4 de enero de 2014

Redes sociales

José Antonio Luengo


Sin imaginar la posibilidad de vivir sin nuestro smartphone o nuestro ordenador. La opción de pasar un día desconectado del mundo, de mi mundo, o mejor, de mi mundo en la red, se torna casi una tortura, un pensamiento a evitar, del que huir. Pensarlo, aunque sea solo unos instantes, causa tanto desasosiego que evitamos, incluso, tal posibilidad. Conectados, en red. Con los otros, con la red de relaciones que hemos ido configurando. Redes que funcionan desde la noche de los tiempos y que en los nuestros, en el aquí y ahora, adquieren simplemente una configuración especial y singular. La que viene derivada de la inabarcable capacidad de despliegue que suponen las TIC en el momento actual y que, con seguridad, adquirirán en poco tiempo, formatos y opciones de desarrollo impensables actualmente. Christakis y Fowler exponen con gran claridad los principios que explican por qué los vínculos, siempre, pueden hacer que el todo sea mayor que la suma de las partes. En su libro “Conectados” (2010) los citados autores argumentan estos principios en cinco sencillas reglas: (1) Somos nosotros, los seres humanos, los que damos forma a nuestra red: organizamos y reorganizamos nuestras redes sociales continuamente. Por un lado, tenemos una tendencia natural a conectar con personas que se parecen a nosotros, que piensan como nosotros, que están, ordinariamente, donde pasamos tiempo nosotros. Y, por supuesto, podemos influir  sobre la estructura de las redes que formamos. (2) Nuestra red nos da forma, también, a nosotros: el lugar que ocupamos en la red nos afecta de manera sensible. La vida sin amigos no tiene nada que ver con la vida que podemos desarrollar si gozamos de amistades en diferentes contextos. Que nuestros amigos y otros contactos sociales de la red sean amigos también es especialmente relevante para nuestra experiencia vital. Asimismo, el número de contactos de nuestros amigos y de nuestra familia es muy relevante. Cuando mejoran las conexiones de las personas con quienes estamos conectados, se reduce el número de pasos que hay que dar entre diferentes personas para alcanzar a otra persona en la red. (3) Nuestros amigos influyen de manera decisiva en nosotros: opiniones, ideas, argumentos, tendencias… Aquello que navega por las conexiones es crucial en nuestras vidas. (4) Los amigos de los amigos de nuestros amigos también nos influyen: no solo podemos identificarnos con nuestros amigos, sino con los amigos de nuestros amigos y, también, con los amigos de los amigos de nuestros amigos. (5) Las redes tienen vida propia: las redes sociales pueden tener características, objetivos y prioridades que no siempre somos capaces de controlar los miembros que las conformamos. Discurren como un tejido vivo; se alimentan de las interacciones pero van culminando hitos de forma independiente. Las circunstancias que rodearon, por ejemplo, las revueltas de la “primavera árabe” o la “revolución democrática árabe” suponen un ejemplo. La red se mueve y desplaza y no siempre es fácil conocer dónde puede ubicarse tiempo después.

Experimento de Stanley Milgram




“El célebre experimento[1] del psicólogo Stanley Milgram realizado en una acera ilustra la importancia del refuerzo de múltiples personas. En 1968 en Nueva York, en dos frías tardes de invierno, Milgram observó el comportamiento de 1.424 viandantes mientras caminaban por un tramo de acera de quince metros. Situó «grupos de estímulo» formados por desde uno hasta quince de sus ayudantes. Siguiendo sus indicaciones, estos grupos artificiales se paraban y miraban hacia una ventana del sexto piso de un edificio cercano durante un minuto exactamente. En la ventana no había nada interesante, tan sólo estaba otro de los ayudantes de Milgram. El psicólogo grabó el experimento y, a continuación, sus ayudantes contaron el número de personas que se paraban y miraban adonde miraban los grupos de estímulo. Si el 4 por ciento de los viandantes se detenía cuando ese «grupo» estaba compuesto por una persona, hasta el 40 por ciento lo hacía cuando el grupo estaba compuesto por quince. Evidentemente, que los viandantes se detuvieran o no a imitar un comportamiento tenía mucho que ver con el tamaño del grupo con que se encontraban. Un porcentaje aún mayor de peatones imitó la acción del grupo de forma incompleta: miraron adonde estaba mirando el grupo de estímulo, pero no se detuvieron. Si la mirada de una sola persona modificó la del 42 por ciento de los viandantes, la mirada de quince personas modificó la del 86 por ciento.

Más interesante que esta diferencia, sin embargo, es que el grupo de estímulo compuesto por cinco personas influyera casi tanto en el comportamiento de los viandantes como el grupo de quince. Es decir, en este escenario, los grupos compuestos por más de cinco personas casi no causaban ningún efecto nuevo en la conducta de los peatones. El dato más interesante es que los grupos de estímulo de sólo 5 personas estimulaban tanto a los viandantes como el grupo de 15. Es decir, a partir de 5 personas podemos crear un estímulo suficientemente poderoso en la gente. Un estímulo que probablemente esté detrás de muchos comportamientos colectivos, la histeria de masas o hasta la identificación positiva de ovnis y otros fenómenos sobrenaturales”.

Siempre conectados, esa parece ser la dinámica. Un niño en nuestro país pasa en torno a 175 días en su escuela. Es el número de días que, como media, se marca como referencia de presencia en las aulas en la educación obligatoria. Multiplicando esa cifra por una media de seis horas, obtenemos una cantidad de 1060 horas de presencia escolar cada año. 1060 horas en un entorno planificado. Sometido a principios de diseño y desarrollo de procesos de enseñanza y aprendizaje tasados, con un currículum definido, a los efectos siempre de adquirir unas competencias básicas al finalizar, en torno a los dieciséis años, la enseñanza secundaria obligatoria. 175 días al año, seis horas al día, siempre con maestros y profesores a su lado, trabajando juntos, capturando juntos los conocimientos, interpretando el mundo y sus características. 1060 horas en un contexto de enseñanza formal organizado y cuidado, marcado por principios esenciales de intencionalidad y planificación previas. 

En paralelo podemos observar que ese niño al que acabamos de referirnos puede pasar al año en torno a 1200 horas conectado a otro escenario de aprendizaje, un entorno virtual en el que, además de desarrollar no pocos recorridos de comunicación en redes sociales, accede a innumerables tipos de contenidos, cuando y como quiere, a golpe de simples clics en las teclas oportunas en este o aquel motor de búsqueda. 1200 horas al año embarcado en una aventura, un mundo de ventanas abiertas a prácticamente cualquier cosa. Con no excesivo control, en el mejor de los casos, por parte de sus adultos de referencia

El acceso a prácticamente cualquier contenido, a cualquier hora, con cualquier dispositivo digital. Hasta el día de hoy no ha sido complejo encontrar justificación a este tipo de situación. Niños y adolescentes, más estos que aquellos, encerrados en su habitación, en sus cosas, a sus cosas, con su aparataje digital en marcha, a toda máquina. Mientras nosotros, los adultos de referencia, estamos también a lo nuestro, a nuestras cosas. Desconocemos con exactitud qué hacen… Pero no disponemos de herramientas para saber, conocer, para conversar o dialogar. Sobre lo que hacen y por qué lo hacen. 

Pero no han sido solo Zuckerberg y Facebook los responsables de todo este proceso. Ni siquiera la evolución de las nuevas y poderosas aplicaciones. Ni los renovados dispositivos o la llegada del 4G. Ni, claro, la falta de conocimiento de los padres de lo que se les venía encima conforme sus hijos cumplían años y empezaban a utilizar aparatos cada vez más sofisticados, y a utilizar unos términos sobre cosas y objetos que hasta hace nada ni existían del mundo adulto. Ni siquiera la brecha digital, ese complejo concepto de cuatro caras (aptitudinal, geográfica, económica y actitudinal) Probablemente tengamos que apelar al escaso o nulo criterio con que los adultos hemos asumido que educar en tiempos cambiantes requiere soluciones y herramientas también renovadas. Que no basta con lo que aprendimos de lo que hicieron con nosotros cuando jugábamos en las calles, o cuando la habitación, nuestra habitación, era solo y exclusivamente un sitio para ir a dormir. Y nada más. Porque la vida se hacía en otros sitios de la casa. Y en la calle, claro está. Probablemente el problema, porque ha sido y es un problema, sea el escaso criterio con el que los adultos hemos enfrentado y afrontado la educación de nuestros hijos y alumnos en este final de siglo. Justo en este momento. Cuando ellos, nuestros niños y adolescentes disponen de una vía de entrada tan sencilla a un mundo inabordable y, en gran medida, incomprensible. Sobre todo si se accede en solitario y a determinadas edades. Y durante demasiado tiempo.



Algunos expertos en neurociencia vienen alertándonos (Small, G., y Vorgan, G., 2009) desde hace unos años de ciertos riesgos de perder el equilibrio, la proporción entre actividades y rutinas que configuran la vida de niños y adolescentes. Los adolescentes, señalan Small y Vorgan[2], desean la recompensa instantánea (…/…) Sus lóbulos frontales, no desarrollados aún por completo, a menudo dificultan su capacidad de buen juicio. Con la maduración normal y la edad, se refuerzan los circuitos neuronales del lóbulo frontal y ese juicio mejora. Desarrollamos una mayor capacidad de retrasar la recompensa, de considerar los sentimientos de los demás, de situar las cosas en perspectiva y de comprender el peligro que pueden entrañar determinadas situaciones. Lamentablemente, parace que la obsesión actual por la tecnología informática y los videojuego está atrofiando el desarrollo del lóbulo prefrontal de muchos adolescentes, de lo que se resienten sus habilidades sociales y de razonamiento. Si los jóvenes siguen madurando de este modo, podría ocurrir que los caminos neuronales de su cerebro nunca lograran estar al día. Es posible que se quedaran encerrados en un cableado neuronal que permaneciera estancado en un nivel sentimental inmaduro y ensimismado, durante todos sus años de madurez.



[2] El cerebro digital (Small, G. y Vorgan, G.) Citado en bibliografía (pág. 48)





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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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