José Antonio Luengo
¿Qué puede pasar por la mente de algunos
de nuestros chicos y chicas para ejercer una violencia tan salvaje contra
alguno de sus compañeros? ¿Qué puede ocurrir para que no se disparen los
controles cognitivos, emocionales y comportamentales en los primeros momentos
de una agresión? ¿Cómo acaba venciendo y disparándose esa especie de
ceguera u obcecación en agresiones tan salvajes y explícitas?
Hace nada hemos podido observar la
violencia, saña y crueldad con que un grupo de chicos se abalanzó y golpeó con
brutalidad inusitada a una niña indefensa en un Colegio de Palma de
Mallorca. Sin que nadie hiciese nada, más allá de observar, grabar
lo que ocurría con sus smartphones y hasta jalear vergonzosamente a
los agresores. De una situación parecida tuvimos noticia hace un par de años
con lo acontecido a las puertas de un colegio en
Sabadell en marzo de 2014.
Experiencias traumáticas y deleznables
que no deben nublar la realidad de que nuestros adolescentes viven y
están, en general, mucho más centrados de lo que hechos como los reseñados
pueden hacernos pensar. Pero experiencias terribles que deben hacernos pensar
que algo no estamos haciendo bien los adultos en la educación de
nuestros hijos. Y que llevamos tiempo olvidando y arrinconando
referentes fundamentales en la educación, en la buena educación. El entramado
social del que nos hemos dotado para organizar la vida en general parece haber
descuidado responsabilidades imprescindibles en la construcción de procesos de
crecimiento, desarrollo personal y maduración saludables en la infancia y
adolescencia.
Sobreexposición a la violencia
Nuestros chicos viven expuestos, o sobreexpuestos, a fenómenos violentos que llenan mil y una noticias del día, dibujos animados, películas y series de televisión o videojuegos. En todas sus formas, manifestaciones y
grados. El umbral de la sensibilidad se eleva de manera desmedida y las cosas que ves acaban por no sorprender; no te hacen temblar. No te estremecen. Demasiado cerca, demasiadas veces, demasiado intensamente. El entorno
cuenta, lo que hay, lo que se dice, lo que se ve. Sin más. Y nos miran. Niños y
adolescentes nos miran, todos ellos, aunque no lo parezca. Y la
influencia queda, larvada, disfrazada. Nos miran. E imitan. El resultado,
no infrecuente, la banalización de los hechos; es decir, restar
importancia a los efectos de las cosas. Es lo que hay... El mundo adulto
mira demasiado a sus intereses, pensando, torpemente, que nuestros chicos serán
capaces de desbrozar y diferenciar lo adecuado de lo inadecuado, lo deleznable
de lo virtuoso.
No hemos llegado a percibir
suficientemente que la educación en valores no está cuajando suficientemente.
Porque los adultos hemos perdido capacidad de influencia en la formación
de la personalidad de nuestros chicos y chicas. La solidaridad, la empatía, el
apoyo mutuo, el respeto a la diferencia y la compasión, por ejemplo,
representan valores no suficientemente sustentados y apoyados con modelos,
ejemplos y maneras de estar en la vida que puedan ser referentes adecuados en
la configuración e interpretación del mundo y sus relaciones de nuestros hijos.
Más bien al contrario, el todo vale, la arrogancia y el pisa
si es preciso para conseguir tus objetivos se han convertido en principios
casi esenciales en el día a día en el que cuajan su personalidad.
Algunos de nuestros chicos y chicas,
seguramente no excesivos en número pero de influencia e impacto demoledores,
están creciendo alejados de los valores fundamentales de la convivencia. Y acaban
por ser incapaces de identificar y sentir lo que puede representar la pena, la
compasión, la ayuda al que sufre. Y despliegan con toda virulencia una
capacidad y habilidad para hacer daño absolutamente
incuestionable. Y una inusitada incapacidad para darse cuenta y reconocer el
daño que causan sus actos. Viles y crueles.
La educación en casa necesita tiempo y
calidad…
No basta con una de las dos condiciones.
No en este mundo en el que la influencia silenciosa, la lluvia fina de
lo que les damos con nuestras ausencias y con los sucedáneos que
ponemos en sus manos en forma de dispositivos, artilugios y cachivaches, se
convierte en determinante. O damos un viraje radical al modo en que
venimos orientando la vida y convivencia en las familias (tiempos,
actividades, diálogo, experiencias compartidas…), especialmente en los 12-15
primeros años de la vida de nuestros hijos, o seguiremos observando impactos
indeseables, claramente relacionados con la pérdida de anclajes y referencias
fundamentales basadas en el respeto y la inexcusable observación y
consideración de la dignidad de las personas con las que convivimos. Es
imprescindible una reorientación profunda que permita a los padres y madres de
hoy poder realizar su función -el ejercicio de la patria potestad- con la
dedicación, el tiempo y el sosiego que es imprescindible para revertir la
situación.
Los niños de hoy son víctimas de una nueva epidemia de sobreprotección
Los niños de hoy son víctimas de una
nueva epidemia de sobreprotección que les impide ser autónomos y les hace
frágiles.
Demasiadas cosas, demasiado rápido, demasiada actividad para ser el mejor… Pilares del exceso que no maridan adecuadamente con lo que deberíamos entender como educación. Y la educación, también, necesita referentes claros; la recuperación del no y de los límites. La hiperparentalidad se ha hecho hueco como modelo inadecuado de trato, cuidado, atención y educación de los hijos. Y entraña sus riesgos. Sin duda. ¿Qué crece a su sombra? Invocamos la idea de la perfección en cada una de las situaciones en que se ven envueltos. Y, en educación al menos, menos, es muchas veces más. Allanar el terreno, facilitarlo todo, hasta el esperpento, lo extravagante, el ridículo. Educar en el egoísmo, la individualidad, lo mío; desde la certeza de que hago lo que debo. ¿qué es la perfección? ¿Siempre brillante, siempre líder, siempre el mejor, siempre el que más...?
Y en ocasiones acabamos, incluso, por no conocer a nuestros hijos. Y puede pasar que hechos terribles nos muestran la cara más vil de su comportamiento. No teníamos ni idea. No le podemos reconocer. Pero nos enseñan las evidencias. Y miramos desconcertados hacia los lados, intentando encontrar respuestas. Y no tardamos en preguntarnos ¿qué he hecho mal?
Demasiadas cosas, demasiado rápido, demasiada actividad para ser el mejor… Pilares del exceso que no maridan adecuadamente con lo que deberíamos entender como educación. Y la educación, también, necesita referentes claros; la recuperación del no y de los límites. La hiperparentalidad se ha hecho hueco como modelo inadecuado de trato, cuidado, atención y educación de los hijos. Y entraña sus riesgos. Sin duda. ¿Qué crece a su sombra? Invocamos la idea de la perfección en cada una de las situaciones en que se ven envueltos. Y, en educación al menos, menos, es muchas veces más. Allanar el terreno, facilitarlo todo, hasta el esperpento, lo extravagante, el ridículo. Educar en el egoísmo, la individualidad, lo mío; desde la certeza de que hago lo que debo. ¿qué es la perfección? ¿Siempre brillante, siempre líder, siempre el mejor, siempre el que más...?
Y en ocasiones acabamos, incluso, por no conocer a nuestros hijos. Y puede pasar que hechos terribles nos muestran la cara más vil de su comportamiento. No teníamos ni idea. No le podemos reconocer. Pero nos enseñan las evidencias. Y miramos desconcertados hacia los lados, intentando encontrar respuestas. Y no tardamos en preguntarnos ¿qué he hecho mal?
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