¿Ayuda
la autoayuda? Primera parte
José Antonio Luengo
Si no te gustan los libros
de autoayuda no leas esto. No lo leas. No te va a gustar. Habla bien de la
autoayuda. De los que escriben para llegar a la gente con ideas, prácticas y,
por qué no decirlo, determinadas recetas.
Yo no odio los libros de autoayuda. En contra de esa corriente que los
abomina y arrincona como si estuvieran afectados por una suerte de peste o
enfermedad contagiosa.
Creo, sinceramente, que cumplen la función que normalmente pretenden. A saber, ayudar a quien los lee a buscar dentro de sí mismos, facilitar la reflexión y la revisión de cómo y por qué hace las cosas, cómo las vive, interioriza y exterioriza, cómo y por qué provocan determinadas consecuencias y, lo que es más importante, de qué manera mejorar, aunque solo sea un poco, la manera de estar y, eso, vivir, responder, comunicarse, relacionarse, adaptarse, mover tu propio mundo… Porque hay mucho poder en cada uno de nosotros. Y muchas, muchas veces, ni lo intuimos. Nos creemos que no podemos, no sabemos, no tenemos…
Creo, sinceramente, que cumplen la función que normalmente pretenden. A saber, ayudar a quien los lee a buscar dentro de sí mismos, facilitar la reflexión y la revisión de cómo y por qué hace las cosas, cómo las vive, interioriza y exterioriza, cómo y por qué provocan determinadas consecuencias y, lo que es más importante, de qué manera mejorar, aunque solo sea un poco, la manera de estar y, eso, vivir, responder, comunicarse, relacionarse, adaptarse, mover tu propio mundo… Porque hay mucho poder en cada uno de nosotros. Y muchas, muchas veces, ni lo intuimos. Nos creemos que no podemos, no sabemos, no tenemos…
Los libros de autoayuda, hay
de todo, ya lo sé, abonan un terreno normalmente baldío, seco. Alimentan la
capacidad para mirar, ordenar, secuenciar, pensar, recapacitar, revivir,
definir, y redefinir. Y esto, se mire por donde se mire, está bien. Contribuye.
Suma. Negar esa realidad es una necedad. Y entregarse sin más a una visión que
hace de nosotros una especie de incompetentes,
dependientes del otro especialista, infravalorando nuestra
capacidad de introspección y mejora, es un ejercicio triste y torpe.
Torpe porque, lo dicho, realmente
poseemos la capacidad para ver y cambiar. Estar mejor. Es nuestro derecho y,
también, nuestra responsabilidad. Nos puede la inseguridad, la sensación de que
no vamos a poder, cierta pereza también. Y la falta de continuidad en nuestros
pequeños y siempre loables intentos. Algo parecido a lo que suele ocurrir con
las intenciones de adelgazar tras el verano, con las cañas, los vinitos y las
paellas… Y las tapas. Y los helados. O con los deseos de aprender, de una vez,
algo más de inglés del que fui capaz de aprender en el colegio. Nos puede la…
desconfianza en nuestras posibilidades. Y nos sometemos a un contexto de
reflexión demasiado común. Bueno, otra
vez será, más adelante. Ahora no puedo… Posponer. Una regla demasiado
frecuente en nuestra vida.
Es posible cambiar cosas,
acondicionar actitudes, rutinas, diseñar normas propias, opciones, maneras de
estar, interpretar. Hacer que nuestra vida esté, realmente, bajo nuestro
control. Nosotros, a los mandos. Con tranquilidad, sosiego, tolerancia,
flexibilidad… Pero a los mandos, nosotros. Dejarnos llevar, sí (a veces es
estupendo), pero sabiendo dónde estamos, hacia dónde nos dirigimos, con quién
(o no), por qué y para qué.
Es posible mirar hacia
dentro, escudriñar nuestros patrones, capturar nuestro corazón, nuestra mirada
al exterior. Y hacerla más nuestra. Y, sobre todo, es posible, he de insistir,
cambiar. Parece que tenemos miedo a eso, a modificar nuestras cosas, hacer u
ver de otra manera, responder con otro marchamo. Pero, para ello, claro, hemos
de ser conscientes de que hay cosas que podríamos hacer mejor, y que nos
permitirían sentirnos mejor. Con nosotros mismos. Ese es un reto sensacional,
fabuloso. Y accesible. En circunstancias normales.
Un día nos encontramos mal. Fatal.
Vamos al médico. Nos mira (es un decir en algunas ocasiones). Ausculta.
Diagnostica. Abre su aplicación informática. Encuentra la medicación oportuna.
Nos aconseja. Explica. Y receta. Pero, en muchos casos, también orienta. Qué hacer, qué no hacer… A
veces ponernos en duda lo que nos dicen. Para
ese viaje, no hacen falta alforjas…
Pero ordinariamente escuchamos, y hacemos caso. Y mejoramos. Las recetas
sirven. Pero sirve más la explicación, la interpretación de qué está pasando en
nuestro interior y por qué ocurre. Y qué podemos hacer para prevenir, y evitar
encontrarnos mal en el futuro. Siempre en la medida de nuestras posibilidades,
claro, y tocando madera. Es una forma de orientación para la autoayuda.
Aprender a hacer las cosas mejor. Pediatras y médicos de familia, de cabecera,
suelen desarrollar bien esta tarea. Enseñar, ilustrar, orientar, convencer. De
que es posible cuidarnos, atendernos, leer en interpretar nuestras sensaciones.
No se trata, claro, de arbitrar caminos para la automedicación. Sí, sin
embargo, para el conocimiento, el reconocimiento, la autoevaluación, la mirada
razonable sobre cómo atender nuestras necesidades, prevenir, encontrarnos
mejor.
Cuando comparamos estos
asuntos con las cosas de la mente, no es infrecuente argumentar que éstas, las
cosas de la mente, de nuestra mente, son muy complejas. Y que no se puede
frivolizar, banalizar o trivializar con recetillas
que, supuesta e hipotéticamente, ilustran sobre cómo mejorar y andar mejor. Ya, puede ser. ¡Cómo si no
fueran complejas las cosas del cuerpo!
¡Cómo si la gente fuera descerebrada! La gente, nosotros, todos nosotros,
piensa, pensamos, y podemos encontrar, buscar y encontrar. Nuevas perspectivas,
formas diferentes de ver y hacer las cosas. A veces basta una frase, un
comentario, un titular, y también, por qué no, un libro. En ocasiones es una
conversación, con alguien experto, con amigos, o un compañero de trabajo. En
fin. Hay explicaciones para todo y todos. Creo que todo es más sencillo de lo
que parece. Pero sencillo, en cualquier caso, es comprender que siempre estamos
ahí, cerca de ver cosas que no habíamos visto, revisar nuestro reloj interior,
nuestros ritmos, pausas, acelerones, explosiones y bajones. Nuestras tristezas
y alegrías. Filias y fobias. Si uno quiere, al final puede. Tiene que querer.
Hace unos meses
conversábamos un buen amigo y yo sobre uno de los asuntos referente en la
educación de los hijos. El paso de éstos por la tan temida adolescencia. Me
contaba, preocupado, que su hijo, de 14 años, le hacía echar humo. No había día
que no se acostara con la sensación de no saber, no acertar, no entender, no
llegar. Le pedí que me contara cosas de su hijo, al que yo conocía poco. Le
pedí que mirara hacia atrás, siempre conversando, que intentase definirlo,
citar sus aciertos, sus virtudes, lo que hacía bien, aquello que encajara en el
perfil soñado que todo padre desea atesorar cuando piensa en sus hijos. No le
costó mucho ver la cara positiva del chaval. Sonreía ya. Tal vez esté metiendo yo mismo demasiada presión, dijo. Lo dijo él.
Lo pensó él. Recordamos juntos cómo habíamos comentado unos días antes, él y
yo, cómo determinadas maneras de trasmitir ideas funcionan cuando se definen
con sencillez y claridad, cuando se recuerdan fácilmente. A modo de regla
mnemotécnica, cuatro palabras bien hilvanadas no se olvidan nunca. Como no se
olvida, por ejemplo, que una buena ensalada, a efectos de salud alimentaria,
tiene que tener, al menos, cinco colores, o que, si queremos incorporara
determinados nutrientes de calidad en el día a día, es adecuado comer cinco
piezas de fruta o verduras diarias. O que es mejor hacer cinco comidas al día,
que tres o dos. Unas referencias sencillas, que mucha gente hace suyas, y las
incorpora y automatiza. Y, lo noten más o menos, suponen una mejora en los
modos en que gestiona sus pautas de alimentación.
Le
sugerí, hablando, que intentase incorporar cinco ideas para la mejora. Y que
las hiciera suyas. Las amoldase, curtiese, digiriese. Y les diera forma. Así,
hablamos de (1) la regla del cuarto de
segundo[1]
(mejorar las decisiones, cómo afrontar las pequeñas cosas, los aparentes
detalles insignificantes…); afrontar las situaciones sabiendo que disponemos de
tiempo para elegir la mejor opción de respuesta (responder, no reaccionar sin
más, implica tiempo para medir y calibrar. La ciencia nos ilustra que es
posible hacerlo, en muy poco tiempo. Esta increíble opción de respuesta en las
decisiones es especialmente importante cuando se tiene enfrente (a veces nunca
mejor dicho, a un adolescente, sobre todo a tu adolescente). (2) Utilizar el pensamiento lateral[2].
Esta es una idea singularmente eficaz para enfrentarse a situaciones como las
que hablamos: tratar con otros en la dificultad. Edward de Bono nos aporta una
visión de afrontamiento de los problemas absolutamente original, alimentado por
claves de reflexión que ordinariamente utilizamos poco. Es un método
revolucionario porque libera nuestra forma de argumentar. Ayuda a las personas
a disponer de todos los puntos de vista, lado a lado y en paralelo. Podemos
separar los diferentes aspectos del pensamiento en lugar de tratar de hacerlo
todo a la vez. Nos permite enfocar las cosas con más perspectivas. La teoría de
los seis sombreros (ver cita). Fantástico. (3)
Muy relacionada con la anterior idea,
hablar en paralelo, no de frente. El adolescente huye del cara a cara. Acepta mejor la
conversación desde el lateral. Andar en paralelo, hablar sentado uno al lado
del otro. Le ayuda a escapar, en
cierta medida, del carácter escudriñador que suelen tener nuestras miradas,
cuando hablamos con nuestros hijos en estas edades. Ellos quieren oírnos, nos
necesitan (y ellos lo saben), pero necesitan no sentirse medidos
constantemente. Ellos nos miran mucho, pero aceptan mejor caminar en paralelo, sin
demasiada presión frontal. Nuestra manera de entrar al conflicto, mayor o menor, es realmente relevante. Más,
incluso, en ocasiones, que los propios contenidos de aquéllos. (4) Hablar
en yo, mejor que en tú. Se
trata de un modo de utilizar el lenguaje, con unas posibilidades
extraordinarias. El reto, hablar de cómo te sientes (en yo), no de lo que el otro (tú)
ha hecho o ha dejado de hacer en una situación conflictiva. Enviar mensajes,
ideas, en primera persona. Mensajes de origen personal, respetuosos, que expresan sentimientos,
opiniones y deseos sin evaluar ni reprochar. Se trata de mensajes facilitadores,
habilitadores; y persuasivos, al
contrario que los “mensajes tú” que generan bloqueos en el otro. (5) Conversar, chalar,
argumentar, contrastar… No dar consejos. Y escuchar activamente. Escuchar
Activamente. Con sensibilidad. Con respeto. La escucha
activa significa atender responsablemente y entender la comunicación desde el
punto de vista del que habla. Y…
· No distraernos[3],
porque distraerse es fácil en determinados momentos. La curva de la atención se
inicia en un punto muy alto, disminuye a medida que el mensaje continúa y
vuelve a ascender hacia el final del mensaje, Hay que tratar de combatir esta
tendencia haciendo un esfuerzo especial hacia la mitad del mensaje con objeto
de que nuestra atención no decaiga.
·
No interrumpir al que habla.
·
No juzgar.
·
No ofrecer ayuda o soluciones
prematuras.
· No rechazar lo que el otro esté
sintiendo, por ejemplo: "no te preocupes, eso no es nada".
·
No contar tu historia cuando el otro
necesita hablarte.
· No auto-compadecerse, ni convertirse en protagonista. Por ejemplo:
el otro dice me siento mal y tú respondes y yo también.
·
Evitar el "síndrome del
experto": ya tienes las respuestas al problema de la otra persona, antes
incluso de que te haya contado la mitad.
Unos meses después me llamó. Quedamos. Cerveza en el café Oriental. Me
sonrió como siempre. Nos preguntamos. Los cambios en nuestras vidas, cosas
pequeñas, grandes también. Pero me dijo: “La
relación entre mi hijo y yo ha cambiado. Para bien. Muchas cosas siguen siendo
objeto de atención y conflicto. Pero nos llevamos mejor. Hemos aprendido a
hablar más allá del esquema pregunta-respuesta (y de mala gana). Le he pedido
perdón muchas veces. Cuando he sentido mi equivocación. Su mirada de perdón me
ha cautivado para siempre. El éxito de la autoayuda, después de la lectura,
del acto de interiorización de la divulgación ad hoc es, siempre, del receptor. Que hace suya la idea. Y la
mejora. Si tiene fe y constancia.
Lo que sigue a partir de
aquí representa una experiencia personal. Además de una intención por divulgar
cosas de manera sencilla. Construida con unos y otros, leyendo y analizando por
aquí y por allá. No podemos olvidar que lo que creemos y pensamos no es sino
una construcción compartida, en la que intervienen muchos, a veces sin darnos
cuenta, sin percibirlo siquiera. Pero es una experiencia vivida, recorrida,
buscada… A veces lenta, pero trabajada. Voy a atreverme a situar en el mapa
algunas ideas que ayudan a ordenarse un poco, reconsiderar, posicionarse de
otra manera. En este mundo de locos,
en el que acabamos moviéndonos, gran parte de tiempo, con rutinas y tics que,
suele ser sí o sí, nos dejan insatisfechos y ordinariamente cansados. Sobre
todo si vivimos en ciudades grandes, con grandes distancias, con horarios de asustar. Y teniendo que rendir en
todo como motos. De gran cilindrada, además.
La autoayuda es un proceso
específico y singular de auto-reflexión; un escenario en el que se lleva a
efecto una revisión interior, del antes, pero también del aquí y ahora. Una
mirada interior que agudiza la posibilidad de tomar mejores decisiones. Más
atinadas. Que liquida poco a poco los modos de decisión basada en el viejo
esquema de acción-reacción. La solución. Responder. Con sensibilidad pero,
también, con perspectiva, sentido común, sentido de la proporción y de la
consecuencia. Con responsabilidad. La autoayuda no es simplemente leer. Ni
siquiera integrar ideas. Es necesario hacerlas nuestras, adecuarlas a nuestro
yo y, por tanto, hacerlas significativas, pertinentes.
El
objetivo de estas reflexiones, las de este artículo, aprender a parar. Un poco,
al menos. Y estar mejor. Verte con otra perspectiva. Aprender a interpretarte
desde fuera. Y, tal vez, priorizar mejor, pensar un poco más en ti.
Reconocerte. Limar errores, mandarlos a la papelera en la medida de lo posible.
Superar cosas que te han hecho sufrir. Reconciliarte con tu mejor versión. A
veces cuesta mucho porque está muy oculta. Está lejos. No la encuentras. Y te
sientes fatal. Te miras y piensas, hasta te dices… Buf! Qué mal! Qué mal hoy! Pero ¿qué hago?¿Por qué he hecho lo que he
hecho? Y no eres justo contigo. Porque tienes derecho a equivocarte. No te
perdonas los errores, te acucian las equivocaciones. Sientes que no llegas, que
no captas, que no entras en la gente, que te rodea y escucha. Al menos te oye.
Días malos, temporadas
malas. Es posible mejorar, situarnos en un espacio más confortable, con
nosotros mismo primero, y también con los demás. Luego, el círculo virtuoso
hace el resto.
El objetivo, entonces,
limar. Acondicionar. Sin demasiadas pretensiones al principio. Poco a poco. Aproximarse.
Con tranquilidad. Sabiendo que si repites, automatizas. Pero sin creer, sin
querer, no hay nada que hacer. Es como montar un castillo de arena en pleno
levante, en cualquier playa de Cádiz. Adiós al castillo en un santiamén. Eso si
has podido construirlo antes.
Unos
pasos previos:
- Lo difícil no es aceptar cómo es uno sino cómo es el resto de la gente[4]
-
Acepta
quién eres tú. No es fácil, lo sé. San Agustín decía “Conócete, acéptate,
supérate”. Creo que era muy optimista al pensar que puedan hacerse las tres
cosas. Yo siempre me he conformado con conocerme. No es fácil conocerse, saber
cuáles son tus gustos…/…, con qué disfrutas. Pero es posible, dedícale tiempo,
busca, rebusca, vuelve a buscar y finalmente comenzarás a tener un retrato
robot de quién eres.
-
Una
vez te conoces, si consigues quererte, viene la parte más complicada. La segunda parte del descubrimiento: conoce
al resto de la gente y acéptala como es. Sé que puede parecer un
mandamiento religioso pero en realidad se trata simple y llanamente de tener la
misma paciencia con los demás que la que has tenido contigo mismo. Aceptar cómo
son, aceptar cómo no son, es el inicio para aceptar cómo eres tú y cómo no eres
tú.
-
Y de
ahí proviene el resto de la frase. Lo difícil no es aceptar cómo eres tú sino
cómo son los demás. Ese es el reto. No olvides que, a veces, cuando ya nos
conocemos, pensamos que hemos llegado a la meta. Pero la meta está lejos, muy
lejos todavía. Cada día conoceremos a más y más gente y tendremos que dedicar
todas nuestras fuerzas a entenderlos.
Parecen
simplemente palabras, simples observaciones o alertas sobre nuestro día a día. A mí, sin embargo, me parecen una
lección. Desde la primera a la última letra. Sobre todo sabiendo quién es el
autor. Una lección de humildad. Y de sentido común. Eso de conocerse suena
bien. Pero no dedicamos tiempo a pensar, un poco, en nosotros, pero no desde la
perspectiva de quien desea saber cómo le ha ido el día simplemente, sino desde
la óptica de adentrarse para encontrar los recovecos que nos permitan rescatar
partes de nosotros que nos hacen estar mejor, sentirnos mejor. Y dar mil
oportunidades a los demás. Mil uno, mil dos. Todos lo merecen, hasta aquéllos a
los que en principio, y en final, soportamos poco.
Hay
un ejercicio que suelo hacer con frecuencia. En esos momentos de embestida en un transporte público, a
las siete y media de la mañana, apretujado más o menos, con la sensación en el
cuerpo de ser un poco oveja, procuro hacer el ejercicio explícito de pensar en
esa gente con la que me topo. Pensar en sus mejores momentos; los imagino,
contentos, con sus hijos, novias o novios, padres, madres o amigos. Les veo
(imagino) reír, sonreír, abrazar, querer, llorar, entristecerse, alegrarse…
Salgo del Metro y cruzo los pasillos, me cruzo con personas, a sus cosas van. Y
sigo. Les veo como me veo a mí. Veo en su interior. Me lo invento, claro. Pero
les entiendo, les comprendo. Sus cosas, sus preocupaciones, su dolor, a veces.
Me lo invento. Pero creo imágenes mentales cercanas, de aquellos a quien no
conozco. Automatizo imágenes agradables de las personas. Cercanas. Y me ayuda a
no juzgar, a no prejuzgar, a no opinar a la primera, a dar una y mil
oportunidades, a creer más, en los demás.
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- Ser más paciente cada día te acerca a un estado mejor, más pausado, rico, suelto, alegre.
Esto
de la paciencia también da mucho juego. Mucho. Reducir las urgencias, calmar el
ánimo, templar… Moderar las cosas. Moderarte, frenar, atenuar. Adiós a lo
explosivo, al enfado, hola a las cosas importantes, a lo que verdaderamente
importa. Fácil? No, lo sé. Pero hay que empeñarse. Si se quiere estar mejor…
con uno mismo. Paciencia, flexibilidad. Paciencia con tus cosas, contigo mismo,
con los demás.
La
paciencia se entrena. Ahí reside uno de los jalones más importantes en este
tránsito. Se entrena en la vida cotidiana, haciendo consciente tu manera de
valorar cada cosa que ocurre, le peso que le das, el ritmo que consideras
imprescindible en su ejecución y desarrollo, los efectos de lo que haces y de
cómo lo haces, de la velocidad con la que lo haces… Ver, interiorizar,
escucharte, reconocer los impactos y efectos de tus reacciones, de tu modo de
responder a lo que ocurre a tu alrededor y, sobre todo, te influye. Se trata de
anotar mentalmente lo que haces, a qué velocidad y sus repercusiones. ¿Ha
merecido la pena correr? ¿Nos ha ayudado? Y, especialmente, mirar, revisar,
esos momentos en los que hemos dado pausa razonable a lo que teníamos entre
manos, la suficiente para intentar hacer sencilla y más coherente la acción. Son cientos, miles, las decisiones que
tomamos cada día, cada semana, cada mes... Decisiones en muchos casos
imperceptibles. Decisiones que hacen que cada situación vivida sea como es, se
desarrolle y cuaje de una determinada manera. Nos hacen predecible. Crean un
modo de respuesta al entorno, de integración en y del mismo. Y configuran una
forma de estar, de ser, de actuar. Y organizan nuestra vida. Lo realmente
notable es que cambian nuestra vida a cada instante. Porque nuestra vida puede
discurrir con una u otra orientación en función de lo que decidimos hacer. Miles de gestos,
miles de palabras. Miles de acciones simples, sencillas, del día a día, que
hacen que seamos como somos. Y que, sí, podamos cambiar lo que no nos gusta, lo
que no nos hace crecer, lo que no nos permite disfrutar, lo que dificulta
nuestra relación con los demás, lo que nos hace, en ocasiones, insufrible,
intratable... Y potenciar lo que nos acerca a nuestro mejor yo. Que afrontemos
este reto depende de nosotros.
Un
cuarto de segundo, medio segundo, contar hasta diez... Lo interesante es que
nuestro cerebro es libre para elegir. Soy,
así, no puedo evitarlo. No es verdad. Puedo hacerlo. Puedo hacer de mí
lo que estime que debo ser. Elegir y ampliar nuestras opciones, hacerlas más
amables, afectuosas, cercanas a las necesidades de los demás. Ser más cariñoso,
más empático, más flexible, más cercano. Todo, en definitiva, puede estar
ligado a un cuarto de segundo. Nos puede cambiar la vida. En cada instante,
cada momento[5].
La paciencia puede entrenarse, sí; con
cosas, situaciones de la vida cotidiana. Es prodigioso cómo comportamiento
templados en determinados órdenes de la vida, y la valoración ponderada de sus
consecuencias, tiene un efecto de extensión y recorrido en otros ámbitos,
seguramente más complejos y controvertidos. El proceso actúa a modo de círculo
virtuoso. Una cosa lleva a la otra, en formato red, con consecuencias
positivas, inicialmente un poco desordenadas; uno no sabe muy bien por qué actúa de una determinada manera, pero se siente
bien. Funciona. Poco a poco, el comportamiento discurre menos reactivo. La
reacción deja paso a la respuesta, tomando verdadera conciencia de su sentido y
consecuencias.
Hace poco hablaba a mis alumnos de
algunas prácticas orientadas conscientemente a fortalecer el músculo de la paciencia. Como una
gimnasia mental, muy activa, que permite ver el otro lado de las cosas con suma
sencillez. Nunca me he gustado conduciendo. Nada. Mirar al conductor que te …
molesta. Vocear ante alguna circunstancia incómoda, claxon, mala cara…
Insatisfacción. Un día pensé, esto se ha
acabado. Ese mismo día me gusté todavía menos. Encontré una vía de salida a
este entuerto (querer y no poder), leyendo una frase de Sivananda: “ El ser humano siembra un pensamiento y
recoge una acción, siembra una acción y recoge un hábito, siembra un hábito
y recoge un carácter, siembra un carácter
y recoge un destino”. Ya sé, una frase demasiado importante y profunda para
relacionarla con mi adicción a
cabrearme mientras conducía… Pero, era lo que había. Y me puso a ello. Es lo
que tiene la autoayuda. Que te ayuda. Y utilicé un método sencillo. Hacer.
Hacer. Y crear un hábito. A partir de ese momento me colocaría siempre en el
carril más lento. Aunque tuviera prisa. Y observaría mis reacciones. La capacidad
está ahí contigo. Te acompaña. Solo tienes que dejarla salir, saludarla.
Amablemente. Miras cómo se comporta quien te acompaña, das paso (al principio
sufres como un descosido), levantas el pié del acelerador, esperas, y, al
final, coges tu salida. Te esponjas. Lo has conseguido. ¿Has ganado o perdido
tiempo? Y qué más da. Has conseguido hacer algo que ni hubieras soñado ayer.
Pero lo mejor. No ha pasado nada malo. Al contrario, estás mejor. El puñetero
coche no te ha dominado. Y hasta has estado cordial con la gente. Hasta con
quién te ha mirado mal. El reto es
seguir, y ampliar ese comportamiento, muy consciente al principio, en todas las
situaciones asociadas. El mecanismo en red funciona, claro. Asocias el meterte
en el coche con una sensación de bienestar porque ya no te controla. El coche
no te domina. Las situaciones incómodas resbalan por tu superficie, rascan tu
pensamiento y, casi, te hacen cosquillas. Lo miras de soslayo, al coche, y
sonríes. La gente circula a tu lado, pero tu consciencia prima, sobre la
reacción sin más. Sobre la emotividad. Los estímulos que nos llegan entran
directamente en nuestro ser más reflexivo. Y decido. Porque, al final, todo es
un proceso de decisión. En un cuatro de segundo. Y me decido por la
tranquilidad. El acelerador, y menos el claxon, no me acelera ya. Mueve el coche, no a mí. Insisto, funciona. Somos una
red, nuestra mente es una red, supeditada a las prioridades que fijas.
Una amiga me contaba sus particulares
trucos. Hacer, con cosas concretas.
De tu vida cotidiana. No simplemente desear. Hacer. Sonreíamos mientras me
decía cómo mantenía la tapita fina que sueles encontrarte en los botes de crema
para la cara cuando desenroscas la tapa del tarro. Solemos tirarla porque es un
incordio. Se nos pega en los dedos, se cae al suelo, y, como las tostadas,
siempre con la cara sucia en el piso… Un incordio. Yo, decía, la conservo, y
experimento el ejercicio de paciencia, unos segundos nada más, que desarrollo
mientras intento separarla del tarro, con unas ganas enormes de mandarla al
cubo de la basura. Pero la mantengo y, como si estuviera viéndome desde fuera
de mí, me observo realizando este ritual. Aguanto. Y no pasa nada. Reíamos
también al detallarme otros ejemplos, aparentemente triviales, simples,
intrascendentes. Pero que obraban en ella una gimnasia mental para decidir
mejor en cualquier momento. Pensar más antes de actuar. Y, por ende, ser más
paciente. En todo. Aguantar el cepillado de dientes dos minutos más de lo que
sueles tardar, masticar la comida hasta veintitantas veces, antes de tragarla,
dar siempre, siempre, paso a otros vehículos, y, especialmente, cuando no iba
bien de tiempo… Se vestía despacio, vaya.
Porque tenía prisa…
La idea básica, cambiar el registro
temporal de tus comportamientos, pero haciendo cosas, no simplemente
deseándolo. Ejercicio voluntario y consciente. E intransferible. Cosas
sencillas, que inundan nuestra red mental. La riegan. Y crean hábitos.
- De manera indiscutible y esencial, estar mejor en la vida requiere una cosa: valorar lo que tienes.
“La
felicidad consiste en valorar lo que tienes” (Hellen Keller)
En
su libro, La Buena Vida[6], Alex
Rovira vincula de manera estrecha la sensación de felicidad con la capacidad para valorar y disfrutar de lo que se
tiene, de aquello que uno atesora (y que suelen ser tesoros) y que, con
demasiada frecuencia, tiende a no ser demasiado valorado. En la antigua Grecia, nos dice, existía
un concepto que, por desgracia, ha caído en desuso con el paso del tiempo:
“obnosis”. La obnosis hace referencia a aquello que es obvio y que
paradójicamente acaba siendo obviado. Obviamos lo obvio… /… merece la pena
abrir los ojos, aquí y ahora, para darnos cuenta de todo cuanto nos rodea y por
lo que podemos sentirnos felices y agradecidos: desde el latido de nuestro
corazón, la salud de nuestro cuerpo, la buena música de fondo que nos acompaña,
la existencia de un ser querido… Cuestiones cotidianas cargadas de valor.
Claro,
empecemos por decir que es obvio lo que acabamos de leer. Es obvio que solemos
obviar lo obvio. ¿Podemos construir, sin embargo, algo a partir de esta
obviedad? Solemos darnos cuenta de lo que tenemos, o teníamos, cuando lo
perdemos, cuando se esfuma, cuando se escapa, cuando ya no está. Sabemos que,
en efecto, la gente que se siente feliz valora especialmente lo que atesora.
Piensa en ello, le dedica tiempo, valora
su realidad, cuida su crecimiento. Y, muy importante, lo hace consciente cada día. Lo incorpora
mentalmente. Toma esa decisión. Pensar en ello. Y reflexionar, si es preciso
(suele serlo), sobre cómo cultivarlo, hacerlo más explícito si cabe, mejorarlo.
Podemos hacer equilibrios conceptuales para cargar contra la relevancia de esta
idea. Pero estamos hablando, lo sabemos, desde la noche de los tiempos, de una
condición indispensable en el bienestar
más explícito del ser humano.
Solemos
decir, no nos referimos exclusivamente a
grandes cosas, a posesiones materiales, a grandes afectos… Podemos
perfectamente hablar de las pequeñas cosas del día a día, de los pequeños
detalles, a veces insignificantes… Yo prefiero hablar de ambas realidades;
entre las que no siempre hay una gran distancia. Lo pequeño y lo menos pequeño,
y el detalle… El detalle, que puede convertirse en la magia de un día, la
ternura no prevista, el temblor del alma, y del cuerpo. Vital. El detalle
simple. ¿Quién dice que es simple? ¿Por qué es simple? El detalle que regalas
aun compañero tras un viaje. Poca cosa. ¿Para quién? Eso de las líneas rojas no funciona muy bien en
estos asuntos. Del alma. Y del pensamiento. De cada uno. Cada día. Según estás,
según qué necesitas, qué te hace vibrar.
Este
verano, un día, me di un homenaje. No pensaba, ni mucho menos, que iba a
representar nada especial. Pero así fue. Cogí una bici, en el valle de Liendo,
cerca de Laredo. Me calcé los auriculares y me di a la fuga. Entre árboles,
prados, con las montañas alrededor. Una hora dando pedales, parando para hacer
algunas fotos. La música, la que tú eliges, sonando. En fin. Había mucho que no
me sentía tan bien solo. Tranquilo. Haciendo algo trivial. Cada día lo traigo a
mi mente. Lo hago consciente. Consciente, explícitamente. Hay que aprovechar la
inercia, la energía que se acumula en tales experiencias. Porque dura y dura.
Mucho.
Hacer
explícito lo pequeño y grande, traerlo, conducirlo a nuestro espacio
consciente, recrearlo, revivirlo. Instalarlo. Convertir estas situaciones en
referentes. Estables.
[1]
http://blogluengo.blogspot.com.es/2012/08/mejores-decisiones-la-regla-del-cuarto_5907.html
[2] http://ciam.ucol.mx/directorios/5443/Todos/Edward%20de%20Bono%20-%206%20sombreros%20para%20pensar.pdf
[3]
http://www.psicologia-online.com/monografias/5/comunicacion_eficaz.shtml
[4]
Tomado de “El mundo amarillo”, de Albert Espinosa. Págs. 92-94. Ed. Debolsillo,
Barcelona, 2008
[5]
http://blogluengo.blogspot.com.es/#!/2012/08/mejores-decisiones-la-regla-del-cuarto_5907.html
[6]
La Buena Vida, págs. 49-51. Alex Rovira Celma. Aguilar, Madrid 2008
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