cotidiano hacer y estar en ellos vamos a encontrar
situaciones conflictivas, algunas no poco importantes, que sin llegar a ser
consideradas como acoso entre iguales, requiera de acciones pautadas,
protocolizadas, como se dice ahora.
Probablemente
debamos insistir, alto y claro, en que el nudo gordiano de nuestra
intervención es la tasación del impacto en nuestros alumnos, de las
consecuencias de que se evidencian o nos son trasmitidas por ellos mismos,
compañeros, o por sus familiares. Y valorar y tomar en consideración la inquietud, desasosiego y, en su caso, el dolor que pueda generar la situación
vivida. No el que nosotros entendemos que debería ser. Sino el que nos es mostrado y explicado. Y valorarlo. Tasar, medir, evaluar, siempre; sin descalificaciones,
más o menos gratuitas, de las preocupaciones que se nos puedan plantear. Y
actuar. Siempre actuar. Actuar para ayudar a ver algo de luz. Y explicarlo bien; y anotar lo que hacemos. Dejando claro el itinerario que
vamos a seguir. Más o menos sencillo. Desde un simple conflicto, que no va a ir a más y puede atenderse y aliviarse con facilidad, a la lacra de una situación de acoso gratuito y deleznable. No deben situarse unos y otros exactamente en la misma escala (recordemos que en el conflicto existe confrontación, más o menos en paralelo entre las partes) pero les son comunes algunos elementos. Entre los que destaca, la consecuencia, personal e intransferible, vivida por cada persona cuando se ve afectada por una situación que no sabe gestionar, que no controla, que le provoca cierta indefensión, que no puede enfrentar por si solo. Y socava su autoconcepto. Y autoestima.
Conflictos,
más o menos intensos y graves, requieren siempre de nuestra intervención, de
naturaleza educativa y pedagógica. Y alumnos y padres deben conocer nuestra
implicación en esta tarea. Argumentando bien el estado de la cuestión,
definiendo adecuadamente cada situación y midiendo la necesidad de acción,
pautada y ordenada. La sensibilidad del equipo directivo y la acción tutorial
en la base y como ejes visibles de cada respuesta. El reto puede no ser solo
conocer si una situación es tasada como acoso o no. Que lo es, sin duda. Sino
también cómo debemos intervenir en el complejo gradiente de intensidad y
características de las situaciones a las que sin duda vamos a enfrentarnos.
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