¿Ayuda
la autoayuda? Segunda parte
José Antonio Luengo
Nuestra vida
es una permanente construcción. Como una pintura. Como un lienzo que se cubre,
en el que se deslizan contornos, colores, sombras, brillos, en el que se
plasman dudas, recortes de la vida. Como el propio organismo, que crece y
madura en cada segundo, cada minuto de nuestra existencia, nuestra mente,
nuestro espíritu, la forma en que leemos e interpretamos las cosas que ocurren
y nos ocurren y, por supuesto, la manera en que afrontamos el reto cotidiano de
responder y crear, es una construcción. Un proceso de edificación que, ladrillo
a ladrillo, sigue un patrón, un diseño, básico y esencial en los orígenes, pero
sometido a un principio mágico que le da especial valor: la competencia
adquirida en cada segundo de nuestra vida, la capacidad para reordenarse,
afinarse, conducirse o reconducirse, siempre en función de las experiencias
vividas pero, sobre todo, al amparo de las influencias y los estímulos que nos
afectan e impresionan, de las cosas
que vemos o vivimos, de lo que nos cuentan, de lo que leemos, escuchamos,
experimentamos. A veces capturamos una idea, nos emociona, nos ilumina. Puede
encajar o no en nuestros esquemas mentales pero, ese día, esa idea… Penetra. La
hacemos nuestra, la rumiamos, masticamos, digerimos. Y surge otra idea. Muy
cercana a la anterior, pero otra. Porque la hemos hecho, moldeado. A veces,
cuando pasa el tiempo, incluso, podemos llegar a pensar que es nuestra. Nos
sorprenderíamos de cómo hemos ido construyendo nuestra personalidad, nuestra
manera de pensar, nuestros valores e ideas…
Y somos como
una obra, que, en realidad, probablemente nunca se termine. En todo caso, se
abandone. Y este es el riesgo, abandonarla. Abandonarnos tontamente. No crecer,
no seguir.
¿Ayuda la
autoayuda? ¿Podemos encontrar en nosotros nuevas ideas?
No olvidemos
que las pequeñas acciones de cada día hacen o deshacen el carácter (Oscar Wilde)
No es tan
difícil encontrar cosas en nuestro interior que harán factible una mejor
versión de nosotros mismos. No abandonarnos. Al menos hasta que no nos quede
más remedio. O hasta que el abandono no cree ya destrozos. Estamos en
construcción, esa es la historia, la historia de nuestra vida. Y verlo así, te
rejuvenece. Abre tu corazón. Lo hace más flexible y, por tanto, más feliz. Más
tranquilo, más seguro. De tus pasos, de lo que quieres, de lo que eres, de lo
que no quieres ser.
Saber lo que
no quieres ser, es, en ocasiones, una buena forma de saber lo que quieres ser,
con sencillez. Esto no es una cuestión de edad. La edad no cuenta. Conforme
sumamos años, más obligados deberíamos estar a no abandonar. Sino, más bien, a seguir. Es una cuestión de
inteligencia, más bien.
Creo
sinceramente que somos capaces de hacer con nosotros casi lo que queramos:
perdonarnos, querernos un poco más, alimentar el sosiego, sonreír, también más
a menudo, disfrutar de nuestros silencios, de la soledad, de la compañía, de la
calle, de la lluvia, del sol. Hasta de los días grises. Ese es un reto. Un día
gris, de esos plomizos, brumosos, oscuros… Ver el lado amable de esos días. Ese
es un reto, también.
El reto es,
sobre todo, querer ajustar un poco nuestra vida, hacerla más amable. Y, por
ello, más digna de ser amada. Los niveles excesivos de cortisol en sangre nos funden. Penetran como un elefante en la
cacharrería de nuestras arterias, corazón y alma. Y nos funden. La relación
entre la concentración elevada de cortisol
en sangre y la aparición de averías sensibles
en nuestro sistema inmunológico está ya suficientemente probada, y documentada.
Y no es una cuestión baladí. Estamos demasiado sometidos a vaivenes e inercias
nocivos, que anulan nuestra capacidad para protegernos. Proteger nuestra
integridad, nuestra necesidad de parar, reparar nuestras pequeñas heridas del
día a día, pensar, situar las cosas en su sitio, con un orden razonable, medir
y proporcionar los efectos de lo que vivimos, priorizar, relativizar…
La
preocupación se instala, con demasiada frecuencia e impacto, en nuestra vida. Y
no siempre encontramos el hueco para respirar un poco. Claro, nos adaptamos,
seguimos, estiramos la goma, más y más. Podemos con todo. Hasta que no podemos.
Y la gotera nos sale, surge ominosa,
y miramos a nuestro alrededor. Bueno, somos uno más con goteras. Hasta eso nos
tranquiliza.
No existen
recetas mágicas. No. Es cierto. Pero sí recetas. El cocido tiene la suya, los
canelones también. Incluso muchas. El catarro también, por supuesto. Como la
gastroenteritis, comer poco o nada, hidratarse… Y sigues al pié de la letra el
dictado. Claro, también tiene receta el tabaquismo. Y no pocos miran hacia otro
lado. Pero si la sigues… ¿Mejoras? ¿Estás mejor? ¿Vives un poco mejor? No he
fumado nunca y no puedo situarme con comodidad en esa experiencia pero sí
escucho bien a quien me habla. Las recetas dominan nuestras vidas. Cierto
orden, cosas que ayudan, cerca, cosas que entorpecen, más bien lejos. No es tan
difícil. ¿Por qué somos tan reacios a seguir recetas que, convenientemente
hechas tuyas, alivian y reorientan? Vivimos demasiado deprisa para darnos
cuenta. La solución, tomar el control de nuestra vida. Esto lo hemos oído
muchas veces. Y lo que es más paradójico, le hemos dicho muchas más. Nosotros.
Sigo pensando que podemos, la verdad. Solo hay que hacer. Dar pasos hacia
delante, cambiar determinadas cosas, introducir otras. Huir de no pocas.
Le preguntaron al Dalai Lama sobre
qué era lo que más le sorprendía de la humanidad, y respondió: “El hombre. Porque sacrifica su salud para
ganar dinero. Y cuando lo consigue, sacrifica su dinero para recuperar la
salud: Y está tan ansioso por el futuro que no disfruta del presente. El
resultado es que no vive no el presente ni el futuro. Vive como si nunca fuese
a morir, entonces, muere sin haber vivido realmente nunca.”
He podido
experimentar eso. Hacer. Introducir algunos hábitos en la vida.
Inexcusablemente. Con flexibilidad, pero conociendo su valor y, por tanto,
cuidando razonablemente acercarme a aquello que me hace sentir mejor. En medio
de un día gris, ventoso, desapacible, si tengo que elegir, por ejemplo, entre
quedarme en casa o salir a pasear, mojándome, o correr, incluso, escojo esto
último siempre. El resultado, para quien escribe esto, claro, volver cargado, activado,
resuelto. Cansado físicamente, la ducha me espera, y un té, o un café, y un
buen libro. Y el gris, ya es menos gris. Cada uno puede leer esto último como
estime. Claro que el té, el café
o el libro
valen sin la carrera. Por supuesto. Para mí, la carrera, el entrar en el día
gris y sentir el frío, supone enfrentar más activamente, físicamente, esa
suerte de tristeza que a veces nos atenaza. Qué
día más gris, decimos. Y esa sola expresión, lo hace más gris. Si cabe.
Buscar tu espacio, tus espacios, tu sitio, tu escape, tu encuentro, tu
reencuentro… tal vez se trate de eso. Volverte, revolverte, mirarte, escapar,
huir, también, por qué no. En mi opinión, sabéis, huir, para volver más fuerte,
mejor.
Un acto necesario
Si después de cada expansión, el corazón no se pudiera
contraer, no sería posible nuestra vida… Sin un camino de retorno, la vida
pierde su sentido. Regresar por los caminos recorridos, para encontrar adentro
el lugar donde un día nos perdimos, es ahora necesario.
Jorge Carvajal
Modificar un poco tu vida, encontrate contigo mismo, o pelear por
conseguirlo, requiere, a mi entender, un acto de humildad realtivamente
sencillo. Pero necesario. Perdonarse. Perdonarse las miserias que has
expresado, tus errores más groseros, y los finos. Estos también. Repasarte,
como quien se afeita. Y revisa los rincones de la mandíbula, se toca, aún raspa
un poco…Soltar lastre. Lastres emocionales, esos que están, y, sin querer, nos
hacen andar torcidos, un poquito. Algunos de estos pesos están ligados a experiencias en las que no estuvimos a la
altura: relaciones de trabajo, cosas de la amistad, algún que otro asunto de
amor, momentos en los que, conscientemente, no fuiste todo lo justo que podías
o que la situación requería. La amplitud con la que uno se embarque o el
recorrido de lo que pretenda es como el acceso a determinados sitios, personal
e intransferible. Puede bastar con un par de acciones. De actos conscientes. Y
explícitos. O, si te animas, es posible, incluso, ir un poco más allá.
Reconocer que te equivocaste, que la pifiaste. Más o menos. Repasar
damnificados. Recordar. El látigo
aquí no tiene cabida. Nada de fustigarse el alma. Sí, por el contrario,
recolocar las cosas. Yo llamé a varias personas. Con alguna tuve la
oportunidad, además, de invitar a un café. Cara a cara es, por supuesto, mejor.
Perdón, dije siempre. Por lo que hice y no hice, por lo que no ví, por lo que
dije y no dije. Por lo obtuso que pude ser, lo injusto, torpe o, en ocasiones,
soso y cansino. En algún caso tuve que explicar bajo juramento que no me
encontraba afectado de alguna enfermedad incurable. Ni había sido secuestrado
por una secreta e indomable secta. Que no era eso. Que se trataba, simplemente,
de tener la oportunidad de decir a las claras que no estuve bien, que no fui
justo, que no fui valiente, que no creí, que no amé lo suficiente, o que no amé
como se esperaba, que no entendí, no escuché, no ayudé. Y de decir, también,
que me importas, que esto me ayudará a entenderme mejor, sí, pero que me sigues
importando. Pensar en alguien a quien casi se ha podido olvidar y situarse ante
él. Volver a oir su voz. Para, simplemente, pedir perdón. Tuve suerte. No me
colgaron el teléfono ninguna vez. Que podía haber pasado, desde luego. Pero sí
hubo quien me expresó que el daño se hizo y mantuvo su estela tiempo y tiempo.
Pero no busqué el perdón. Busqué pedir perdón. Pero hay una condición esencial
para que este acto obre algún tipo de consecuencia positiva. Tiene que ser
sincero y generoso. No se trata de reparar tus heridas. Se trata de afrontar,
si bien tarde, en ocasiones, las heridas que causaste.
He tenido la oportunidad de reencontrame con personas que ni siquiera
recordaban aquello que les trataba de explicar. Y mantener, sin excesos, una
razonable relación. Hay quien ha preferido tenerme lejos. Muy lejos. Me parece
bien. Lo entiendo. Lo asumo. Y así se lo he reconocido, sin ambages.
No se trata de ser obsesivo, ni exhaustivo; ni de resolver el pasado. Sería
peor el remedio que la enfermedad. Pero sí de entrar, afrontar, encarar. Creo
que ayuda, y te ayuda también. Pudiste hacerlo antes. Tal vez no estabas en
situación de reconocer, de revisar adecuadamente. Ahora, sí. Lo estás
intentando. Limpiar la mesa de papeles inservibles, el armario de prendas que
no usas, poner ya la bombilla fundida desde hace días… (aconsejan los expertos
en coaching). Limpiar tus errores,
algunos al menos, tal vez pocos, cuando te has parado a pensar, de verdad, en
sus consecuencias. Si llegas tarde, que llegas tarde, casi siempre, te lo
dirán, no te preocupes. Y ahí estás tú para gestionar bien esa emoción. No se
trata de reparar los errores. Probabalemente haya pasado demasiado tiempo. Se
trata, más bien, de pedir perdón, y expresar con sentimiento, sinceridad. Pedir
perdón y hablar con el corazón. Y valorar a la persona con quien se habla. De
corazón.
No hace falta hacerlo todo de una vez. Lo entiendo más bien como un
proceso. Un proceso que nos ayuda a reconocer más rápidamente las
equivocaciones del ahora. Y repararlas a la mayor brevedad. Esto es
indispensable.
Pequeñas cosas, pequeñas acciones, que nos hacen estar… y sentir mejor
Un día, tal vez a causa de una depresión o porque el dedo de un ángel te
haya tocado la frente, tendrás la evidencia del valor del tiempo que te queda
antes de disolverte en el espacio. Será lo más parecido a una revelación. De
pronto, descubrirás un hecho tan simple como éste: que la vida te pertenece a
ti y a nadie más.
Manuel Vicent
No suelo
rechazar nunca leer aquellas cosas que tratan de cómo solemos afrontar las
cosas, cómo y por qué sufrimos, cómo y por qué nos alegramos, cómo nos
relacionamos, a qué damos importancia, a qué no, qué nos impresiona y nos
afecta… Siempre, o casi siempre, encuentro algo, una frase, una idea, una
experiencia que me permite pensar un poco, deducir nuevas propuestas, nuevas
respuestas. La realidad suele cambiar poco. Está ahí, tozuda, pesada a veces,
insistente. Somos nosotros los que disponemos de espacios para analizarla
adecuadamente, y controlarla, mirarla de frente, gestionarla con sentido común
y criterio. No puedo decir que esas lecturas cambien mi vida, no. Pero sí que
me permiten, en ocasiones, darle una vuelta, o varias, a lo que estoy haciendo de y con ella, a lo que ya he recorrido, a lo que quiero recorrer, a lo que
me apetece sentir y hacer. Y ser. Pero, sobre todo, me ayudan a concretar qué
cosas, sencillas, pueden hacerme sentir mejor, estar mejor. Qué hacer, qué no
hacer. Conmigo mismo, especialmente, pero también con los demás. Porque, al
final, ese recorrido, el del yo y los
demás, es un círculo de desarrollo
personal y social que uno puede convertir en vicioso o virtuoso, según
cómo lo enfoque y, por supuesto, trate.
Convertidas
a nuestra particular manera de interpretar las cosas, hechas nuestras, ajustadas
a las circunstancias personales que nos hacen alguien singular, existen algunas
rutinas que, oportunamente
orientadas, pueden contribuir a hacer un poco más razonable nuestro diálogo
interior, nuestro autoconocimiento, nuestra manera de organizar el tiempo, de
valorar prioridades sobre lo que hacer o no. Con el tiempo podemos afianzar
ideas, corregir cosas, pulir otras…
Podemos incorporar
pequeñas momentos y actividades cotidianas que, sin duda, pueden contribuir a
dar oxígeno y pausa al ritmo enloquecido al que nos sometemos de forma
ordinaria. Sería algo así como acostumbrarse, crear el hábito. De tomarse, por ejemplo,
cada día un buen zumo de naranja natural, comer varias piezas de fruta, no
abusar de las proteínas animales, tomar legumbres, ensaladas, arrinconar un
poco los dulces… y no fumar, claro. Puede que de un día para otro no notes
grandes cambios, pero nadie duda que si estabilizas esos hábitos alimenticios
vas a encontrarte mejor a medio, incluso a corto plazo. Es así de sencillo.
Acabas durmiendo mejor, teniendo mejores digestiones… En fin, esas cosas que
todos sabemos bien. Claro que nos vamos a morir, un día. Pero, mientras, voy
procurar sentirme mejor, física y psicológicamente. Con flexibilidad, ritmo y cintura. Flexibilidad, ese es el
secreto. Pero con convencimiento.
Se trata de estrategias,
acciones que pones o puedes poner en marcha sin grandes dificultades, todas o
parcialmente, y que permiten situar nuestro
espacio y acomodo en nuestra vida que, con las pausas y habilidades necesarias
para no recalentarnos en exceso.
Porque, desde luego, elevamos nuestra temperatura demasiada frecuencia y
durante mucho tiempo; paramos poco, o nada. Descansamos poco y mal. En general.
El momento de la soledad.
Se trata de
dedicar un espacio de tiempo al día, al menos cada dos días, en el que
disfrutes del silencio. Quince, veinte minutos. No leas, no escuches música;
siéntate cómodo, túmbate en el suelo. No pienses, no medites. Deja la mente
libre. Que se mueva y se libere de los estímulos que nos rodean cada día. Poca
luz mejor. Y silencioso. Procura disponer algo bonito cerca, unas flores, un cuadro,
alguna foto que te recuerde cosas agradables…No te metas en un zulo, claro. Y,
sobre todo, no te sientas raro. ¿Qué hay de raro en detener tu vida, la
ordinaria, veinte minutos? ¿En estar tranquilo? ¿En estar callado? ¿En dejar
abierta la mente? Nada. Podemos dar también dar un paseo, por la noche, solos,
en sitio silencioso, por supuesto. Sin música
ni cascos, abrigado en invierno, pero notando el frío en la cara. No
pasa nada si nos vamos a media hora. Se trata de una experiencia que, cuando la
haces estable, acabas deseándola. Llegar a tu espacio. En el que estás a solas
contigo mismo. En el que te miras. Y miras. Enfrías la mente. Le das
tranquilidad. Alivias la tensión del día. Es como poner hielo en una
contractura. Liberas, cuando dejas la mente en blanco. Y controlas tu mente. En
unas condiciones de las que no sueles disponer
a lo largo del día.
El momento de la actividad física
Cuando
alguien, normalmente amigos, que deben quererme mucho, digo, me regalan alguna buena palabra sobre mi
aspecto físico, en un ejercicio de benevolencia e incondicionalidad difícil de
expresar con palabras, suelo contestarle que, en efecto, formalicé un pacto con
el diablo ya hace tiempo. Él me pediría cosas y, al cambio, me permitiría
mantener cierta apariencia de salud
física. La pregunta suele ser obligada tras esta explicación. ¿Y qué te pidió a cambio? Que sufriera. Les contesto. Corre mucho, me dijo el diablo, cánsate, corre especialmente cuando llueva o
haga frío; nótalo en tu rostro, no te dejes seducir por el calor de la cama o
lo confortable que sea el sofá. Sal y corre. Sufre, cánsate. Agótate. Nota cómo
el cuerpo te pide, para, para… Si te encuentras con un ascensor, desprécialo.
Busca las escaleras siempre. Y súbelas, vayas donde vayas. También me dijo
algo sobre la comida. Come poco, y de
determinados manjares, muy poco; o nada incluso. Quédate con hambre antes de
sentirte lleno. Sufre, amigo, con la contemplación de exquisiteces que, a
partir de ahora, vas a tener reducidas, o liquidadas. Me concedió un deseo, les digo: ¿Cuál?,
contestan. Le pedí que me dejara tomar
vino de vez en cuando. Vale,
dijo, pero Rioja en todo caso. Nunca
comprendí muy bien esto último pero yo, como no puede ser de otra manera, lo
sigo al pié de la letra. Lo que no sabe el diablo, creo, es que yo no sufro con esas cosas. Más bien al contrario... Bueno, esto no es más que un chascarrillo chistoso entre
amigos, pero sirve para que hablemos sobre determinadas cosas que ayudan a que
uno encuentre claves razonables para reconquistarse
un poco, ser más consciente de quién es y qué quiere en la vida. Y para valorar
que determinados esfuerzos contribuyen a encontrarse. Y a que te encuentres
mejor. Poca explicación más requiere el tiempo de la actividad física. La he
comentado en líneas anteriores. No hace falta ser un gran deportista. Ni
plantearte retos especialmente exigentes. El único reto es buscar la
estabilidad, el hábito de hacer ejercicio, de moverse, de sudar. En su libro, El monje que vendió su Ferrari, su autor, Robin S. Sharma,
nos dice… Una semana tiene 168 horas. Dedica al menos cinco a alguna forma de
actividad física. La idea es mover el esqueleto, andar, saltar, correr un
poco. Que el cuerpo y el corazón se agiten, que liberen endorfinas, las mágicas
sustancias del bienestar. Moverse, esa es la cuestión.
El momento de la amistad
¿Cuidamos las
relaciones de afecto y cariño? No sé los demás. En mi caso, he tenido que
pensar mucho en lo que quería hacer al respecto. Mucho y muchas veces. No
suelo, no he solido descuidar a las personas que me importan. Tal vez, en el
terreno familiar las cosas, sin duda, podría haberlas hecho mucho mejor. No
tengo duda alguna. Pero nunca he estado especialmente satisfecho. Cosas,
razones ligadas al tiempo. Al tiempo que nos come. Nos devora. Nos llamamos, hablamos… Tenemos que vernos…
decimos. Pero, ¿cuándo? Las personas que nos estiman y quieren soportan lo que
no está en los escritos. Hasta que dejan de soportar. La relación con las
personas que queremos es imprescindible en nuestra vida. Como imprescindible es
cuidar, mimar los tiempos, las experiencias. Los gestos, las actitudes. El momento de la amistad se basa en hacer
estable la relación con las muchas personas que forman parte de nuestra vida, la
que hemos ido construyendo día a día. Familiares y amigos. Hace tiempo que
reservo un rato, un café, media tarde, una comida, a veces una cena, con
alguien a quien quiero. Un rato a la semana. Y si las condiciones lo hacen
imposible, o extremadamente difícil, procuro encontrar el momento para hablar
largo y tendido con alguien que me importa y con quien hace tiempo que no
hablo. Sin motivo. O, mejor, con motivo. Saber de él. De ellos. Decirles que me
importan, que les recuerdo, que les echo de menos. No encuentro una actividad
más reconfortante en mi vida. Multiplica mis sonrisas, agranda mi corazón. Me
hace sentir y llorar más. Con ternura. Y esto, sí, esto es especial.
El momento de dar, y darse
Fortalecer las
actitudes de ayuda, sensibilidad, empatía, bondad, alimenta nuestra alma. Y nos
permite vivir con más sosiego. Y tranquilidad. Esta idea puede resultar
extravagante. Mi experiencia es abrumadoramente favorable a trabajarla y
hacerla fuerte. Hacerla fuerte mejorando la paciencia, la humildad, el coraje,
la actitud de dar[1], de
ofrecer, ofrecerte. Por el mero y
especial hecho de dar, de regalar. Si quieres, si mimas, si abrazas, si te
fijas, si percibes, si observas, más que mirar, si escuchas, más que oír. La
vida te regala, te ofrece, te da. Te da sonrisas, te da miradas, te da,
te ofrece. Casi se abre en canal para ti. Se muestra. Escuchas el corazón de la
gente, su ritmo, su cadencia. Y, entre otras cosas, dije, nunca pierdes.
Nunca te juegas nada. Porque no pides nada. Solo abres el bolsillo y ofreces.
La respuesta, bueno, de todo hay. Pero la sangre corre a más velocidad, porque
estás vivo, porque estás pendiente, porque te interesa lo que les pasa a los
demás, porque cuidas el detalle, porque percibes, porque ves, con los ojos bien
abiertos. El color que sienta bien, la cara o el día triste (de los demás), la
sonrisa bella (de quien está contigo, a tu lado, que pasa por tu lado…) El
valor de los demás, de sus vidas, de sus inquietudes, la amabilidad sencilla,
discreta, la escucha, la sonrisa cerca, presta, sincera. Al final, un efecto.
Siempre. Los demás cobran más importancia en tu vida. Y esto, siempre, es lo
mejor. El
proceso sigue un recorrido increíblemente reconfortante. Las cosas, a tu
alrededor, se mueven con más soltura. La tranquilidad te busca, te quiere. Te
encuentra. Y te da, claro. Lo que te rodea tiene, siempre, algo de bello, acertado,
sereno, ágil, divertido, fácil, vivo, entendible, lógico. Encontrarlo es un
tesoro.
El momento de la meditación
Podemos
confundirlo con el momento de la
tranquilidad[2],
por eso es importante diferenciarlo. Al menos, esta es mi opinión. La
meditación representa una actividad que requiere tranquilidad pero que, no
obstante, implica actividad mental sutil. E importante. Meditar es un arte
sencillo. Y, estimo, extraordinario. Meditar es un lujo. Para la mente, para el
cuerpo, para nuestra vida. Sonará raro, lo sé, pero te regala detalles
inimaginables. De forma simple, delicada, humilde, casi sin decir nada.
Discretamente. Meditar infunde respeto a tu vida. A tus momentos. A tus
pensamientos, a tus sentimientos, a tus afectos, a tus emociones. La mirada
interior se hace sencilla. Y en ocasiones te abruma. Claro. Pero te acerca al
espacio en el que quieres estar, vivir, al modo en que quieres estar con la
gente, con tu gente, y con la que no lo es. Y contigo mismo. El resultado. El
corazón te sonríe más. Siempre. Y tú también.
Cuando se cae en desempleo una de las primeras cosas que vemos afectada es la autoestima. Al qeudar en desempleo y desprotegidos aparecen una serie de problemas para la persona de los que las instituciones no se hacen cargo: ansiedad, depresión, insomnio, miedos... para afrontar todo esto es importante tener una autoestima sana, una autoestima fortalecida.
ResponderEliminarCuando yo caí en desempleo hace un año y medio, lo viví en primera persona y ante la falta de medios para costearme un tratamiento me agarré a todo consejo o practica que caia en mis manos. ¿Se puede salir? si; ¿es fácil? no, pero si la persona lo pretende, vence la situación. He creado un manual con practicas qeu yo utilicé para fortalecerme, espero que os sean de utilidad. Podeis ver el video aqui http://necesitaempleado.blogspot.com.es/p/descargas.html (copiar y pegar el enlace si no funciona)