LA VIOLENCIA EN EL
DEPORTE Y, ESPECIALMENTE, EN EL FÚTBOL
La importancia de las escuelas deportivas
José Antonio
Luengo
La violencia,
desgraciadamente, forma parte de nuestra sociedad, como forma parte, también
desgraciadamente, del ser humano. En la medida en que aquélla adquiere notas
significativas, bien cuantitativa, bien “expresivamente” (naturaleza
e intensidad de sus manifestaciones), la preocupación se hace sustantiva y
especialmente “explosiva”.
Suele
decirse que la violencia se incrementa y afianza como indeseable protagonista
en nuestros contextos cotidianos de convivencia: el propio hogar, las calles,
las escuelas, algunos espectáculos deportivos... Parece que la influencia
de determinados “contravalores”, como la competitividad excesiva, la búsqueda
irrefrenable del éxito y el poder o el individualismo, adquiere pesos y cargas de
inoculación en las mentes y corazones de las gentes muy por encima de lo
observado con los valores propios de una sociedad democrática y asentada en el
Estado de Derecho.
Probablemente,
la generación de nuevos y más floridos brotes de violencia en nuestra sociedad
representen la germinación de llamativos efectos indeseables de los
ritmos y cadencias con que aquélla tiene que hacer frente a los sensibles y
notables cambios que se producen en sus sistemas de organización,
autorregulación y autocontrol. Una sociedad que destila estrés, genera
comportamientos indeseables e “improductivos”, tales como la violencia, la
intolerancia o la insolidaridad, pero profundamente resistentes a sus
“enemigos” naturales, a saber, la escucha, el acuerdo, la empatía, el respeto,
la tranquilidad, el sosiego, la tolerancia y, por supuesto, la paz.
Los
espectáculos deportivos, como un entorno más en el que se producen relaciones
entre personas y grupos de personas, se están viendo negativamente
influenciados por la creciente ola de desasosiego colectivo que parece
invadirnos. La pregunta que tenemos que hacernos es si, además de entorno fácilmente
influenciable, el evento deportivo y especialmente el fútbol representa en sí
mismo un contexto favorecedor de modos y maneras de ver e interpretar las cosas
ciertamente violentos.
No
nos estamos refiriendo exclusivamente a lo que ocurre en los estadios de
primera o segunda división. Es cierto que las manifestaciones de violencia
que concurren en acontecimientos de amplia cobertura y marcada influencia
mediática provocan impactos de gran relevancia y preocupación social. No
obstante, debemos mirar también hacia otros contextos, ordinariamente menos
conocidos y, especialmente, menos tratados por los medios de comunicación. Otros
lugares y espacios donde concurren comportamientos violentos, tal vez menos
significados que los observados en los acontecimientos públicos antes citados,
tal vez menos “explosivos” o llamativos, pero sin duda, germen de visiones y
perspectivas intolerantes e insolidarias. Observemos también qué pasa en
el desarrollo de las competiciones de las categorías inferiores: niños de 10,
12, 15 ó 17 años inmersos en entornos indudablemente deportivos, si bien
“marcados” por notas de identidad de actividad “cuasiprofesional”:
competitividad, gestos y modelos de comportamiento de entrenadores, modelos de
“apoyo” de las aficiones (fundamentalmente padres, madres y familiares). La TV
nos deja de vez en cuando terribles “píldoras” en imagen de comportamientos
violentos de aficionados con los árbitros, jugadores u otros aficionados.
En
la presentación y representación social del fútbol prima el mito del éxito en
combinación con las pasiones locales, que si no se satisfacen, dan lugar a
frustración y focos de crispación.
Es
importante no confundir excepción con norma. Es cierto. Los excesos de
interpretaciones (en el tiempo y en su magnitud) de los hechos y las
valoraciones de hechos acontecidos en una competición (jugadas conflictivas,
agresiones no observadas por el árbitro, comportamiento de las aficiones...) no
ayudan a atemperar la tensión y crear climas más sosegados. Sin embargo,
lamentablemente, el comportamiento de un buen número de aficionados y de otros
integrantes del entorno futbolístico muestra un escenario preocupante.
Resulta
especialmente preocupante la “invasividad” conque opera y se manifiesta el
fenómeno de la violencia (y especialmente de sus más serviles y ruines
sicarios: la intolerancia, la vil competitividad y la insolidaridad) en
entornos de desarrollo de nuestros menores.
Las
escuelas de fútbol han de configurarse como contextos para el desarrollo
integral de los pequeños deportistas. Es en estos espacios donde han de cuajar
el desarrollo de iniciativas, propuesta y medidas de prevención de los
comportamientos hasta ahora citados. Es en estos contextos donde han de
germinar modos y manera saludables de ver, percibir e interpretar la actividad
deportiva “con” iguales, el gusto por compartir, el placer de divertirse
jugando, el ejercicio de la solidaridad y el humanismo en sus más explícitas
manifestaciones: disfrutar del juego, saber ganar, saber perder,
apoyar, ayudar, perdonar, escuchar y entender a los demás, aceptar el liderazgo
de los entrenadores, entender al juez (árbitro) del juego, mejorar, crecer,
sonreir ante la adversidad; en definitiva, entrar y salir del campo de juego
con “la cabeza alta”, con el orgullo de haber desarrollado saludablemente una
actividad deportiva “con” otros, con iguales a quien necesito y de los que
formo parte. Hacer amigos y construir una imagen personal solidaria y
respetuosa con los demás.
Las
escuelas de fútbol han de contribuir a trasmitir el lado más amable de la
actividad deportiva y, por qué no, de la competición. Ganar o perder un
partido, un torneo o una competición han de suponer un permanente ejercicio
psicológico y social en el progresivo crecimiento y maduración del individuo.
Muchos jugadores profesionales dan permanente ejemplo de esta circunstancia.
Estos son los modelos a mostrar, a divulgar a través de los medios.
Las
escuelas de fútbol deben estructurarse como entornos adecuadamente
profesionalizados. Titulación y reciclaje de los entrenadores, estabilidad de
los servicios médicos y de rehabilitación y, de manera singular, presencia del
psicólogo deportivo. Estamos hablando de la importancia de generar orden,
criterio, coherencia, orientación y proyecto. Estamos hablando de constituir
formatos de atención niños y jóvenes “desde” y “por” la educación. Estamos
hablando de cuidar, de mimar especialmente la formación y reciclaje de los
entrenadores; atender el lado más educativo y de modelado de su labor. Estamos
hablando de tramar un contexto de trabajo en el que (1) formar grupos, (2)
atender a las individualidades, (3) responder a los posibles conflictos
interpersonales y (4) generar modelos adecuados de comunicación, supongan ejes
nucleares de la planificación de cada equipo y de la propia Escuela.
Nada
de lo expresado tendría sentido, o más bien poco, todo hay que decirlo, si no
se implicase a los padres, madres y familiares en este proyecto, en este modelo
de hacer y estar en el deporte y, en general, en la vida. Padres, madres y
familiares son elementos sustantivos del proceso al que estamos haciendo
referencia. La labor del psicólogo en esta faceta es fundamental: generar
contextos de debate y diálogo sobre la importancia de cuidar los ritmos de
desarrollo, las necesidades de descanso de niños y jóvenes, la importancia del
rendimiento escolar, la relativización del éxito, la necesidad de trasmitir
modelos de comportamientos pacíficos y empáticos...
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