Sin
imaginar la posibilidad de vivir sin nuestro smartphone o nuestro ordenador. La
opción de pasar un día desconectado del mundo, de mi mundo, o mejor, de mi
mundo en la red, se torna casi una tortura, un pensamiento a evitar, del que
huir. Pensarlo, aunque sea solo unos instantes, causa tanto desasosiego que
evitamos, incluso, tal posibilidad. Conectados, en red. Con los otros, con la red
de relaciones que hemos ido configurando. Redes que funcionan desde la noche
de los tiempos y que en los nuestros, en el aquí y ahora, adquieren simplemente
una configuración especial y singular. La que viene derivada de la
inabarcable capacidad de despliegue que suponen las TIC en el momento actual y
que, con seguridad, adquirirán en poco tiempo, formatos y opciones de
desarrollo impensables actualmente. Christakis y Fowler exponen con gran
claridad los principios que explican por qué los vínculos, siempre, pueden
hacer que el todo sea mayor que la suma de las partes. En su libro “Conectados”
(2010) los citados autores argumentan estos principios en cinco sencillas reglas:
(1) Somos nosotros, los seres humanos, los que damos forma
a nuestra red: organizamos y reorganizamos nuestras redes sociales
continuamente. Por un lado, tenemos una tendencia natural a conectar con
personas que se parecen a nosotros, que piensan como nosotros, que están,
ordinariamente, donde pasamos tiempo nosotros. Y, por supuesto, podemos
influir sobre la estructura de las redes que formamos. (2) Nuestra
red nos da forma, también, a nosotros: el lugar que ocupamos en la red nos
afecta de manera sensible. La vida sin amigos no tiene nada que ver con la vida
que podemos desarrollar si gozamos de amistades en diferentes contextos. Que
nuestros amigos y otros contactos sociales de la red sean amigos también es
especialmente relevante para nuestra experiencia vital. Asimismo, el número de
contactos de nuestros amigos y de nuestra familia es muy relevante. Cuando
mejoran las conexiones de las personas con quienes estamos conectados, se
reduce el número de pasos que hay que dar entre diferentes personas para
alcanzar a otra persona en la red. (3) Nuestros amigos influyen de
manera decisiva en nosotros: opiniones, ideas, argumentos, tendencias…
Aquello que navega por las conexiones es crucial en nuestras vidas. (4) Los
amigos de los amigos de nuestros amigos también nos influyen: no solo
podemos identificarnos con nuestros amigos, sino con los amigos de
nuestros amigos y, también, con los amigos de los amigos de nuestros amigos. (5)
Las redes tienen vida propia: las redes sociales pueden tener
características, objetivos y prioridades que no siempre somos capaces de
controlar los miembros que las conformamos. Discurren como un tejido vivo; se
alimentan de las interacciones pero van culminando hitos de forma
independiente. Las circunstancias que rodearon, por ejemplo, las revueltas de
la “primavera árabe” o la “revolución democrática árabe” suponen un ejemplo. La
red se mueve y desplaza y no siempre es fácil conocer dónde puede ubicarse
tiempo después.
Experimento de
Stanley Milgram
“El
célebre experimento[1]
del psicólogo Stanley Milgram realizado en una acera ilustra la importancia del
refuerzo de múltiples personas. En 1968 en Nueva York, en dos frías tardes de
invierno, Milgram observó el comportamiento de 1.424 viandantes mientras
caminaban por un tramo de acera de quince metros. Situó «grupos de estímulo»
formados por desde uno hasta quince de sus ayudantes. Siguiendo sus
indicaciones, estos grupos artificiales se paraban y miraban hacia una ventana
del sexto piso de un edificio cercano durante un minuto exactamente. En la
ventana no había nada interesante, tan sólo estaba otro de los ayudantes de Milgram. El
psicólogo grabó el experimento y, a continuación, sus ayudantes contaron el
número de personas que se paraban y miraban adonde miraban los grupos de
estímulo. Si el 4 por ciento de los viandantes se detenía cuando ese «grupo»
estaba compuesto por una persona, hasta el 40 por ciento lo hacía cuando el
grupo estaba compuesto por quince. Evidentemente, que los viandantes se
detuvieran o no a imitar un comportamiento tenía mucho que ver con el tamaño
del grupo con que se encontraban. Un porcentaje aún mayor de peatones
imitó la acción del grupo de forma incompleta: miraron adonde estaba mirando el
grupo de estímulo, pero no se detuvieron. Si la mirada de una sola persona
modificó la del 42 por ciento de los viandantes, la mirada de quince personas modificó
la del 86 por ciento.
Siempre
conectados, esa parece ser la dinámica. Un niño en nuestro país pasa en torno a
175 días en su escuela. Es el número de días que, como media, se marca como
referencia de presencia en las aulas en la educación obligatoria. Multiplicando
esa cifra por una media de seis horas, obtenemos una cantidad de 1060 horas de
presencia escolar cada año. 1060 horas en un entorno planificado. Sometido a
principios de diseño y desarrollo de procesos de enseñanza y aprendizaje
tasados, con un currículum definido, a los efectos siempre de adquirir unas
competencias básicas al finalizar, en torno a los dieciséis años, la enseñanza
secundaria obligatoria. 175 días al año, seis horas al día, siempre con
maestros y profesores a su lado, trabajando juntos, capturando juntos los
conocimientos, interpretando el mundo y sus características. 1060 horas en un
contexto de enseñanza formal organizado y cuidado, marcado por principios
esenciales de intencionalidad y planificación previas.
En
paralelo podemos observar que ese niño al que acabamos de referirnos puede
pasar al año en torno a 1200 horas conectado a otro escenario de
aprendizaje, un entorno virtual en el que, además de desarrollar no pocos
recorridos de comunicación en redes sociales, accede a innumerables tipos de
contenidos, cuando y como quiere, a golpe de simples clics en las teclas
oportunas en este o aquel motor de búsqueda. 1200 horas al año embarcado en
una aventura, un mundo de ventanas abiertas a prácticamente cualquier cosa.
Con no excesivo control, en el mejor de los casos, por parte de sus adultos de
referencia
El
acceso a prácticamente cualquier contenido, a cualquier hora, con cualquier
dispositivo digital. Hasta el día de hoy no ha sido complejo encontrar
justificación a este tipo de situación. Niños y adolescentes, más estos que
aquellos, encerrados en su habitación, en sus cosas, a sus cosas, con su
aparataje digital en marcha, a toda máquina. Mientras nosotros, los adultos de
referencia, estamos también a lo nuestro, a nuestras cosas. Desconocemos con
exactitud qué hacen… Pero no disponemos de herramientas para saber, conocer,
para conversar o dialogar. Sobre lo que hacen y por qué lo hacen.
Pero no
han sido solo Zuckerberg y Facebook los responsables de todo este proceso. Ni
siquiera la evolución de las nuevas y poderosas aplicaciones. Ni los renovados
dispositivos o la llegada del 4G. Ni, claro, la falta de conocimiento de los
padres de lo que se les venía encima conforme sus hijos cumplían años y
empezaban a utilizar aparatos cada vez más sofisticados, y a utilizar unos
términos sobre cosas y objetos que hasta hace nada ni existían del mundo
adulto. Ni siquiera la brecha digital, ese complejo concepto de
cuatro caras (aptitudinal, geográfica, económica y actitudinal) Probablemente
tengamos que apelar al escaso o nulo criterio con que los adultos hemos asumido
que educar en tiempos cambiantes requiere soluciones y herramientas también
renovadas. Que no basta con lo que aprendimos de lo que hicieron con nosotros
cuando jugábamos en las calles, o cuando la habitación, nuestra habitación, era
solo y exclusivamente un sitio para ir a dormir. Y nada más. Porque la vida se
hacía en otros sitios de la casa. Y en la calle, claro está. Probablemente el
problema, porque ha sido y es un problema, sea el escaso criterio con el que
los adultos hemos enfrentado y afrontado la educación de nuestros hijos y
alumnos en este final de siglo. Justo en este momento. Cuando ellos, nuestros
niños y adolescentes disponen de una vía de entrada tan sencilla a un mundo
inabordable y, en gran medida, incomprensible. Sobre todo si se accede en
solitario y a determinadas edades. Y durante demasiado tiempo.
Algunos
expertos en neurociencia vienen alertándonos (Small, G., y Vorgan, G., 2009)
desde hace unos años de ciertos riesgos de perder el equilibrio, la
proporción entre actividades y rutinas que configuran la vida de niños y
adolescentes. Los adolescentes, señalan Small y Vorgan[2],
desean la recompensa instantánea (…/…) Sus lóbulos frontales, no
desarrollados aún por completo, a menudo dificultan su capacidad de buen
juicio. Con la maduración normal y la edad, se refuerzan los circuitos
neuronales del lóbulo frontal y ese juicio mejora. Desarrollamos una mayor
capacidad de retrasar la recompensa, de considerar los sentimientos de los
demás, de situar las cosas en perspectiva y de comprender el peligro que
pueden entrañar determinadas situaciones. Lamentablemente, parace que la
obsesión actual por la tecnología informática y los videojuego está
atrofiando el desarrollo del lóbulo prefrontal de muchos adolescentes, de lo
que se resienten sus habilidades sociales y de razonamiento. Si los jóvenes
siguen madurando de este modo, podría ocurrir que los caminos neuronales de
su cerebro nunca lograran estar al día. Es posible que se quedaran encerrados
en un cableado neuronal que permaneciera estancado en un nivel sentimental
inmaduro y ensimismado, durante todos sus años de madurez.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.