Entresijos del perdón
José
Antonio Luengo
Perdonar. Una palabra. Un concepto. Pero también una experiencia. ¿Quién no la ha vivido en alguna ocasión? Perdonar, o ser perdonado. Dos ópticas, dos lados de un mismo principio. Ser capaz de trascender, de no tomar en cuenta, de superar, ir más allá. En el fondo se trata de vencer un obstáculo, una dificultad, un agravio. Pasar página. Ir a otro capítulo. Y seguir estando ahí, con disposición. Con implicación y convencimiento.
A veces pedimos perdón, o somos perdonados; en otras, perdonamos. Y de vez en cuando, más poco que mucho, más tarde que pronto, con más esfuerzo que sin él, creo, nos perdonamos. Todo surge de un error, un agravio, un desacierto, un fallo, en ocasiones en cadena; puede que un malentendido. De algo incómodo, o muy incómodo; molesto, también de un enfado. Nos sentimos, o se sienten, agraviados, dolidos, decepcionados incluso. A saber, una avería en el sistema, una fuga incontrolada. La sensación de que hemos perdido algo o nos hemos perdido; se ha desmoronado un pilar, colapsado, tumbado o simplemente escorado.
El origen está ahí, en un hecho,
una circunstancia, una situación, una palabra, una mirada. Algo no está bien.
Para alguien, más o menos cercano, o para mí, con respecto a alguien. O para
mí, también, con respecto a mí mismo, a lo hecho, pensado, sentido. Algo pasa y
las cosas cambian. Todo antes del perdón. Antes del acto consciente de pararse,
pensar y hacer. Hacer algo, ya sea pedir perdón, de que te pidan perdón… Antes
de perdonarte, o mejor, de decidir y poder perdonarte.
Ofendemos, nos ofenden;
hacemos daño, nos hacen daño. Nos equivocamos y se equivocan. Y un día, antes o
después, somos capaces de detenernos un
instante, y dar valor a lo que supone vivir cada día, experimentar la
dificultad, la intriga del propio existir, de intentar y seguir, cada día.
86.400 segundos de vida cada 24 horas. Miles de opciones y oportunidades de fastidiarla, de meter la pata, de equivocarnos. Y, estando en ello, equivocándote,
poder ser consciente de ello saber parar,
detenerse, como decía, un instante, un momento. Y ver, mirar, leerte, ser
consciente del camino seguido, de lo hecho, de lo dicho; ser consciente de los
hechos y las consecuencias. Sus efectos, impactos. En los demás, en nosotros
mismo.
Antes del perdón, pues, el
error; de algún tipo. De alguien. De mil
colores, mil naturalezas. Sentidos más o menos, llorados algunos, fuente de
enfado, o decepción. Y, en ocasiones, de dolor. Muy grande a veces. Dos
ingredientes esenciales. Uno antes que otro. En el tiempo, en la distancia, en
el recorrido que supone nuestro cotidiano hacer, sentir, estar, escuchar o decir
cada día. Al menos dos ingredientes. Hasta aquí lo esquemático, lo objetivo.
Relaciones de causa y efecto. Pero hay más. Las entrañas del sentir humano; a
saber, lo más cualitativo del proceso,
las ideas, sensaciones y emociones que subyacen y que dan versatilidad y
diversidad a lo que se vive.
Por un lado, la experiencia
de pedir
perdón. Intensa, difícil, a veces confusa. Pedir perdón implica ser
consciente del patinazo, de la
equivocación, del error. Muchas veces no intencionado, a veces ni percibido en
sus dinámicas iniciales. Notar su presencia, sentir que está, que algo ha
pasado que no lo hemos hecho bien, que no hemos sido capaces de expresarnos
como queríamos, tal vez como debíamos. Nos detenemos y miramos nuestro
interior, capturamos el momento, pasa ante nosotros de nuevo. Vemos y
percibimos el momento, o los momentos. En ocasiones una larga ristra de
momentos. Empujados por una suerte de inercia tozuda que nos impide situarnos
de otra manera o ver las cosas con otra óptica, hacemos y decimos sin prestar
demasiada atención a quien nos dirigimos,
con quien compartimos, nos miramos, hablamos … Pero un día, cercano o no
al momento en que hemos podido atropellar
o herir, pero normalmente seguido al instante en que hemos tomado
conciencia del mismo, (no tienen por qué coincidir en el tiempo), somos capaces
de parar, mirar a la cara de aquel o aquellos a los que sentimos haber
agraviado, de una u otra forma, y expresar nuestro pesar, puede que arrepentimiento,
y pedir perdón. Pedir perdón. Desde la humildad imprescindible para reconocer la
equivocación. Desde la empatía necesaria para situarse cerca de la emoción del
otro, de sus sentimientos. Casi para meterte, discretamente, dentro de él. Y
acariciar y abrazar, con sencillez. Y prudencia. Con la sana intención de restañar la herida. Y, en lo posible, aliviar. Y, por supuesto, en esta historia de
desencuentros y, sobre todo, encuentros, nunca despreciar una variable
sustantiva: ser rápidos. En reconocer, en pedir perdón. Cuanto antes. A la mayor
brevedad.
Y sentir el perdón, sentirse
perdonado. Experiencia física. Uno respira, otra vez. El pulso vuelve a su
cadencia. Te abandonan los sudores. Y psicológica. Sientes renacer la confianza,
el espacio que hubo, la red que protegía las dificultades. Tus fuerzas se
renuevan. Puedes seguir caminando, creen en ti. Te escuchan. Sientes el abrazo
fuerte. El que fue, el que deseas. Y el agradecimiento te llega y te sale, por
los poros de todo cuerpo, a borbotones. La calma te acaricia, dolorido aún tu
corazón por la inquietud, por el sentir que fallaste, que no estuviste a la
altura. Que no supiste hacer, que fuiste injusto, o torpe, o egoísta…
De otro lado, la experiencia
de perdonar.
Perdonar es, por encima de todo, un acto de generosidad. Y nobleza. Se aparta
lo negativo, lo estúpido y mezquino. Y nos quedamos con la paz. La que surge
antes, durante y después del acto de saber que sí. Que se perdona. Por supuesto,
¡solo faltaría! Supone desprenderse. Irse del lado oscuro de cada experiencia.
Implica, también, mirar a los ojos, estrechar con fuerza la mano, abrazar
convencido. Y requiere, asimismo, humildad para saltar de espacio, pasar la página, observar con otra
perspectiva. Huir de la arrogancia. Del que siempre se cree en posesión de la
verdad. Guiñar el ojo. No pasa nada.
Sonreír desde el corazón. Eso es perdonar. Abrazar al que te ha herido y
decirle: confío en ti, creo en ti. La
paz necesaria para capturar ese
sentimiento inunda tu alma. Y puedes mirar atrás con tranquilidad. Y, claro, también
de frente. El desprecio y la arrogancia lejos. Lejos de mí. Cuanto más mejor.
Y, claro, por supuesto, no
podemos dejar de lado la experiencia de perdonarse. Uno. A sí mismo. Esta es
difícil. Nos enfrentamos a nosotros mismos y esa, probablemente, sea la
situación más compleja. De interpretar, de gestionar. ¿Qué fuerzas se
confabulan para que hagamos tan difícil reconciliarnos con nosotros mismos?
Porque, claro, no se trata de pasar de lado, mirar hacia otro sitio o,
simplemente, despreocuparse sin más. Hablamos de avanzar, leer bien la
realidad, escuchar a nuestro corazón, entender por qué ha ocurrido esto o
aquello, qué provocó tal situación, por qué actuamos así. Crecer, en
definitiva. Y encontrar el hueco que nos permita crecer. Me equivoqué, no anduve fino, me pudo la arrogancia, no fui lo
suficientemente sensible… Pediré perdón, sin duda, pero, pase lo que pase,
he de confiar en mí otra vez, creerme, saber que seré mejor. Perdonarme. Solo
así, seré capaz de caminar sin miedo.
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