José Antonio Luengo Latorre y Raquel Yévenes Retuerto
El comienzo del presente curso escolar supone un reto sin
precedentes. Se mire por donde se mire. Un reto con dificultades hasta ahora
nunca vistas, nunca previstas. Nunca pensadas. Porque nunca pensamos que nos
pasaría lo que nos ha pasado. Porque nunca pasó por nuestra imaginación que nos
veríamos sometidos como sociedad a un proceso de confinamiento que tantas y
tantas secuelas han dejado a su paso. Y seguirá dejando.
Secuelas relacionadas con el profundo dolor de las
pérdidas, secuelas relacionadas con la enfermedad y la salud en general,
incluida, por supuesto, la salud mental. Y efectos también, claro, en el
desarrollo económico del país y en las posibilidades de estabilidad de muchas
personas. De muchas familias que a partir de este momento han perdido el
sustento familiar y comienzan una nueva etapa incierta, sin seguridad alguna.
Pero las secuelas a las que nos referiremos en este
conjunto de reflexiones tienen que ver con las consecuencias de todo lo experimentado
en la vida de nuestro alumnado. En el conjunto de nuestros niños, niñas y
adolescentes que, de la noche a la mañana, nunca mejor dicho, vieron cómo sus
escuelas se cerraban a cal y canto y tenían que aprender a convivir con la idea
de quedarse en casa, para lo bueno y para lo malo, alejados de los madrugones
para llegar a tiempo a clase; alejados también del bullicio de las entradas y
salidas, de las clases, de los recreos, de la vida en los pasillos y en el
patio. Y aprendiendo a transitar (más allá de la cercanía de los familiares) en
un espacio sin personas con las que andar, sentarse, reírse, enfadarse,
despedirse y reencontrase. Sin la complicidad del banco en el que estar y
charlar; sin los empujones y abrazos, las sonrisas a medio metro de distancia…
Sin la mirada cómplice.
Una experiencia, también, de procesos de enseñanza y
aprendizaje marcados por la inseguridad de qué tendrían que hacer y cómo, a
quien recurrir ante el desconcierto, la relación en las redes, la mirada
escudriñadora y curiosa de la pantalla del ordenador y la duda de si serían
capaces de salir de esta con éxito.
Nuestros alumnos y alumnas no lo pasaron bien. En
general, vivieron esta historia con una más que aceptable capacidad para
adaptarse a lo incomprensible. Pero todo esto les provocó dudas e
incertidumbres. Zozobras y miedos. A unos más que a otros, claro está. Pero
hablamos en general.
Pasado ya el verano y esas vacaciones estivales tan
extrañas y confusas, la maldita pandemia nos ha vuelto a golpear. De manera
diferente a cómo se desplegó a finales de febrero y principios de marzo, dicen.
Pero ha vuelto a enseñar los dientes. Esa faz ominosa y oscura que abruma,
asusta y, en ocasionas paraliza. Ha vuelto a aparecer, lo cierto es que nunca
se fue, aunque intentamos no percatarnos en un verano que todos necesitábamos,
y han vuelto a aflorar las interminables listas de problemas, peligros, dudas y
alarmas. Han vuelto a surgir las temidas noticias sobre número de contagios,
curvas de datos, informaciones contradictorias que no hacen más que
confundirnos… lo que sabemos que nos pasa y lo que nos dicen que puede pasar.
Informativos con mascarilla. A veces, ni entendemos bien lo que nos dicen…
Y ahora todos miramos a las escuelas como el espacio
nuclear en el que todo puede pasar, en el que todo va a pasar. Después de un
verano de laxitud irresponsable, ahora toca, como casi siempre, mirar hacia los
lados y ver qué ocurre con los millones de niños, niñas y adolescentes que se
están incorporando a sus aulas con las peculiaridades de un proceso lastrado
por la suspensión durante un cuatrimestre de la actividad lectiva presencial y
de un comienzo de curso cercado y marcado por las cifras, datos y “curvas”, las
pruebas PCR y las medidas sanitarias de seguridad.
Volvemos también con la idea recurrente de la “pérdida”
de aprendizajes como consecuencia del cierre de los centros educativos por la
alerta sanitaria. Volvemos con el paradigma de la duda sobre el coste que
tendrá en esta “generación de la pandemia” el tránsito por una actividad
lectiva no presencial. Y coste, seguro, tendrá. Especialmente, aunque no solo,
para las poblaciones vulnerables. El poder compensatorio de la escuela física
viva y convivencial para muchos niños y niñas en situación desfavorecida, representa
una garantía puesta en quiebra sin la actividad relacional cotidiana, sin el
cuidado y atención de la presencia y las distancias cortas entre el profesorado
y el alumnado.
Pero, atendiendo a aspectos curriculares y de
“rendimiento” académico, siendo lógico preguntarse por “cuánto habrán perdido” nuestros
alumnos y alumnas o cuál será el “coste real” de ese inquietante lastre, no es
menos importante cuestionarse qué vamos a hacer en los centros educativos, una
vez recuperada la presencialidad, para abordar el complejo proceso emocional
experimentado durante estos últimos meses, sin perder de vista los impactos de
este clima de permanente alarma e inseguridad que ha explotado e lo largo de lo
que llevamos de septiembre en relación con la vuelta a las aulas.
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